Éxito financiero y angustia social, la gran contradicción
Nada ilustra tan bien los contrastes que exhibe hoy la Argentina como la superposición de la difusión del altísimo índice de pobreza, que reconoce un nivel del 32,2% de la población, junto a la exitosísima colocación de bonos del Gobierno por $ 50.000 millones a tasa fija a un plazo de 5 años. Esta operación, efectuada a una tasa del 18% anual, implica que quienes le prestaron plata al Gobierno confían en que éste no está demasiado lejos de poder cumplir con su objetivos de acercarse a una inflación del 17% en 2017 y de un dígito en 2019. El éxito es indudable: a México le tomó 5 años luego del efecto tequila poder emitir deuda a tasa fija en pesos a un plazo de vencimiento de 3 años.
La percepción de que el éxito en la lucha contra la inflación es alcanzable ha desatado una euforia financiera sobre el peso, que no se parece en nada al estado de ánimo que genera el reconocimiento de que en la Argentina casi 14 millones de personas son pobres y viven en hogares con ingresos mensuales de 8000 pesos, muy por debajo de la línea de pobreza, de 12.800 pesos.
Más desolador aun es el dato que da cuenta de que el 49% de los menores de 14 años son pobres. Las cifras son escalofriantes y el desafío es muy diferente al que plantea el reordenamiento macroeconómico: si para bajar la inflación hay que emitir menos y reducir gradualmente el déficit fiscal, para combatir la pobreza hay que generar muchos empleos de calidad. Los caminos se intersectan en un punto: bajando la inflación, se genera una de las condiciones necesarias para volver a crecer. Pero ello es sólo una parte del camino a recorrer.
El sector privado no ha creado empleos en blanco durante los últimos cinco años. El año 2011, antes del cepo cambiario, fue el último en el que la Argentina anotó un aumento significativo de 230.000 empleos. Desde allí en adelante, el único sector que demandó mano de obra fue el que menos la necesitaba: el gobierno, que aumentó el volumen de empleo público a un ritmo de 4% anual entre 2003 y 2015. Así, hoy la Argentina cuenta con 3,5 millones de empleados públicos, cuando en 2003 tenía solamente 2,2 millones.
Si el empleo estatal hubiera aumentado al ritmo en que lo hacía la población, hoy sumaría 2,6 millones de personas. Los 900.000 empleos "extras" suponen un costo de unos 25.000 millones de dólares al año, que se financian con inflación e impuestos distorsivos, es decir, ahuyentando a las empresas, potenciales creadoras de puestos de trabajo.
El empleo público representa el 36% del empleo en blanco total de la economía. Ese porcentaje, sin embargo, llega a niveles exuberantes en algunas provincias, como Catamarca, La Rioja, Jujuy y Santiago del Estero, donde supera el 60%. Y otras provincias, como Entre Ríos y Corrientes, muestran participaciones del empleo público del 50%.
Semejante peso del Estado sólo puede ser financiado con altísimas cargas impositivas o llevando a cero la inversión en infraestructura, lo que termina expulsando al sector privado de los lugares donde es más necesario. No es casualidad que en esas provincias haya sólo ocho empresas cada mil habitantes, cuando en la Capital Federal hay 50. ¿Causa o consecuencia? ¿Y si el problema del empleo es justamente ése? Se crea así un círculo vicioso que es muy difícil romper.
Crear empleos de calidad requiere de un notable aumento en la cantidad de capital con que cuenta cada trabajador para hacer su tarea y de la cantidad y calidad de su educación. El punto de partida es dramático. La Argentina cuenta hoy con sólo un 16% de su población con estudios terciarios o superiores completos. Esa cifra se parece al 14% de Brasil, pero es mucho más baja que el 21% de Chile, el 36% de Nueva Zelanda, el 42% de Australia, el 45% de Corea del Sur y el 54% de Canadá. En la Argentina se gradúan unos 250.000 universitarios y terciarios al año, pero su población crece en 400.000 personas por año, es decir que ese 16% sigue bajando.
No sólo estamos mucho peor que los países a los que nos queremos parecer, sino que vamos a seguir empeorando hasta que cortemos esta dinámica. Nuestra población ya no se distingue por el nivel de su educación: mientras nos entreteníamos con sucesivas crisis macroeconómicas que nos aquejaron desde mediados de los 70, nos convertimos en un país muy distinto al que creíamos ser.
Los empleos de calidad sólo se logran por una combinación de educación, capital por empleado y productividad. Cuantos más educación y capital, más productivos son los empleos y más alta es su remuneración. Tal vez un pescador de río de nuestra Mesopotamia podría ver incrementados sus ingresos de $ 5000 por mes a $ 30.000 contando con una embarcación de pesca moderna, equipada con instrumental adecuado, cuyo valor sea de unos US$ 15.000. A eso nos referimos cuando hablamos de capital por empleado. El tamaño del capital físico productivo acumulado por la Argentina suma unos US$ 30.000 por habitante, comparados con 150.000 en Australia, 95.000 en Canadá, 77.000 en Nueva Zelanda y 64.000 en Corea del Sur.
Una intersección entre el mundo del éxito financiero de la semana pasada y el del combate de la pobreza: si la inflación sigue bajando, tal vez nuestro pescador correntino consiga un préstamo a 5 años en pesos para comprar su lancha.
Cada uno de los argentinos gana al año un tercio de lo que ganan los australianos o los canadienses. La comparación de universitarios por país, o de capital por empleado, se parece mucho a esa relación y no es por casualidad. Por ello, sin que los alcancemos en calidad educativa o en inversión, si en algún momento nuestros ingresos por habitante en dólares se acercan a los de esos países, no vuelvan a cometer el error de siempre: vendan sus casas y compren dólares. Seguramente estaremos financiando una prosperidad transitoria con deuda y nos estaremos acercando a una nueva crisis económica.
Según datos de la Cepal, entre 1999 y 2014 Ecuador y Bolivia bajaron sus niveles de pobreza desde el 70% de la población al 35%. Paraguay, desde 65% a 40%; Colombia, de 60% a 28%, y Perú, de 50% a 25%. Para la Argentina, que partía de niveles del 25% de pobreza en 1999, hacer un movimiento equivalente hubiera significado erradicar la pobreza y dar los primeros pasos para volver a ser un país desarrollado. En vez, fuimos el único país de la región (exceptuando a Venezuela, sin datos) que la aumentó.
Una vez más volvemos a intentar salir de la decadencia. El Gobierno tiene una política favorable a la inversión que va en esa dirección. Pero esa agenda requiere de la paciencia de los mercados, que deben financiarla, y de la sociedad, que debe cambiar su mirada cortoplacista. El foco en la inversión es el adecuado, pero el punto de partida es tan malo que se necesitan años de persistencia para dar vuelta la historia. La gran incógnita es si los tiempos del desarrollo coinciden con los de la política.