En medio de la crisis, un canje para que el Presidente coseche aplausos empresarios
Pocas cosas le ganan en interés a la pandemia por el coronavirus y sus consecuencias sanitarias, económicas y sociales. Pero estas horas, a poco de conocerse si los acreedores aceptaron o no el canje de deuda, el mundo de los negocios centró la atención en las finanzas argentinas.
El desenlace del proceso que encabeza el ministro de Economía, Martín Guzmán , y que comanda el presidente Alberto Fernández, se ha vuelto determinante para el futuro de la Argentina. Y, puntualmente, de las empresas. Claro que mañana nadie en el país amanecerá distinto por haber logrado o no esquivar el default (hay tiempo hasta el 22 de mayo para definir tal cuestión), pero es necesario decir que, de mantenerse el estado de indefiniciones, serán las primeras horas de un país al que todo le costará aún más.
En la Quinta de Olivos, donde habla el poder en estos días, no hay aires de default. El Presidente ha dicho a varios de sus interlocutores que no quiere llevar a la cesación de pagos al país. Incluso ese fue uno de los temas que habló en la reunión que hace días tuvo con la vicepresidenta Cristina Kirchner. Ninguno quiere ir a la lista de países morosos. Fernández presentó una propuesta que no parece condenada al éxito tal como luce ahora, pero que quedaría muy cerca de serlo si algunos pagos se adelantan unos años. En ese caso, el acuerdo está a la vuelta de la esquina. De un lado y del otro no descartan esa opción.
Cerrar el canje y entregar certidumbre convertiría al Presidente en el dueño de un triunfo sobre el que quizá, si la salida de la pandemia es ordenada, pueda galopar toda su vida política. Él lo sabe y parece difícil que lo deje pasar. Más aún cuando el esfuerzo fiscal de una medida así no implica un desacople mayor de las finanzas públicas.
Formalmente, hoy por la noche se conocerá el porcentaje de bonistas que decidieron tomar la oferta que les hizo Guzmán. Cero peso, o dólar, hasta 2023 y, desde ahí, intereses bajos aunque crecientes. Pero, en rigor, no habrá default. Ese "día D" será el 22 de mayo, cuando a la Argentina se le termine el plazo de un mes para pagar los intereses de un bono que dejó sin abonar el 22 de abril. Empezará, entonces, momentos de idas y vueltas en las propuestas.
Durante estos días hubo una sedimentación de comunicados de apoyos a la negociación. Y, más allá de los economistas internacionales, cada una de las asociaciones empresarias locales llegó a tiempo con el suyo. Los primeros tienen sus razones en la ideología. Ajenos a las particularidades del país, varios de ellos, especialmente los de América Latina, recibieron el pedido de Marco Antonio Enríquez-Ominami, el chileno amigo del Presidente y fundador del Grupo Puebla, para que sumen su espaldarazo.
Pero para los empresarios la cosa va mucho más allá y nada tiene que ver con la ideología. Lo primero que pasaría si la Argentina entra nuevamente en default es que los activos volverían a caer de precio. Sus compañías, radicadas en el país, ya tendrían valor de dos por uno. Cualquiera que repase las valuaciones bursátiles podría ver la enorme disparidad con otras similares que están radicadas en otros países de la región. Incluso, con las que funcionan en economías más chicas. Un proceso de compra de saldos podría observarse y, de la mano de eso, más concentración. La sola condición de tener las operaciones en un país en default es una sobrecarga que las empresas pagan con menos valor de mercado y con tasas más altas.
Justamente, esta es la segunda gran consecuencia. Cuando la vida retome la senda que tuvo hasta el 18 de marzo y los negocios vuelvan a tener posibilidad de la proyección, el lugar donde se coloque el país es determinante. No habrá financiamiento para el sector privado en condiciones de default. Poner en marcha la economía será más difícil.
Pero quizá la principal consecuencia sea la amenaza para la creación de empleo y de riqueza. Los tableros de inversión internacional siempre van a encontrar territorios más fértiles para que florezcan los dólares enterrados en grandes proyectos.
Compañías con valor de mercado depreciado pueden conseguir menos crédito para la expansión. Si a eso se le suma el atributo del default del país de operación, pues parece imposible que pueda sumar financiamiento. Las casas matrices, además, tienen reglas internas donde se complican los préstamos para las filiales que desarrollan sus negocios en países con riesgos. Y en esa tabla de aceptabilidad, la cesación de pagos soberana está escrito con rojo refulgente.
Todas las empresas, a mediano plazo, serán más pequeñas, el mercado interno sufrirá y, como consecuencia, la recaudación de impuestos. A mediano plazo esto se traduce en algo demasiado tangible para los argentinos: no habrá creación de empleo.
A nivel interno, arreglar o no la deuda impacta en variables como tipo de cambio, tasa de interés o inflación. Las exportaciones, necesarias para que ingresen dólares a la economía, siempre requieren de créditos para crecer. Sera complicado que consigan tasas competitivas.
Hay una enorme diferencia con 2001. "Los bancos resistirían porque la exposición al sector público es baja y no hay descalce de monedas, los efectos sobre las exportaciones y el dólar libre en un contexto de alta inflación y elevado déficit fiscal son graves", dice un informe de Analytica.
Nada estará cerrado a la noche. Será el preludio de la negociación que seguirá. Fernández sabe que con poco compromiso fiscal para su Gobierno puede anotarse un triunfo estratégico. Los pantalones se ajustarán en unos años y solo sufrirá si tiene ínfulas reeleccionistas. Pero para entonces falta demasiado. Mientras, podrá navegar con la capa de estadista responsable. A veces la vida da oportunidades inesperadas. Y los que tienen la suerte de verlas, difícilmente las dejan pasar.