El 16,3% de las ocupaciones existentes tiene alto riesgo de automatización en la Argentina, según un reciente estudio; los sectores de ingresos más bajos se verían más perjudicados, aunque con los avances de la inteligencia artificial esa tendencia está bajo revisión
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“Decime, papá, ¿existe el año que viene?”, le pregunta la inquieta y siempre vigente Mafalda a su padre, que, con un gesto serio, no disimula su desconcierto por lo que acaba de escuchar. “¡El año que viene! ¿Existe realmente? ¿O será una de las tantas cosas que se dice que vienen y luego no vienen? ¿Eh?”, insiste la niña en la escena familiar que muestra una tira de la historieta de Quino.
Las preguntas sobre el futuro son una constante de la humanidad. Y hay momentos en los que, de manera especial, surgen inquietudes centradas en el mundo del trabajo. Desde hace un tiempo, se extienden las investigaciones que intentan cuantificar el efecto que, a una o dos décadas de distancia (quizá más, quizá menos), tendrán las crecientes y cada vez más aceleradas innovaciones tecnológicas en la cantidad de empleos. ¿Deberán resignarse cada vez más puestos a causa de las transformaciones? ¿En qué medida otras nuevas ocupaciones laborales compensarán esa pérdida? ¿Se está previendo una preparación adecuada para las oportunidades que llegarán, o para un trabajo en convergencia con las máquinas?
Una de las conclusiones de no pocos analistas es que más relevante que quedarse con pronósticos numéricos, cuyo nivel de acierto depende de una serie amplia e incluso cambiante de factores, resulta analizar el impacto que la transformación deja en la estructura del mercado de trabajo (por los cambios en el tipo de perfiles requeridos) y en la distribución del ingreso de una sociedad. Aclaración: se trata del impacto que habrá y del que ya hay: suele decirse que muchos empleos del mañana hoy ni siquiera existen, pero es también cierto que, en buena medida, las actividades implicadas en los trabajos actuales no eran siquiera imaginables cuando muchos de quienes las hacen eran chicos y, eventualmente, estaban en el sistema educativo.
“La automatización será probablemente una amenaza mayor para la igualdad social que para el empleo en general”, concluye, entre otros puntos, un trabajo reciente del Centro de Estudios Distributivos, Laborales y Sociales (Cedlas), de la Universidad de La Plata. El estudio, titulado “El riesgo de la automatización en América Latina”, se propuso identificar el grado de riesgo de las ocupaciones en seis países: la Argentina, Brasil, Chile, Colombia, México y Perú.
Se llegó a dos conclusiones, porque se trabajó con dos metodologías: una de ellas es que el 16,7% de los empleos existentes tiene alto riesgo de ser reemplazado por máquinas (16,3% es el dato para la Argentina); en la otra hipótesis, el 62% de las ocupaciones (59,9% en el caso de nuestro país) tienen elementos que las harían altamente susceptibles de ser automatizadas, un índice que es mucho más elevado para posiciones como las de personal de ventas (78,5%), atención al cliente (71,6%) o asistencia en la cocina (86%).
¿Por qué la diferencia entre ambas conclusiones? En el caso de la segunda alternativa citada, el trabajo se basó en el método usado por los investigadores Carl Frey y Michael Osborne, de la Universidad de Oxford, en 2013. En su momento, la conclusión de ese estudio, respecto de que el 47% de los empleos de los Estados Unidos tenía alto riesgo de ser reemplazado en un horizonte de quizá una o dos décadas, tuvo bastante difusión, pero también, con el tiempo, hubo varias críticas, como la que advierte que la automatización de determinadas tareas atribuibles a una ocupación no es motivo suficiente para indicar que un puesto podría quedar eliminado, tal como sugería el estudio.
