Fin del ciclo de "soja y suerte"; ahora llega el del GNL ordenado
El Quienes analizamos el sector energético hemos alertado acerca de la gravedad de las distorsiones que afectaron tanto a los flujos de inversión como a los stocks energéticos desde comienzos del período político iniciado en 2003. Desde 2011 Argentina se volvió importador neto de energía y cada año que pasa la situación empeora. Lo mismo ocurre con las cuentas públicas pues el Tesoro financia las importaciones que vende con subsidio en el mercado interno.
En este "viaje" a la dependencia energética externa, como diría Navajas, se alteraron los términos de intercambio (TI), definidos como precios de exportación dividido por los de importación. En efecto, hasta el año 2010 la suba en los commodities energéticos aportaba valor a nuestro flujo comercial y contribuía en el numerador de la ecuación de TI. Desde entonces, los precios internacionales de la energía inciden en nuestra economía operando en el denominador de la fórmula. Este efecto llegó para quedarse al menos una década más, en la que el crecimiento económico puede verse limitado por la logística de acceso del combustible importado.
Sabemos que la evolución esperada del precio de los commodities plantea una amenaza, dada la relevancia que tienen las exportaciones agropecuarias (que puede implicar una merma de ingresos superior a los US$ 5.000 millones en 2015), pero podría reducir el déficit energético, sólo por el efecto precio de las importaciones.
Viendo las proyecciones de las Agencias de Energía internacional, todas coinciden que el boom de los recursos No Convencionales está llevando a los Estados Unidos al camino del autoabastecimiento. Para el 2015 se espera que la producción de gas y petróleo supere allí los máximos de los últimos 50 años. Asimismo, la brusca caída del precio del gas natural en EEUU ha derivado en la autorización a exportarlo a través de su licuefacción en plantas que iban a ser o son hoy en día receptoras de ese combustible. El inicio de esta operatoria se dará a mediados de 2015 con la apertura de las plantas Lake Charles y Sabine Pass, ambas en la costa del Atlántico. Para la costa del Pacífico en cambio, no se espera una caída de precios similar.
El haber reconocido al Gas Natural Licuado (GNL) como un nuevo commodity energético le permitió al gobierno resolver en parte la crisis de suministro de los últimos años. No obstante, la logística de barcos receptores/gasificadores en lugar de terminales, sumado a un gerenciamiento poco calificado, derivó en notables ineficiencias en el abastecimiento. Del stock mundial de barcos metaneros sólo el 10% puede realizar el trasvase de barco a barco (STS) y es por esa razón que a la Argentina le urge construir una facilidad logística más adecuada y cercana al área Metropolitana. Esto podría ser o bien una planta flotante (como la que está construyendo la uruguaya ANCAP), o bien una planta en tierra como la Terminal Quinteros en Chile.
Si actuamos con diligencia y eliminamos restricciones autoimpuestas (como la exclusión de algunos proveedores) en un año tendríamos la posibilidad de aprovechar la abundancia de GNL, con pronósticos de precios en descenso en la cuenca del Atlántico. Con la nueva planta podríamos duplicar el ingreso promedio actual de 20 millones de m3/día. Recordemos que el GNL es mucho más económico que el gasoil y el fueloil que lo reemplazan en la generación eléctrica, y el excedente es fácilmente absorbido por un mercado que enfrenta una alta demanda insatisfecha que sufre frecuentes cortes de servicio.
Con la mejora logística propuesta y con contratos que aprovechen los menores precios esperados, el ahorro de comprar GNL entre 10 y 11 dólares por millón de BTU en vez de 16 a 17, sería del orden de los US$ 3000 millones. Adicionalmente se pondría un techo al precio doméstico y de Bolivia, y se reduciría significativamente el déficit fiscal. Por tanto urge dar vuelta la página de la ineficiencia y ser creativos y dinámicos para mejorar los términos de intercambio cuando se ha vuelto evidente que el ciclo de "soja y suerte" ha llegado a su fin.
