Estamos mal, muy mal, pero al menos estamos
Cualquier ajuste sin credibilidad empeora la situación, y eso quedó demostrado en las últimas semanas; el Gobierno devaluó sin plan y las consecuencias se hicieron visibles
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Ya llevamos tantas crisis atravesadas que entiendo que la mayoría de los argentinos sabemos que se vienen tiempos muy difíciles y de ajustes improvisados. El día después de las PASO el Gobierno devaluó un 22% sin plan ni credibilidad, y todos los precios, incluso el de los dólares financieros, subieron más que eso. Provocaron un daño fuerte en la sociedad y el resultado es que el dólar oficial quedó más atrasado que antes. Quisieron paliar la situación con medidas que provocaron más confusión en su implementación que los alivios que pueden ofrecer.
Esto demuestra que cualquier ajuste sin credibilidad empeora la situación. Sin embargo, todavía estamos. Y hay muchos puntos interesantes a los que podemos anclarnos para no bajar los brazos, no resignarnos y tomar este presente como un punto de inflexión, como los muchos que ya hubo en nuestra historia.
Es interesante saber que el 65% de la población busca cambios, y rápidos, mientras que solo el 25% prefiere seguir como estamos (aunque también hay un 10% que todavía no sabemos qué quiere).
Hay momentos de la vida en los cuales las decisiones de finanzas personales cobran una trascendencia significativa. Sin embargo, este no sería uno de esos momentos. Antes, debemos atravesar un período en el que las decisiones políticas y sociales adquieren una importancia descomunal, no solo para el presente, sino también para los próximos 20 años. Estas decisiones moldearán el tipo de sociedad en la que deseamos vivir.
“El día después de las PASO el Gobierno devaluó sin plan ni credibilidad; luego quiso paliar los efectos con medidas que trajeron confusión”
La pregunta fundamental es si deseamos vivir en un lugar en el cual necesitamos permiso del Estado para realizar actividades cotidianas, como importar o exportar, o en el cual enfrentamos 27 trámites mensuales con la Inspección General de Justicia (IGJ) y 135 con la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP), en el cual debemos invertir dos días para verificar un automóvil, donde los trámites para emprender son intolerables –y más aún si queremos dejar de hacerlos–, e incluso donde se nos dice cuándo pagarle a un proveedor extranjero o cuánto pagarle a un empleado.
La mayoría preferimos un Estado que asegure buena salud, seguridad, educación y justicia, pero no queremos que invada nuestra vida constantemente, incluso cuando ni nos está brindando esos servicios esenciales.
Desde mi óptica como analista económico y financiero, creo que la Argentina, en lugar de debatir blanqueos o repatriación de capitales, subsidios o dádivas, debe concentrarse en la repatriación de los talentos perdidos, en atraer a nuestros recursos humanos.
El gran hacedor Héctor Masoero escribió El país de los padres huérfanos, donde concluía que “los hijos se van, sufren los padres, pero también el país sufre con el éxodo de los jóvenes migrantes”. Y concluía que “en términos de valor económico, el potencial de riqueza económica que se pierde es significativo”
Calculan que, por día, más de 250 jóvenes, de buen nivel educativo, buen manejo de idiomas y muy buenas aptitudes para desarrollar con éxito una carrera, abandonan la Argentina.
“Hay muchas cuestiones a las que podemos anclarnos para no bajar los brazos y para tomar este presente como un punto de inflexión”
Podemos ofrecer una nación donde la ecuación integrada por un bajo costo de vida en términos globales, una ubicación alejada de las zonas de conflicto, un buen clima, la falta de problemas étnicos, la posibilidad de obtener ingresos globales, puede ser un gran atractivo.
Tenemos que centralizarnos en trabajar mucho en lo que nos falta, es decir, en aquello que constituye el principal motivo por lo que se van: la falta de seguridad jurídica y, sobre todo, la falta de seguridad física. Sin seguridad jurídica no hay inversiones, pero sin seguridad física no hay inversores.
Necesito repetirlo, sin seguridad física se van los inversores, los profesionales, los estudiantes, en fin, los que pueden.
