Fábula del cuarto kirchnerismo: ni hormiga ni cigarra
Hay un tema recurrente que viene saliendo en casi todas las conversaciones del Gobierno con empresarios. Es más bien un temor expresado con eufemismos: ¿qué pasa si el gas se vuelve impagable o, peor, escasea en el invierno? Anteayer, en un Zoom con integrantes de la Unión Industrial Argentina, Alberto Calsiano, jefe del Departamento de Energía de la central fabril, volvió a escuchar la perturbación y ensayó proyecciones. No es sencillo hacerlo porque muchas de las variables dependerán más de la providencia que del Poder Ejecutivo. Entre ellas, la temperatura.
El encuentro sirvió de todos modos como catarsis y para que los industriales unificaran reclamos. Dirigentes de La Plata, por ejemplo, presentaron un informe en el cual expusieron el panorama que creen que les espera y que incluyó el precio que, dicen, estarían en condiciones de pagar en medio de la escalada global: no más de 5 dólares el millón de BTU, algo más que los 3,70 que les cuesta hoy el gas. Es probable que no alcance: la invasión a Ucrania obligaría en este momento a que los contratos argentinos para mayo superen los 8 dólares. Es el precio que Alberto Fernández acaba de acordar con su par Luis Arce para el volumen que garantiza Bolivia, unos 10 millones de metros cúbicos diarios. Bastante más barato, después de todo, que los 18 dólares que podría costar el adicional a ese mismo contrato y los casi 40 que vale el gas que llega por barco.
Pero la UIA quisiera ver una vez más al Estado presente. Es decir, a la firma Integración Energética Argentina, la ex-Enarsa, facilitándoles un precio más bajo. La manta es corta y vuelve a recordar aquella broma que Juan Carlos De Pablo incluía en sus informes: “Hay que aprobar el subsidio a mí”. Los empresarios dicen que últimamente les cuesta conseguir contratos directos con petroleras. En el Zoom, algunos se ensañaron con YPF, como si siguiera siendo 100% estatal. “Son muy ignorantes, esto es una definición y una potestad que le corresponden al Gobierno, no a YPF”, se extrañaron después en esa compañía. Otros proponen repetir la experiencia de 2004: cortarle la exportación a Chile.
Ya les habían planteado el martes pasado algo de esto a los ministros Guzmán, Moroni y Kulfas en el Palacio de Hacienda y delante de la CGT. Daniel Funes de Rioja, Miguel Ángel Rodríguez y Guillermo Moretti, representantes de la UIA, advirtieron primero que no querían trazar un escenario catastrófico, pero que necesitaban que el Gobierno conformara al menos una mesa de trabajo para determinar a quién darle prioridad en la escasez y, llegado el caso, planes alternativos. Guzmán no tenía una respuesta. Les pidió que le dieran unas horas para constatar cuál podía llegar a ser la oferta disponible. No se había reunido todavía con los funcionarios de Bolivia, algo que hizo el jueves, ni con los de Brasil, donde estuvo ayer con la idea de convencer a la administración de Bolsonaro de que le compre menos a Arce y de esa manera Bolivia libere algo más de suministro a la Argentina.
Las complicaciones con el gas y la electricidad son la cruda constatación del tiempo que ha perdido la Argentina desde 2002. Permiten preguntarse, por ejemplo, en qué situación estaría el país si hubiera invertido lo suficiente para desarrollar la exploración y el traslado en Vaca Muerta y pudiera ahora aprovechar estos precios para venderle gas natural licuado a Europa, o si al menos hubiera cumplido aquel proyecto que De Vido dio a conocer en 2003 y que anunció en no menos de diez oportunidades: el Gasoducto del Nordeste, que incluía explorar la cuenca de Bolivia para traer gas de allá y abastecer con 20 millones de m3 diarios a siete provincias, entre ellas, Buenos Aires. En el primer anuncio, el 6 de noviembre de 2003, De Vido dijo en Rosario que la obra empezaría a funcionar en 2006. Son 16 años de retraso.
