Apenas la cabeza de Luis XVI rodó por el piso el 21 de enero de 1793, un hombre salió disparado de la multitud hacia el cadalso, metió sus manos en la sangre derramada por el rey y empezó a salpicar a la gente gritando: "Jacques de Molay, tu es vengé" (en francés, "Jacques de Molay ha sido vengado". ¿A quién hacía mención aquel personaje, que algunos dicen que era un masón? Pues, al último gran maestre de la Orden de los Templarios, que murió en la hoguera por orden de Felipe IV y que, en medio de su agonía, lanzó una tremenda maldición.
Jacques de Molay nació en 1245 en Molay, una localidad del noreste de Francia , que en la Edad Media pertenecía a la región de Borgoña. Hijo de nobles de segunda categoría, desde chico evidenció que estaba para grandes cosas: salió de su lugar natal, se hizo militar, ingresó a un cuerpo de élite al que todos quería pertenecer y, por si eso fuera poco, se convirtió en la máxima autoridad de esa cofradía. Pero un día, cayó en desgracia.
Según se describe en el libro Los Templarios (editorial Vergara), de Pier Paul Read (autor del best seller ¡Viven!), Jacques era hijo de Juan de Longwy y estaba emparentado a través de su madre con la distinguida familia Rohan. "Tomó el nombre de Molay por una propiedad en la diócesis de Besançon", se especifica en esta obra.
En tiempos de las Cruzadas, comenzó a soñar, como se dijo, con lo que soñaba todo segundón de la nobleza: vestir el manto blanco con la cruz negra, que era el uniforme de Los Pobres Caballeros de Cristo, conocidos como Los Caballeros Templarios. Con apenas 20 años, en 1265, se le abrieron las puertas de esta sagrada orden, en la ciudad de Beaune. "Fue admitido por dos altos oficiales: Humberto de Pairayd, maestre de Inglaterra, y Amaury de La Roche, maestre en Francia", se relata en Los Templarios.
Así fue como este joven aventurero y ambicioso empezó a formar parte de los 20.000 hombres que habían sido aceptados en ese círculo (solo 10% eran caballeros). En su cabeza solo había una idea: llegar a lo más alto de la jerarquía.
Tal como lo describe el escritor Maurice Druon, en Los reyes malditos (editorial Vergara), el término templario evocaba de por sí en aquella época exotismo y epopeya: navíos con las velas henchidas navegando hacia el Oriente, cargas a galope en las arenas, los tesoros de Arabia, las ciudades tomadas y las gigantescas fortalezas. Todo eso enmarcado en un objetivo religioso: expulsar a los musulmanes de Tierra Santa.
Pronto, Jacques se encontró con que estaba cumpliendo su sueño: navegó mares desconocidos, combatió a los que él llamaba "infieles", vivió en grandes fortalezas, marchó orgulloso por ciudades tomadas y escaló uno a uno los distintos escalones jerárquicos de la Orden del Temple. Hasta que un día de 1293, a sus 48 años, sus hermanos lo eligieron para desempeñar la suprema función de gran maestre de Francia y de Ultramar.
Bajo su dirección, los Templarios conservaron su poder, amasaron fortunas y se convirtieron prácticamente en amos y señores de Francia y gran parte de Europa. Entre 1293 y 1305, Molay impulsó múltiples expediciones contra los musulmanes y logró entrar en Jerusalén en 1298, derrotando al Sultán de Egipto, Malej Nacer.
A sus 60 años, Jacques de Molay estaba realizado. Se había convertido en el gran reformador de la Orden del Temple, había acumulado un poder solo superado por el del rey o el Papa, y tenía asegurado un lugar en la historia grande de las Cruzadas. Estaba tocando el Cielo con las manos. Pero... siempre hay "un pincelazo" que lo arruina todo.
En la madrugada del viernes 13 de octubre de 1307, el rey Felipe IV de Francia, conocido como Felipe el Hermoso, mediante una gigantesca operación largamente preparada, hizo detener a todos los templarios de Francia. Los acusaba de herejía, en nombre de la Santa Inquisición. Un tal Guillermo de Nogaret, en persona, fue el encargado de apresar a Jacques en la propia sede de la Orden.
En esa terrible madrugada de 1307 se originó la superstición de que el viernes 13 trae mala suerte, algo que, al menos para Molay y otros miles de Templarios, se convirtió en realidad. Tal como recuerda Agustín Saade, profesor de Historia de la Universidad de Buenos Aires, Jacques fue encarcelado en la Torre del Temple, justamente donde unos siglos después estaría encerrado Luis XVI, que solo saldría de allí para ser guillotinado.
El tortuoso proceso de interrogatorio y juzgamiento duró siete años, en los que Jacques fue torturado y obligado a confesar lo que sus acusadores querían: herejía, sodomía, sacrilegio a la cruz y adoración a ídolos paganos. En Los Templarios se cuenta que, según los fiscales capetianos, la Orden del Temple, se entregaba a la adoración y al servicio del Diablo. A cada nuevo recluta, en su iniciación, "se le ordenaba negar a Cristo y escupir, pisotear una imagen de Cristo en la cruz u orinar en ella".
Al final, el propio Felipe IV, en confabulación con el Papa Clemente V, condenó a Molay a morir quemado en la hoguera. Así, el 18 de marzo de 1314, el último gran maestre se extinguió entre las llamas frente a la catedral de Notre Dame. Pero antes de apagarse para siempre, alcanzó a gritar: "¡Papa Clemente! ¡Caballero Guillermo! ¡Rey Felipe! Antes de un año yo os emplazo para que comparezcáis ante el Tribunal de Dios, para recibir su justo castigo. ¡Malditos, malditos! Malditos hasta la decimotercera generación de vuestro linaje".
Efectivamente, antes de un año el Papa, Felipe el Hermoso y Guillermo de Nogaret estaban muertos. No solo eso. Los tres hijos varones del rey también fueron muriendo y se extinguió así la dinastía de los Capetos, que había gobernado Francia por 300 años. El resto de la maldición también se fue cumpliendo, tal como quedó narrado en los siete volúmenes de Los reyes malditos.
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