Entender al que vive de un salario, la utopía de la dirigencia
Cualquier integrante de clase media que se topa todos los meses con aumentos sabe que salir a comer afuera con toda la familia se vuelve a veces un problema, más allá de lo que diga el presidente
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Pablo Gerchunoff, economista e historiador, acaba de sorprender con un elogio a un período del que fue muy crítico: el de los 90. “Creo que hoy puedo entender el experimento de Menem mejor de lo que lo entendía en su momento”, le dijo a la periodista Luciana Vázquez. Lo que describe Gerchunoff les pasa últimamente a otros analistas y podría entenderse desde la lógica del retroceso argentino: lo que entonces parecía obvio y parte del paisaje, la estabilidad, es ahora añorado en la medida en que se cae en la cuenta de lo que cuesta conseguirlo.
Este ejercicio de la nostalgia le da al mismo tiempo dimensión a la pelea contra la inflación. Al contrario de lo que suponía Macri antes de ser presidente, erradicarla no resulta tan sencillo y, mientras se van aplacando las pasiones, cobra volumen aquel logro de Cavallo.
La inflación ha vuelto a ser el principal problema económico de la Argentina, y así lo indican los sondeos de opinión. Sin embargo, no siempre encabeza la lista de obsesiones de quienes deberían resolverla. Tal vez por el modo en que entiende en estos tiempos el poder: la solución de fondo, bajar el gasto público y la emisión monetaria, resulta piantavotos. Con elecciones cada dos años, el país entero vive en campaña electoral.
Es lo que Massa intentaba decir el martes cuando admitió, en el asado de Merlo, que ser candidato era incompatible con el rol de ministro. Y lo que explica que él mismo venga insistiendo con una herramienta que en 2014, en sus tiempos de opositor, criticaba: los acuerdos de precios. A Macri le pasó algo parecido.
Es bastante curioso: casi el 100% de quienes acompañaron el viernes a Massa en el relanzamiento del plan, incluidos funcionarios y hasta el propio secretario de Comercio, no creen en la intimidad que se trate de algo eficaz. La Argentina malgasta energía, tiempo y recursos en medidas de las que no está convencida. Como si se regodeara con la ficción.
Estas dificultades conviven con otra menos constatable, pero también inherente a las elites: para quienes desde hace años viven de cargos estatales o de ingresos que dependen del erario, entender al asalariado se vuelve cada vez más difícil. Es probablemente lo que llevó al Presidente a celebrar el viernes que los clientes de los restaurantes se quejaran de tener que esperar. ¿Tuvo en cuenta Alberto Fernández que, según el Ripte, sistema que mide la remuneración promedio sujeta a aportes al sistema previsional, el salario formal neto de la Argentina apenas excede los 160.000 pesos y que, lo dice el Indec, esa cifra cae a menos de 79.000 si se incluye a los informales? Los salarios volvieron a perder en 2022 frente a la inflación.
Cualquier integrante de clase media que se topa todos los meses con aumentos en las cuotas del club, los colegios, el gimnasio o la prepaga sabe que salir a comer afuera con toda la familia se vuelve a veces un problema: ese simple gasto de una noche puede desestabilizar las cuentas de todo el mes.
Es una realidad elemental que, por lo visto, requiere esfuerzos de empatía para funcionarios que hace tiempo ni esperan mesa ni la pagan de su bolsillo. La estabilidad de los 90, ese simple punto de partida de un país con múltiples carencias sociales irresueltas, parece ahora la gran utopía: que, sin subsidios, los anhelos de la dirigencia coincidan medianamente con los de sus representados. He ahí la magnitud del retroceso.
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