Por eso, según explica a LA NACION Leonardo Gasparini, director del Cedlas y uno de los autores del trabajo, otra metodología desarrollada por Melanie Arntz, del Centro Leibniz de Investigación Económica Europea, se ocupó luego de hacer un trabajo más fino para identificar qué tareas hay realmente en cada puesto. “Hay empleos que aparecían como completamente automatizables en la metodología de Frey y Osborne, que en esta otra metodología solo lo son parcialmente”, agrega el economista.
El informe del Cedlas señala que, por la estructura del mercado laboral en América Latina, el porcentaje de puestos con elevado riesgo de automatización que se obtiene sobre la base de la metodología de Arntz, es bastante más alto que el que arrojó una estimación hecha para países desarrollados (9%). Y eso se explica porque en nuestra región (para la cual se tomó información de los institutos oficiales de estadística y se la trabajó con una base de datos desarrollada por el Cedlas y el Banco Mundial) los empleos de ingresos bajos y medios tienen más peso que en las economías industrializadas. Hay que tener en cuenta también que las estimaciones incluyen tanto el trabajo formal como el informal, este último de incidencia muy significativa en los países latinoamericanos y en la Argentina en particular.
En este punto está una de las más fuertes luces de alerta: la mayor vulnerabilidad ante la automatización de tareas se da entre quienes están peor ubicados en la pirámide socioeconómica y, también, entre quienes tienen menos años de estudios. En cuanto a sectores, el riesgo es mayor en el comercio, los restaurantes y hoteles, el transporte, las comunicaciones y el servicio doméstico (frente al promedio general de 16,7%, en esos sectores el índice llega hasta el 25%). Bastante más bajo resulta el índice en tareas de enseñanza (4,4%), o en servicios sociales y de salud (7,1%).
El impacto en los ingresos
¿Qué puede implicar una mayor automatización de tareas y un mayor uso de la inteligencia artificial en materia de ingresos de una población? En primer lugar, hay una cuestión sobre la cual advierte el informe mencionado y que hace a las dificultades para establecer pronósticos: el hecho de que un puesto o varias tareas de un puesto puedan ser hechas por máquinas no quiere decir que ello vaya a pasar realmente y, en todo caso, podría ocurrir en uno o en otro plazo según el lugar que se mire (dependerá de muchos factores y de decisiones de política pública y de gestión privada).
Y, por otra parte, el desplazamiento de un trabajador de su puesto puede llevar a una de varias situaciones: que la persona vaya a la desocupación o a la inactividad, que sea reubicado en la misma empresa, en función de que se crearían nuevas oportunidades, o que encuentre otra ocupación que, probablemente, estaría en el sector informal y le aportaría ingresos más bajo e incluso más inestables. Una predominancia de la primera y de la última de las opciones llevará a un incremento de la desigualdad.
El economista Eduardo Levy Yeyati, decano de la Escuela de Gobierno de la Universidad Torcuato Di Tella y estudioso de estos temas, aclara que tiende a ser pesimista y expresa: “La incidencia en los salarios tiene que ver con qué tan sustitutiva o complementaria es la automatización respecto de lo que hace la persona; si se reemplaza a alguien por una máquina, entonces habrá una sobreoferta para esa función, porque el trabajador competirá con sus pares y con la máquina, y entonces sí habrá un efecto negativo en el salario; si se trata de gente que trabaja con una máquina y eso hace que aumente la productividad laboral, posiblemente habrá menos demanda ahí, porque se necesitarán menos trabajadores para producir lo mismo que antes; pero, a la vez, como el puesto es más productivo, los salarios deberían subir, si es que el mercado paga la productividad marginal de los factores”.
Todo ello está cruzado por otras cuestiones, advierte, como el hecho de que hay firmas tecnológicas, por ejemplo en la economía de plataformas, que se desarrollan en un marco de escasa competencia que les sea significativa y que contratan a trabajadores no sindicalizados, lo cual aporta un elemento para pensar en salarios que tienden a reducirse y en desigualdades sociales que corren el riesgo de ampliarse.
