Esa clase social aparte, los ricos
Los muy ricos, según la célebre definición que dio de ellos F. Scott Fitzgerald, "son diferentes de ti y de mí". Su riqueza los hace "cínicos, mientras que nosotros somos confiados", y les hace pensar que "son mejores que nosotros". Si estas palabras parecen ciertas en la actualidad, tal vez sea porque, cuando se escribieron, en 1926, la desigualdad en los Estados Unidos había alcanzado niveles comparables a los de ahora.
Entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y la década de 1980, la desigualdad en los países avanzados fue moderada. El desfase entre los más ricos y el resto de la sociedad parecía menos colosal, no sólo en cuanto a renta y riqueza, sino también en cuanto a apegos y propósito social. Los ricos tenían más dinero, pero en cierto modo parecían parte de la misma sociedad que los pobres y reconocían que compartían un destino común.
Como señala Mark Mizruchi, de la Universidad de Michigan, en un libro reciente, la minoría empresarial selecta americana de la posguerra tenía "una ética de la responsabilidad cívica y un interés personal ilustrado". Cooperaban con los sindicatos y eran partidarios de un papel fuerte del Estado en la reglamentación y estabilización de los mercados. Entendían la necesidad de los impuestos para sufragar importantes bienes públicos, como las autopistas interestatales y las redes de seguridad para pobres y ancianos.
En esa época, las minorías selectas no eran menos poderosas políticamente, pero con su influencia sacaban adelante un programa que redundaba en provecho del país.
En cambio, los más ricos actuales son unos "magnates quejicas", por usar el evocador término de James Surowiecki. El ejemplo mejor para Surowiecki es Stephen Schwarzman, presidente y director gerente de la sociedad privada de inversión Blackstone Group, cuya riqueza supera los US$ 10.000 millones.
Schwarzman se comporta como si "estuviera acosado por un Estado entrometido y exagerado con los impuestos y un pueblo llorón y envidioso". Ha señalado que "podría estar bien aumentar los impuestos sobre la renta a los pobres para que «se arriesguen más» y que las propuestas de revocar los resquicios legales para no pagar impuestos por el interés devengado eran "semejantes a la invasión de Polonia por Alemania". Otros ejemplos de Surowiecki: "Los inversores de capital de riesgo Tom Perkins y Kenneth Langone, cofundador de Home Depot, compararon los ataques populistas a los adinerados con los ataques de los nazis a los judíos".
Surowiecki cree que el cambio de actitudes tiene mucho que ver con la mundialización. Ahora los grandes bancos y empresas americanos recorren el planeta libremente y ya no dependen del consumidor de los EE.UU. La salud de la clase media americana tiene poco interés para ellos. Pero si los magnates empresarios creen que ya no necesitan a sus gobiernos, cometen un error tremendo. La estabilidad y la apertura de los mercados que producen su riqueza nunca dependieron tanto del Estado. En tiempos de relativa calma, el papel de los gobiernos en la formulación y control de las normas sobre los mercados puede quedar oscurecido.
Pero cuando se acumulan nubarrones, todos buscan cobijo en su gobierno. Entonces es cuando se revelan los vínculos que unen a las grandes empresas con su país. Como el ex gobernador del banco de Inglaterra Mervyn King dijo acertadamente: "Los bancos de carácter mundial lo son cuando les va bien, pero son nacionales cuando están moribundos".
Piénsese en cómo intervino el gobierno de los EE.UU. para garantizar la estabilidad financiera y económica en la crisis financiera mundial del período 2008-2009. Si el Gobierno no hubiera rescatado a los grandes bancos, a la gigantesca aseguradora AIG y a la industria automotriz, y si la Reserva Federal no hubiese inundado la economía con liquidez, los más ricos habrían recibido un golpe muy duro.
Incluso en tiempos normales, los ricos dependen del apoyo y las medidas estatales. Ha sido en gran medida el Estado el que financió la investigación central que produjo la revolución de la tecnología de la información y las empresas que han surgido gracias a ella. Es el Estado el que promulga la legislación sobre derechos de autor, patentes y marcas comerciales. Es el Estado el que subvenciona las instituciones de enseñanza superior que capacitan a la fuerza laboral especializada. Y el que negocia los acuerdos para que las empresas accedan a mercados extranjeros.
Si los más ricos creen que ya no son parte de la sociedad y no necesitan demasiado al Estado, no es porque eso corresponda a la realidad, sino porque el argumento prevaleciente presenta los mercados como entidades autónomas que dependen de sus recursos.
No hay razones para esperar que los más ricos se muestren menos egoístas que cualquier otro grupo, pero no es tanto su propio interés personal lo que obstaculiza una mayor igualdad social. El obstáculo mayor es el de no reconocer que los mercados no pueden producir prosperidad por mucho tiempo –y para todos – si no están respaldados por sociedades sanas y una buena gestión.
El autor es profesor de Ciencias Sociales en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton
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