¿Está perdiendo el consumo su poder ansiolítico?
Igual que en los ‘90 y en la crisis post 2001, la sociedad recuperó el humor a través del consumo; hoy los indicadores muestran crecimiento de esas variables, pero cunde el pesimismo; ¿qué cambió?
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Basta recorrer un fin de semana las principales autopistas para comprobar que la gente “se está moviendo”. Al hablar con varios empresarios, más allá de las múltiples preocupaciones que los abordan, dicen mayoritariamente que “las ventas se mueven”. El próximo fin de semana no solo habrá turismo, habrá éxodo. Será una Semana Santa con “movimiento de verano”.
Ya comparando contra 2021 y no contra el fatídico 2020 de la pandemia + cuarentena, en enero la economía creció 5,4%; las ventas en shoppings, +23%, y hubo un boom, evidente a la vista, en restaurantes y hoteles: +51%. En febrero la construcción creció 8,6% y la industria, 8,7%. Todo según el Indec. Los indicadores de Scentia también muestran que “el consumo se mueve”: en el primer bimestre farmacias subió 20,5%; autoservicios de barrio, +13,6%, y supermercados de barrio, +2,6%. Vender se vende. Negocios hay. El dinero “se mueve”. Sin embargo, tanto nuestros relevamientos cualitativos como la gran mayoría de las encuestas de opinión pública registran valores alarmantes de mal humor social. Algo no cierra. O, lo que podría ser mucho más relevante, algo está cambiando.
La sociedad argentina de la poscrisis 2001/2002 fue esencialmente posmoderna. La filosofía del carpe diem, o vivir el hoy, comenzó globalmente en los años 80 de la mano del hiperconsumo y el auge de la tecnología. Aquí llegó en los 90, cuando finalmente para una parte de los argentinos el mito fundante del “país rico” dejó de ser una entelequia para transformarse en un hecho tangible. Las puertas del mundo se abrían de par en par. Y además ese mundo venía a la Argentina. Se amontonaban en Ezeiza desde los Rolling Stones, Madonna, Michael Jackson y Prince hasta los Guns N’ Roses, Bon Jovi, Sting, David Bowie y Paul McCartney, por citar solo algunos.
Si la posmodernidad trajo un mandato, ese fue sin dudarlo el de “ser feliz”. Una felicidad propia, personal, individual. Hay que disfrutar el presente porque “no hay futuro”. La filosofía posmoderna es propia de la era de la abundancia hija de la posguerra. El remedio para sanar tanto dolor se encontró en el hedonismo, el ocio y el entretenimiento, que fueron no solo reivindicados, sino también resignificados. Dejaron de ser un lastre para transformarse en un paliativo que lograra mitigar la angustia existencial.
El consumo trascendió el ámbito comercial para adquirir un rol social: se transformó en un poderoso ansiolítico.
Habiendo probado esas mieles durante ocho años, cruzar el oscuro túnel recesivo que comenzó en 1998 y se extendió hasta finales de 2002, con la ruptura del hechizo mágico del 1 a 1 mediante, fue un profundo golpe a la autoestima de nuestra sociedad. Para una construcción colectiva cuyo modelo arquetípico es la clase media, el proceso de movilidad social descendente que se vivió en aquellos eternos cinco años fue una herida narcisista muy difícil de cicatrizar.
Se aplicó la misma receta que mostraba el mundo: mitigar el dolor con la promesa sanadora del consumo. Ese fue el pacto al que adhirió mayoritariamente la sociedad devastada por la peor crisis económica de su historia. Ya lo había hecho en los 90 y lo reeditó desde 2003. Mientras la gente pudiera consumir, “sería feliz”, axioma indiscutible.
La construcción identitaria de la clase media se apoya, más de lo que se admite, en la mirada del otro. Quien está en el medio sueña hacia arriba y teme hacia abajo. Mira permanentemente hacia los costados para ubicarse en tiempo y espacio, analizando de ese modo el éxito o el fracaso de su dinámica cotidiana. No importa tanto cómo estoy, sino fundamentalmente cómo estoy con relación a la evolución de ese “otro”, que siendo una abstracción adquiere una consistencia concreta en el vecino, el compañero de trabajo, el familiar o simplemente algún conocido. En algún lugar siempre se encarna el espejo que forma y deforma. El desarrollo exponencial de internet, sumado a la irrupción de las redes sociales a mediados de aquella década, potenció el fenómeno. Ahora los parámetros que moldeaban el deseo, y por ende la exigencia, dejaban de ser locales para pasar a ser globales.