En su reciente libro Dinosaurios y Marmotas, Levy Yeyati dice que el debate sobre estos temas se profundizó en los últimos años con la aceleración de la robotización industrial y las aplicaciones de la inteligencia artificial. “Reemplazan no ya nuestro trabajo manual rutinario, sino nuestros cerebros”, plantea.
“Los nuevos artefactos inteligentes compiten hoy con el analista financiero y con el ingeniero petroquímico. En la medida en que los robots ganen flexibilidad y capacidad de aprendizaje también podrán sustituir a empleos hoy protegidos: el auto sin conductor reemplazaría al chofer; el robot, al personal de limpieza”, ejemplifica. Sobre el último punto, ya se vieron imágenes en los últimos meses de una barredora autónoma recorriendo calles finlandesas.
Requerirán que quienes los ocupen reciban una preparación especial, eso sí, pero los analistas también señalan que las propias innovaciones generarán empleos que hoy no existen, en una dinámica emparentada con las de otras épocas de cambios. Empleos que van desde los vinculados al mantenimiento de las máquinas, hasta los que implican controlar los procesos de inteligencia artificial, como los que el informe de 2019 de la Comisión Mundial sobre el Trabajo del Futuro por el centenario de la OIT señaló que deberían existir, si se pretende que el ser humano maneje al algoritmo y no el algoritmo al ser humano.
El tipo de sustitución a la que lleva la inteligencia artificial, afirma Levy Yeyati, produce lo que llama un “ahuecamiento” en la oferta de empleos de remuneraciones medias, para los cuales habría menos posibilidad de crecimiento que para los de bajos y altos ingresos, con el consecuente efecto en el deterioro de la distribución del ingreso.
Ese efecto, denominado de “polarización” por algunas investigaciones, no se demuestra en particular para el caso de América Latina, según destaca el estudio del Cedlas, que señala que en la región el riesgo sigue siendo considerablemente más alto para trabajos de baja y media calificación que implican tareas rutinarias.
Recalcular en tiempos de coronavirus
Y la pandemia y las cuarentenas, ¿cómo inciden en todo esto? “Aceleran el proceso de automatización -responde Gasparini-, porque, en el mundo, las empresas que tenían un grado de robotización avanzado son, naturalmente, las que han sufrido menos el impacto de las medidas de aislamiento, y eso incentivó a más firmas a incorporar más tecnología”.
De todas formas, esas decisiones dependen de muchos factores. Y en la Argentina, advierte el sociólogo Agustín Salvia, coordinador de la Encuesta de la Deuda Social de la UCA, “están la crisis de la actividad y los problemas como la alta carga tributaria y la falta de inversiones”. Sí existe un grado importante de digitalización, dice, en sectores como el agropecuario, que ocupan poca mano de obra.
Salvia considera que “el Estado va por detrás”, en cuanto a las acciones necesarias de cara a los desafíos planteados, pero “los fenómenos de transformación de los procesos de producción ocurren en una u otra medida en la práctica, independientemente de lo que hagan las políticas”.
Algo que se verificó en pandemia y sobre todo en las cuarentenas, según un análisis hecho por la economista Roxana Maurizio, es que, así como las empresas con mayor desarrollo tecnológico son las que más pudieron seguir operando pese a las restricciones, fueron los trabajadores con más formación y con mejores ingresos los que mayormente siguieron con sus tareas. “Los asalariados formales, de mayor nivel educativo, adultos, y que realizan tareas profesionales, técnicas, gerenciales y administrativas” son quienes han podido hacer un mayor uso de la modalidad del teletrabajo, cuenta Maurizio, investigadora del IIEP (UBA-Conicet), respecto de las conclusiones del estudio, publicado recientemente por la OIT, que incluyó a la Argentina, Brasil, Chile, Costa Rica, Perú y Uruguay.