Quienes analizamos el sector energético hemos alertado acerca de la gravedad de las distorsiones que afectaron tanto a los flujos de inversión como a los stocks energéticos desde comienzos del período político iniciado en 2003.
Desde 2011, la Argentina se volvió importador neto de energía y cada año que pasa la situación empeora. Lo mismo ocurre con las cuentas públicas, pues el Tesoro financia las importaciones que vende con subsidio en el mercado interno.
En este "viaje" a la dependencia energética externa, como diría Fernando Navajas, se alteraron los términos de intercambio (TI), definidos como precios de exportación dividido por los de importación. En efecto, hasta el año 2010 la suba en las commodities energéticas aportaba valor a nuestro flujo comercial y contribuía en el numerador de la ecuación de TI.
Desde entonces, los precios internacionales de la energía inciden en nuestra economía operando en el denominador de la fórmula. Este efecto llegó para quedarse al menos una década más, en la que el crecimiento económico puede verse limitado por la logística de acceso del combustible importado.
Sabemos que la evolución esperada del precio de las commodities plantea una amenaza, dada la relevancia que tienen las exportaciones agropecuarias (que puede implicar una merma de ingresos superior a los US$ 5000 millones en 2015), pero podría reducir el déficit energético, sólo por el efecto precio de las importaciones.
Viendo las proyecciones de las agencias de energía internacional, todas coinciden en que el boom de los recursos no convencionales está llevando a los Estados Unidos al camino del autoabastecimiento. Para 2015 se espera que la producción de gas y petróleo supere allí los máximos de los últimos 50 años. Asimismo, la brusca caída del precio del gas natural en Estados Unidos derivó en la autorización a exportarlo a través de su licuefacción en plantas que iban a ser o son hoy en día receptoras de ese combustible. El inicio de esta operatoria se dará a mediados de 2015 con la apertura de las plantas Lake Charles y Sabine Pass, ambas en la costa del Atlántico. Para la costa del Pacífico en cambio, no se espera una caída de precios similar.
El haber reconocido al gas natural licuado (GNL) como una nueva commoditie energética le permitió al Gobierno resolver en parte la crisis de suministro de los últimos años. No obstante, la logística de barcos receptores/gasificadores en lugar de terminales, sumado a un gerenciamiento poco calificado, derivó en notables ineficiencias en el abastecimiento. Del stock mundial de barcos metaneros sólo 10% puede realizar el trasvase de barco a barco (STS) y es por esa razón que a la Argentina le urge construir una facilidad logística más adecuada y cercana al área metropolitana. Esto podría ser una planta flotante (como la que construye la uruguaya Ancap), o una planta en tierra como la Terminal Quinteros, en Chile.
Si actuamos con diligencia y eliminamos restricciones autoimpuestas (como la exclusión de algunos proveedores) en un año tendríamos la posibilidad de aprovechar la abundancia de GNL, con pronósticos de precios en descenso en la cuenca del Atlántico. Con la nueva planta podríamos duplicar el ingreso promedio actual de 20 millones de metros cúbicos por día. Recordemos que el GNL es mucho más económico que el gasoil y el fueloil que lo reemplazan en la generación eléctrica, y el excedente es fácilmente absorbido por un mercado que enfrenta una alta demanda insatisfecha que sufre frecuentes cortes de servicio.
Con la mejora logística propuesta y con contratos que aprovechen los menores precios esperados, el ahorro de comprar GNL entre 10 y 11 dólares por millón de BTU en vez de 16 a 17, sería del orden de los US$ 3000 millones.
Adicionalmente se pondría un techo al precio doméstico y de Bolivia, y se reduciría significativamente el déficit fiscal. Por tanto urge dar vuelta la página de la ineficiencia y ser creativos y dinámicos para mejorar los términos de intercambio cuando se ha vuelto evidente que el ciclo de "soja y suerte" ha llegado a su fin.
El autor es economista de la Fundación Pensar