En busca de las mejores olas para surfear encontraron el negocio que acrecentó su amistad
En Trelew , cuando Martín Moroni cumplió 17 años, supo que de buscar una ciudad para continuar sus estudios debía tener mar. Fue así que su pasión por el surf lo llevaría de la Patagonia a Mar del Plata para estudiar Diseño Industrial.
Ya recibido, con su amigo de la primaria, Eduardo Ruffa, ya médico también, elucubraban posibles emprendimientos que casi siempre quedaban en la nada.
Un día, recordó esas tardes de surf en el sur, donde la búsqueda de olas lo llevó a conocer Cabo Raso , un poblado desierto a 150 kilómetros de Trelew, con difícil acceso, pero con buenas olas y en el que en momentos de ocio pasaba el tiempo recolectando cristales de sal que se formaban en los charcos entre las rocas. Les pareció una buena opción de proyecto.
Buscaron direcciones en los frascos de las especies y condimentos comerciales y les escribieron contándoles "que eran productores de sal marina". De todos a los que escribieron, solo uno respondió interesado y les pidió un kilo de muestra para la semana siguiente.
Urgente se tomaron un avión al sur. Compraron unos bidones y fueron hasta Cabo Raso . Se pasaron una tarde entera tratando de sacar del mar unos 360 litros de agua.
Llenaron con el agua marina asaderas de horno que ocupaban las cuatro hornallas de la cocina que durante 24 horas permanecieron prendidas. "Hasta que por fin se logró evaporar y poco a poco empezaron a formarse los cristales. Juntamos casi un kilo de sal marina (mojado)", recuerda a LA NACION Moroni, de 42 años.
Armaron un paquete y se lo acercaron al empresario, que quedó conforme y les pidió una primera entrega de 800 kilos para la semana entrante. "¿Qué?, dijimos. ¡¿Ochocientos kilos para dentro de siete días?!", cuenta entre risas.
Con el tiempo pisándoles los talones, decidieron hacer una planta a cielo abierto en el patio del suegro de Ruffa con tablas de madera y plásticos de invernadero, buscando emular lo mismo que pasaba en la naturaleza. Pero cuando terminaron la obra se dieron cuenta que el paredón de la casa vecina impedía que el sol dé de lleno y ayude al proceso de evaporación.
Viraron sobre la marcha, porque el producto debía salir y como la primera vez, el fuego sería la alternativa. Mandaron a fabricar unas bateas de acero inoxidable y unas hornallas a gas.
Fue así que en el año 2008 nació Sal de Aquí, un emprendimiento de dos matrimonios de amigos: Ruffa, Moroni y sus mujeres Verónica y Natalia.
Cuando todo iba viento en popa y la producción, a pesar de las dificultades, comenzaba fluir, su único comprador decidió dejar de serlo.
Era barajar y dar de nuevo. Apuntar a un mercado desconocido con un producto nuevo. Lo primero que debían hacer era modificar el código alimentario para incorporar a la sal marina que no figuraba como alimento. Dos años de gastos y abogados les llevaría incluirla. "Obtuvimos el permiso para hacer sal marina y ahí nomás hicimos una planta con la autorización de bromatología", indica.
Frascos en mano, el incipiente empresario salió, cual vendedor ambulante, a recorrer distintos restaurantes de Buenos Aires en busca de difundir su producto y colocarlo.
"El mundo de la gastronomía fue el que nos abrió las puertas para crecer. Restaurante por restaurante, iba y le contaba lo que hacía. De a poco las cosas comenzaron a salir", recuerda.
Después de ese derrotero, debieron recalcular nuevamente. Los altos costos para producir los cristales de sal marina, llevaron a los jóvenes patagónicos a hacer mercaderías más rentables, como salmueras, que sostengan al producto estrella.
A las láminas de sal marina natural, se sumaron las ahumadas y saborizadas: con tomillo de la meseta patagónica, con sabor a salicornia de la costa (una especie de espárrago de mar, muy cotizado en Francia) y a merken ahumado de la cordillera (especie mapuche).
Venden la mayor parte de su producción en el mercado interno. El precio al público ronda los $250 el frasco de 70 gramos de cristales de sal. El año pasado, solo exportaron a Estados Unidos un pallet de 300 kilos y este año puede que exporten dos más.
Hoy los cuatro socios enfrentan un nuevo desafío. En la Península de Valdés, protegida por la Unesco, hay un enorme espacio de salinas, a 40 metros por debajo del nivel del mar y con más de seis kilómetros de diámetro. El proyecto que persiguen, llamado Plan de manejo de Península de Valdés, es sacar sal que quedó acopiada al costado de la salina, a cambio de realizar una limpieza de la actividad industrial preexistente del lugar.
"Por un lado es devolver al entorno su aspecto inicial. Para nosotros es manejar otro volumen: el primer acopio es de 15.000 toneladas y se comercializará como sal marina entrefina", afirma. Agrega: "Es un gran salto para nosotros, nos posiciona en otro lugar y permite que los cristales se tornen más económicos".
A un mes del invierno, el frío en el sur se siente y con los años Moroni se volvió selectivo a la hora de buscar olas para surfear. Sin embargo, sus citas con el mar siguen intactas, a las que también ahora se sumó Violeta, su hija.
Reflexivo y mirando hacia atrás, concluye: "Fuimos inconscientes, pero tenaces. Sal de Aquí es como somos los cuatro. Nos da orgullo el proyecto que armamos. A futuro, nos vemos cumpliendo el sueño de hacer la mejor sal marina de la Patagonia ".
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