En materia fiscal, el Gobierno juega "al fleje"
Sólo puede comprenderse la política presupuestaria de la administración Macri observando dos fenómenos. El primero viene dado por la pesada herencia kirchnerista en materia de impuestos, gastos y déficit. El segundo es de carácter externo: luego de la crisis financiera de 2008, los países desarrollados han implementado políticas monetarias muy expansivas que han generado tasas de interés cercanas a cero, aumentando el financiamiento disponible para aquellos países que ofrecen una combinación atractiva en términos de riesgo y retorno en sus emisiones de deuda. A ese grupo de países entró la Argentina posdefault.
La política fiscal del kirchnerismo combinaba una carga impositiva agobiante para el sector privado y un Estado ausente en cuanto a su capacidad de brindar servicios de calidad a la población y de mejorar la infraestructura. El gasto se orientó en los últimos diez años a subsidiar el consumo de energía y el transporte y a aumentar el personal del Estado desde 2,2 millones de empleados hasta 3,6 millones. La Argentina es hoy la economía con mayor peso del gasto público con relación a su PBI de toda América latina, con la excepción de Venezuela, y a ese elefante hay que alimentarlo todos los días con impuestos, deuda o inflación.
El fetiche del desendeudamiento, las excentricidades y el aislamiento internacional llevaron a que durante el kirchnerismo la Argentina cubriese el déficit emitiendo dinero y generando inflación.
El proyecto de ley de presupuesto para 2017 debe leerse a la luz de los dos fenómenos mencionados: herencia y capacidad de endeudarse. El legado previo implica que los impuestos deben bajar, que el gasto público debe cambiar su composición, migrando desde el subsidio que sólo emparchaba hacia la generación de precios de equilibrio que incentiven la producción de energía y a un aumento del gasto en infraestructura.
En ese proceso, el Gobierno ha decidido sacrificar el ritmo de la disminución del déficit fiscal aprovechando su capacidad transitoria de endeudarse. El traspié en la eliminación de subsidios al gas ha determinado en buena medida esa elección.
Así, el déficit fiscal antes de intereses (llamado primario) subiría en 2016 hasta un 4,8% del PBI, desde un 4% observado en 2015, y según el presupuesto bajaría a un 4,2% en 2017. Ese objetivo implica abandonar la meta de reducción del déficit anunciada en enero por el ministro Alfonso Prat-Gay, que lo ubicaba en 3,3%, para luego ir bajándolo a 1,8% en 2018 y a 0,3% en 2019. El presupuesto enviado al Congreso no sólo aumenta la meta de déficit primario de 2017, sino que además prescinde de fijar un sendero para los años subsiguientes.
Los déficits fiscales no son malos en sí mismos. Depende de para qué se los usa y cómo se los financia. La relación automática entre déficit e inflación es un mito urbano. Si esa relación causal inmediata existiera, sería imposible explicar la convivencia de enormes déficits fiscales y deflación observados en Estados Unidos y en Europa en los años posteriores a la crisis de 2008/2009. Pero la capacidad de financiar los déficits con deuda en vez de con emisión monetaria en aquellos países es mucho mayor que la que disponen los emergentes como la Argentina, cuyo historial crediticio es un poco menos virtuoso.
En la Argentina, la capacidad de financiamiento del déficit mediante endeudamiento no es ilimitada. En 2016, el gobierno nacional ha colocado deuda en los mercados internacionales por el equivalente a US$ 20.000 millones. Si sumamos además los US$ 6000 millones emitidos por las provincias, el país ha explicado el 58% de las emisiones efectuadas por los países de América latina este año, aun cuando su peso en el PBI regional no supera el 11%.
El enorme peso en las emisiones de este año sólo ha sido posible por el efecto del bajo endeudamiento inicial, pero desde 2017 en adelante la Argentina no podrá repetir ese desempeño en su participación en el mercado de deuda.
El riesgo de la continuidad de la política fiscal expansiva es que las condiciones internacionales cambien y que la Argentina se vea forzada a hacer un ajuste fiscal desordenado ante un mercado que ya no pueda absorber la gran cantidad de deuda que el país debe emitir cada año. La alternativa sería convalidar tasas de interés muy altas que derrumben la capacidad de crecer o volver a emitir dinero y abandonar las pretensiones de reducción de la inflación. Otra opción sería volver con la cabeza gacha a pedirle dinero al FMI, con las consiguientes consecuencias políticas que ello podría generar.
El otro riesgo de mantener por mucho tiempo un déficit demasiado elevado es que la Argentina deje de ser percibida como una economía solvente, lo que también dificultaría su acceso al mercado de deuda. A fines de este año, la deuda del país con el sector privado se situará en 25% del PBI, y ese nivel continuará subiendo hasta estabilizarse en 33% en 2019, si la Argentina llega a ese año con un déficit primario de 2% y un crecimiento promedio anual de 3%. Pero si la economía no crece y si el tipo de cambio se depreciara por algún evento inesperado, la deuda podría trepar a 40% del PBI rápidamente.
Convivirían entonces la herencia de un Estado muy difícil de financiar, habiendo perdido además la ventaja del bajo endeudamiento. Bajo la influencia de un fin de semana de Copa Davis, podría decirse que en materia fiscal el Gobierno ha decidido jugar "al fleje". Puede salir bien (esperemos), pero no deja de ser arriesgado. ¡Mucha suerte!