En eso estábamos, hasta que llegó la pandemia. De manera sincrónica, transversal y global todos los ciudadanos del mundo se vieron forzados a convivir durante dos años con la peor amenaza que puede tener una persona: la muerte. Salimos de ahí, y cuando creíamos que vendrían la luz y la calma, llegó la transmisión “en vivo” de las atrocidades de una guerra de final impredecible. Analizar los acontecimientos eludiendo el impacto emocional de estos hechos es, cuando menos, subestimar la complejidad de la psiquis humana.
Expectativas golpeadas
Las expectativas de corto plazo están muy golpeadas: el 63% de la población cree que la situación económica del país será peor dentro de un año y apenas el 26% cree que las cosas mejorarán. Es el peor indicador en la serie de Synopsis desde 2018. Lo que podría ser aún más grave es lo que muestra Poliarquía. Es la primera vez en 15 años, desde que miden esta variable, que los argentinos que imaginan que las cosas serán peor dentro de 3 años alcanzan el 40%. Es decir, se deterioran no solo las perspectivas de corto plazo, sino también las de largo plazo. Coincide con lo que vemos en nuestros focus groups de humor social: una sociedad de brazos caídos.
Pareceríamos estar frente a una disonancia cognitiva, dos ideas que entran en fuerte tensión y nos hacen dudar sobre lo que percibimos. Hasta acá veíamos que cuando el consumo crecía, mejoraba el humor social. Ahora no está sucediendo. ¿Por qué?
La primera explicación que encuentro me la dan los datos, y expresa la idea de la foto vs. la película. Es cierto, el consumo crece, pero ¿desde dónde? Son pocos los indicadores que pueden encontrarse hoy que estén mejores que en 2017. El PBI terminó 2021, a pesar de recuperarse 10% contra 2020, siendo 6% menor que aquel año. El consumo de carne vacuna per cápita cayó entre 2017 y 2021 un 13%, las ventas de consumo masivo bajaron 11% y las de autos, 58%. El salario formal era de 1700 dólares “blue” y hoy está cerca de los 550, es decir, menos de un tercio. Aun con la mejora de 4,7 puntos en un año, el 37,3% de pobreza del segundo semestre de 2021 es 11,6 puntos más que el 25,7% del segundo semestre 2017.
La segunda explicación, que también traen los datos, es de otro carácter. Trabaja sobre la idea de los umbrales. Para decirlo de manera simple: no es lo mismo lidiar con una inflación de 20/25% que con una de 55/60%. Entramos en una dimensión nueva, desconocida para una buena parte de la población.
Hasta aquí, podríamos decir que las respuestas al interrogante no resuelven del todo el dilema. Simplemente lo explican desde su propia lógica y desmienten la disonancia cognitiva. No es que la mejora del consumo dejó de ser efectiva para alegrar a la población, sino que la dosis del ansiolítico está resultando demasiado escasa.
He comenzado a preguntarme si no hay algo más. Imaginemos que nos invitan a un crucero all inclusive. Todo es diversión, confort y placer. Y además “luce gratis”, porque en ese momento no hay que desembolsar dinero. De pronto el capitán anuncia que el sistema satelital está fallando, el GPS funciona mal, no hay puerto donde se le permita amarrar y que el mar estará picado. Podemos seguir “moviéndonos”, no hay impedimentos en ese sentido. La piscina está abierta y en el bar hay tragos. De hecho, es muy probable que lo hagamos. Al menos nos permitiría distraernos y no pensar demasiado. La pulsera que habilita los consumos todavía funciona, salvo que se corte la luz.
Frente a la total incertidumbre del destino, ¿es posible seguir disfrutando el tránsito del viaje? ¿O brotará la angustia y ya no habrá ansiolítico que logre calmarla?
En la salida de la pandemia, como era previsible, experimentamos “la revancha de la vida”. Fuimos más posmodernos que nunca. Solo queríamos vivir el hoy a cualquier precio. ¿Será que ahora que nos vamos alejando de ese momento de euforia un tanto impostada nos están invadiendo otras sensaciones? ¿Podría estar ocurriendo que al “volver” nos damos cuenta de que ya no somos los mismos? ¿Estaremos asistiendo a un cambio de época ya no económico o político, sino humano? ¿Habrá quedado jaqueado el carpe diem por el impacto psicológico de la pandemia? ¿Será el consumo una condición necesaria, pero ya no suficiente? ¿Estaremos perdiendo la inocencia de creer que para encontrar el sentido de la vida nos alcanza con el puro presente? ¿Se estará reconfigurando el pacto que está dispuesta a suscribir nuestra sociedad con su clase dirigente?
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