Galletitas. Probó, fracasó, volvió a intentar y hoy factura $19 millones
En cine, hay una estructura narrativa que se conoce como "camino del héroe", en el que un protagonista recibe un llamado a la aventura que lo pone a prueba hasta que logra un aprendizaje. En la Argentina, hay todo un género que podría llamarse "camino del empresario pyme" e incluye, en algunos casos, idas y venidas con la AFIP, concursos de acreedores y quiebras, juicios y, finalmente, un renacer. Esta es la historia de Carlos Deandrea, un emprendedor que probó, fracasó y volvió a empezar.
El guion de esta película no empieza muy distinto de otras de emprendedores. Deandrea era un ejecutivo con un cargo regional en una gran empresa de consumo masivo cuando decidió dejar de trabajar en relación de dependencia. Estaba cansado de viajar mucho y tener poco tiempo para pasar en familia.
El nacimiento de su segunda hija fue su inspiración. Cuando armaba el cuarto de la nena con su mujer, se dieron cuenta de que había una oportunidad de negocios en una mueblería dedicada exclusivamente a las habitaciones infantiles.
Así nació El círculo de las vitaminas, su primer proyecto. Fue en 2001 y comenzó con ayuda de su mujer, su socia en el proyecto. Crecieron rápido. Del primer local de Martínez, pasaron a otro en un shopping y sumaron dos más en Capital Federal. El quinto iba a ser en España. Hasta que en 2009 se estrellaron.
La primera señal fue en 2007, dos años antes de la debacle. Deandrea y su mujer vendieron su casa para invertir en el negocio y pagar algunas deudas. Seis meses después, en medio de una caída de las ventas, se quedó sin casa, pero con más deudas.
En 2008 el escenario de la macro argentina ya era otro, en medio de una crisis financiera internacional. Las deudas crecían y la tensión adentro de la familia, también. "En medio de la crisis, uno de nuestros hijos empezó a tener problemas de aprendizajes. Averiguamos con una psicopedagoga, nos hizo varias entrevistas y nos dio el diagnóstico: ‘Su hijo está perfecto, el problema es que lo están arruinando ustedes con todo el lío que tienen’", relata. En 2009, la sociedad quebró.
Enseguida comenzaron a llegar los juicios de exempleados. Llegaron a tener 60 personas a cargo. La decisión fue conservar la marca, cambiar la sociedad y seguir, pero con una estructura mucho más chica: sin gente a cargo, con un único local en Martínez que hasta el día de hoy maneja su mujer.
De esa quiebra, Deandrea aprendió varias lecciones. "El problema fue que yo tenía una pyme. Y esto es la Argentina. Facturaba todo, hasta lo más mínimo que salía del local, y no tenía al gerente de Finanzas o al de Recursos Humanos para delegar", dice.
De esa primera experiencia traumática aprendió a no expandirse demasiado rápido, a mantener todos los costos fijos lo más bajos posibles y, lo más importante, a no crear más negocios junto a su mujer. Hoy siguen juntos en el amor, pero separados en los negocios.
Volver a empezar
Fines de 2009. Deandrea ya dio un paso al costado en su emprendimiento de muebles y está pensando qué va a hacer de su vida. Mientras, siguen los juicios de exempleados y las deudas. Su mujer le ruega que vuelva a la relación de dependencia, que vuelva a un ingreso estable. Y él no accede.
En marzo de 2010 empezó su nuevo proyecto, la empresa Secretos de mi país. En ese momento, recuerda, varios le dieron la espalda. "Al principio me ayudaron muchos amigos y familiares. A todos les gusta ver a alguien que crece. Pero cuando alguien se funde todos piensan: ‘Ni loco invierto en este pibe de vuelta’", recuerda.
Así que arrancó con un plan de negocios de bajo costo: contactó a un panadero de Gualeguaychú que fabricaba unos bizcochitos de grasa similares a los "libritos" que se venden en las panaderías porteñas, pero de tamaño mucho menor. Los bautizó "rianitos" y empezó a venderlos en bolsas plásticas transparentes a las que les abrochaba un cartón con la marca, que había diseñado con ayuda de uno de los pocos amigos que en ese momento lo apoyaban.
Compró la producción del panadero y le prometió pagarle a 90 días. Aprovechó sus contactos de sus tiempos de empleado de empresas de consumo masivo. Se acercó a las cadenas de supermercados grandes hasta que una confió en su producto. Así le pagó al panadero y siguió produciendo.
Luego lanzó líneas de galletitas y, hace dos años, comenzó a fabricar unos "picos", una especie de galletita de picada muy popular en España. "Como empresario pyme yo sabía que no puedo lanzar unas pepas, porque ahí la competencia ya está. Para fabricar este nuevo formato, me fui a buscar una máquina a Córdoba, España. Me acuerdo de estar allá llorando, sin un peso y pensando: ‘¿Qué hago acá?’", dice.
La máquina salía 60.000 euros. Cuando llegó a la Argentina, recibió un llamado de su despachante de Aduana: tenía que pagar 40.000 euros de IVA. "En ese momento me explicó que, si no lo pagaba, el cargo se mantenía y se sumaban $10.000 más de depósito por mes. Me pelee con todos: presenté cartas a la AFIP para pedirles que me lo dividan en 12 pagos, y no hubo caso. Yo ya estaba sin un mango por la máquina, así que un amigo me hizo un préstamo, la saqué, y así arranqué a producir", relata.
El aprendizaje de su primer proyecto todavía sigue a flor de piel: decidió centralizar todo en él e intentó reducir la plantilla lo más posible: tiene solo cuatro empleados. Es él mismo quien representa a la compañía en ferias internacionales (recientemente estuvo en Alemania, en Anuga, la feria de alimentación más grande del mundo), él mismo hace las entregas a los supermercados y mayoristas y él mismo hace todos los trámites.
Además de los bizcochitos, las galletitas y los "picos" que ya produce, está armando una marca de arroz orgánico para exportar y vender en el mercado interno. En 2018 su empresa facturó $19 millones y hoy vende 7000 cajas de galletitas por mes (es decir, unos 170.000 paquetes). Pero todavía se lamenta por su primera pérdida. "En una pyme vos ponés todo de vos, hasta tu corazón. Al día de hoy no termino de recuperarme", admite.
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