Una odisea
Para retomar esta idea encontré una historia fascinante contada por un físico, un profesor universitario de renombre. Le ofrecieron 50 dólares para dar una charla en una universidad pública. Su respuesta es reveladora. Aunque el dinero no era su motivación, conocía demasiado bien la burocracia estatal. Dijo: “Me encantaría dar la charla, pero tengo una única condición: no quiero firmar más de diez veces, incluyendo el endoso del cheque. Planeo donar el dinero a una fundación”. El hombre que lo contrató rio, pensando que diez firmas eran una exageración, y pactaron el acuerdo.
Sin embargo, este pacto marcó el inicio de una odisea.
El físico se encontró envuelto en una serie interminable de firmas. Desde declaraciones de respeto al gobierno, hasta exoneraciones de responsabilidad por cualquier incidente durante su viaje hacia la universidad. Cada detalle requería una firma: garantizar que su material no era una copia, permitir la grabación y la difusión de la charla, confirmar que estaba adecuadamente empleado como profesor universitario. Cada firma añadió una capa más de burocracia. A pesar de su intención de no exceder las diez firmas, se vio obligado a estampar su firma exactamente nueve veces. Solo faltaba el endoso del cheque.
Después de dar la charla, el hombre volvió con el cheque, notablemente nervioso. No podía entregárselo, a menos que el físico firmara un documento declarando que efectivamente había dado la charla. La respuesta del físico fue clara: “Si firmo ese documento, no podrá firmar el cheque. Usted estuvo presente, escuchó la conferencia. ¿Por qué no firma usted?”.
El físico mantuvo su postura: un acuerdo es un acuerdo, y se mantuvo firme en su decisión de no firmar más declaraciones.
Resultado: no se pudo liquidar la operación y la fundación se quedó sin su donación.
Hablando de obligaciones, la mía aquí es interpelarlos en sus decisiones financieras. Actualmente, los inversores no cuestionan nuestra capacidad de cambio, sino nuestra voluntad de cambiar. Han transformado su perspectiva de “pagar para ver” en “ver para pagar”, lo que se refleja en su tendencia a dolarizar sus inversiones.
Mi analogía preferida para esta situación es que tenemos tres opciones de viaje: todos concuerdan en la dirección (ya no discutimos el capitalismo o el valor de la propiedad privada).
Incluso todos coinciden en que no podemos seguir con este déficit fiscal y estos niveles de emisión monetaria. Sin embargo, el debate se centra en la velocidad y la metodología: a 180 kilómetros por hora, destruyendo el camino, para evitar volver; a 120 kilómetros por hora, respetando las reglas, pero rozando los límites permitidos; a 80 kilómetros por hora, pero con una mochila en el baúl, ya que algunos pasajeros no están dispuestos a ese viaje y no respetan la propiedad privada.
La buena noticia es que la mayoría está abierta al cambio. La mala noticia es que no estamos seguros de cómo se implementará ese cambio. Independientemente de quién gane, parece inevitable un ajuste en la distorsión de los precios relativos: las tarifas, el tipo de cambio y los salarios. Sin embargo, hemos aprendido que, si se hace incorrectamente, el impacto puede ser desastroso.
La historia financiera de nuestro país refleja un patrón cíclico. Las cosas siempre terminan valiendo lo que deben valer.
De un extremo al otro
Tenemos un comportamiento pendular. ¿Es esto nuevo? No. Siempre hemos sido así.
En 1975 alcanzamos el mayor valor del dólar en la historia argentina. Un año después comenzó el período de “plata dulce” y en 1979 el dólar alcanzó su valor más bajo en la historia del país. En tres años fuimos de un extremo al otro.
En 1982 hubo otro pico del dólar. Tres años después llegó el plan austral y un austral valía más que un dólar. Otra vez fuimos de un extremo al otro.
En 1989 ocurrió la segunda devaluación más alta de la historia. En 1991 tuvimos el segundo dólar más barato, con la implementación del plan de convertibilidad. Esa vez solo pasaron dos años.
En el verano de 2002, caída la convertibilidad, el dólar se fue de 1 a 4 pesos y luego estuvo varios años por debajo de 3 pesos.
Y ahora, más de lo mismo, aunque quizás algo más cansados, sabemos que estamos mal, muy mal, pero todavía estamos para darnos cuenta de que los precios de los activos argentinos muestran un nuevo punto de inflexión.
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