Como la cigarra de la fábula, la Argentina se dedicó en los últimos 20 años a despilfarrar la energía con tarifas bajas y se apresta a encarar sin reservas el invierno. Esta estrategia que, al revés que el primer peronismo, sustituyó exportaciones y no importaciones y que explica gran parte del déficit fiscal y la inflación, fue celebrada implícitamente incluso por sectores de la oposición. Hay, todavía hoy, referentes de Cambiemos que incluyen en la autocrítica lo que la racionalidad señalaría como uno de los pocos aciertos económicos de Macri: una política tarifaria acorde con el costo real de la energía.
Es entendible que la Argentina tiemble antes de empezar el invierno. Lo vivió en casi todos los otoños de su gestión Cristina Kirchner, que perdió en 2010 el autoabastecimiento de petróleo, y le había pasado ya a Néstor, obligado a aplicar en 2007 cortes diarios de electricidad de 8 horas diarias durante 79 días a la industria y, antes, en marzo de 2004, durante un mes a 31 grandes fábricas y usinas.
Alberto Fernández llega a esta crisis aún en peores condiciones. No solo económicas: él no tiene, por ejemplo, aquella obsesión por el discurso que le permitió a la vicepresidenta acaparar la escena política en la medida en que proliferaban dificultades. En el final de su gobierno, Cristina Kirchner hablaba en cadena durante dos horas casi todos los días. Sus funcionarios de entonces no solo no se cuestionaban, sino que hasta se jactaban del modo en que se consumían los stocks, fueran reservas de hidrocarburos o del Banco Central. El joven Feletti, entonces secretario de Hacienda, llegó a proponer “profundizar el populismo”.
El Presidente carece de aquel instinto y, más aún, viene siendo despojado de toda retórica por sus propios compañeros del Instituto Patria. El analista Alejandro Katz apuntaría aquí que lo dejaron sin habla. ¿Qué necesidad de argumentos tiene la oposición si, antes de que se ponga a buscarlos, Kicillof se apura a decir, como esta semana, que en la provincia de Buenos Aires “no da más la situación social”? ¿Para qué comparar números de pobreza o esforzarse en la promesa de campaña de “llenar la heladera” si Máximo Kirchner salda la discusión como en Merlo, con el diagnóstico de que “está faltando comida en la mesa de los argentinos”? El Feletti de hoy, secretario de Comercio, pidió anteayer subir retenciones. De lo contrario, advirtió a Radio con Vos, “esto se va a poner feo”.
La mayoría de los colaboradores de Alberto Fernández hacen silencio. Casi no nombran ni a Cristina ni a Máximo Kirchner. Porque en el fondo avalan las críticas o por afán de preservarse. Conclusión: no hay ni previsiones ni canto. “¿Y usted qué haría?”, preguntó a este diario con sorna un operador. “Esperemos que las diferencias se resuelvan a la brevedad”, se limitó a decir esta semana Manzur, el peronista que venía a refundar al Gobierno después de las primarias. Pero el jefe de Gabinete no está conforme con el rol que le ha dado el Presidente: dice que no le deja organizar ni reuniones de gabinete ni charlas con periodistas y que no logra coincidir siquiera en el horario de llegada a la Casa Rosada. No debería extrañar que haya evaluado volver a Tucumán.
Es muy probable que Funes de Rioja, Rodríguez y Moretti estuvieran pensando en todo esto el martes cuando le recomendaron a Guzmán que dedicara más tiempo a explicarles su programa a analistas. Intentan evitar lo que en público callan y que alguno admite en privado: una “crisis a la peruana”. La Argentina está complicada porque le agrega a la debilidad institucional problemas estructurales irresueltos. Esta semana, el Informe de Distribución del Ingreso del Indec mostró una buena noticia que, al mismo tiempo, esconde un deterioro progresivo: se achicaron en el cuarto trimestre del año pasado las desigualdades –bajó cinco puntos la diferencia entre lo que gana el 10% más rico y el 10% más pobre de la población–, pero ambos segmentos están todavía en términos reales casi un 20% por debajo de los indicadores de 2017. ¿Está haciendo algo el Gobierno para revertir estas tendencias? El miedo al invierno vuelve a indicar que no. Peor, en realidad: en la imagología de Esopo, la Argentina ya no es ni hormiga ni cigarra. ß
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