Concretamente, en el segundo y el tercer trimestre de 2020, entre el 40 y el 60% de los asalariados con nivel educativo universitario trabajó desde sus casas, mientras que entre quienes no completaron el nivel primario los valores fueron inferiores al 4%, según consigna el informe.
Más allá de acelerar ciertos cambios tecnológicos, con limitaciones según el país y el contexto, la pandemia bien puede estar acrecentando las desigualdades sociales. No solo por los efectos heterogéneos sobre el empleo, sino también por las consecuencias en la población en edad escolar, dada la mayor incidencia que las dificultades de la falta de presencialidad tuvieron en los sectores con menores recursos. Ese impacto no tendría una reversión más o menos cercana como la de las fuentes laborales, sino que sería más persistente.
El vínculo entre años de educación y riesgo de automatización de tareas laborales aparece abordado en el trabajo del Cedlas: “La proporción de trabajos con alto riesgo es más alta para quienes tienen ciclo secundario no completo”, se concluye, a la vez que se advierte que más de un tercio de los trabajadores en América Latina se encuentra en este grupo de baja calificación. El riesgo alto de automatización alcanza su punto máximo a los 11 años de educación. Y para quienes cuentan con 17 o más años de formación, la tasa es de alrededor de 3%.
La educación, el desafío central
Es hacia la educación y hacia el enfoque de los planes de estudios donde los especialistas apuntan en primer lugar, a la hora de analizar qué hacer frente a las transformaciones del mundo del trabajo.
“No hay que pensar en la educación como más de lo mismo, más presupuesto, más computadoras, más horas en el aula o estudiando en casa -señala Levy Yeyati en su libro-. La formación requerida por las nuevas tecnologías es mucho más específica; exige una actualización de programas y formatos y, sobre todo, de los educadores”. Y agrega que, más allá de que siempre se debaten temas vinculados a los ciclos primario y secundario como herramientas para la inclusión y la movilidad social, desde el punto de vista del desarrollo económico la reforma educativa debe involucrar “fundamentalmente a la educación terciaria, sobre la que el Estado suele tener una incidencia menor”.
Gasparini aporta: “En teoría, aún hay tiempo para que muchos niños y jóvenes adquieran capacidades que les permitan en el futuro conseguir empleos en sectores más intensivos en capital humano”. Pero también señala que educar con foco en lo que viene “es una tarea inmensamente difícil, que en la Argentina no viene teniendo éxito”.
Cuando la pobreza afecta a casi la mitad de la población y cuando uno de cada dos trabajadores es informal, como ocurre en nuestro país, la vía educativa no parece una respuesta suficiente. Levy Yeyati desafía: “¿Debemos condicionar el modelo de desarrollo a los déficits de oferta laboral presente, por ejemplo, resistiendo la tercerización para preservar puestos de mala calidad y remuneración, o debemos aggiornar la oferta laboral con una reforma educativa y un mejor entrenamiento de los trabajadores activos para elevar la productividad y el salario real?” Y se responde: “Probablemente, un poco de ambas cosas”, lo que implicaría proteger el trabajo existente y, al mismo tiempo, preparar a las personas para lo que se demanda y se demandará, y estimular actividades de alta calificación.
Entre las capacidades más valoradas, pensando en el futuro, ganan relevancia algunas que no están referidas a los conocimientos duros. “Las tecnologías de la información y la comunicación eran los trabajos del futuro hace 20 años; ahora son los del presente y en el futuro pueden ser reemplazados; por eso se pone el énfasis en las competencias blandas” vinculadas con puestos “que son, en promedio, de calificación medio baja y que sufren la paradoja de ser demandadas pero mal remuneradas”, dice Levy Yeyati.
La empatía, la capacidad de escucha y de diálogo son, por ejemplo, centrales para las tareas de cuidado de personas, relacionadas con la mayor expectativa de vida y con la necesidad de que entren en juego esas cosas que, al menos por ahora, solo están en quienes tienen un corazón que late y que siente.
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