José Guadalupe Posada murió tan pobre como había llegado al mundo. Sus ilustraciones, que años después se convertirían en un símbolo de México, estaban en todos los hogares y llenaban las páginas de los periódicos; pero la muerte de su único hijo, el misterioso destino de su esposa y la llegada de la revolución lo empujaron a la bebida y lo arrastraron hacia la ruina.
José Guadalupe Posada Aguilar, tal su nombre completo, había nacido el 2 de febrero de 1852, en Aguascalientes, capital del estado del mismo nombre, en el centro de México. Hijo de un panadero y de un ama de casa, se crió en la pobreza en el barrio de San Marcos, junto con cinco hermanos.
No pudo ir al colegio por lo que aprendió a leer y a escribir gracias a su hermano mayor, Cirilo, que era maestro. Desde muy chico demostró tener dotes artísticas, por lo que al ver su gran habilidad para dibujar su hermano lo inscribió en la Academia Municipal de Dibujo de Aguascalientes.
El historiador y escritor mexicano Agustín Sánchez González, el hombre que más sabe sobre Posada, destaca que desde muy chico fue una persona con una enorme lucidez y que, más allá de que tuvo cierta educación formal en dibujo, fue por sobre todas las cosas un autodidacta. "Es más, mientras el profesor atendía a un grupo, él entretenía al resto de los alumnos con sus ilustraciones", comenta el especialista.
A los 19 años, comenzó a trabajar como aprendiz de José Trinidad Pedroza, donde aprendió el arte de la litografía y en pocos años se convirtió en una pieza fundamental de ese taller. Se destacó pronto como caricaturista político y comenzó a ilustrar para el periódico el Jicote; pero, al morir su padre, decidió acompañar a su editor a la vecina ciudad de León, en Guanajuato, donde había mayor campo de acción para una imprenta.
Allí, en una ciudad más grande y más industrializada, trabajó un tiempo con el dueño de la imprenta que también se había mudado desde Aguascalientes, pero luego ya abrió su propio taller. Fue también en León donde conoció a su futura esposa, María de Jesús Vela, con quien tuvo a su único hijo, Juan Sabino.
Aunque era autodidacta, gracias a su extraordinaria calidad, se lo invitó a ser profesor de litografía en la escuela secundaria. Pronto se alejó de la sátira política y se enfocó en un retrato más costumbrista y comercial. Las cosas marchaban de maravillas hasta que, en 1888, una inundación destruyó su taller y tuvo que mudarse nuevamente, esta vez a Ciudad de México.
Llegó a la capital invitado por Ireneo Paz, abuelo del poeta Octavio Paz, que sería años más tarde reconocido con el Premio Nobel de Literatura. Las obras de Posada se vendían como pan caliente, porque era una época en la que buena parte de la población mexicana no sabía leer ni escribir, por lo cual, sus ilustraciones expresivas eran inigualables a la hora de atraer la atención de la gente. "Él no se sentía artista, era más un artesano que hacía trabajos para quien se lo pidiera. Era lo que hoy se llamaría un free lance", comenta Sánchez González.
Hizo más de 10.000 ilustraciones en toda su vida, pero su sello distintivo fueron las famosas calaveras, que hoy son un ícono del dibujo mexicano en el mundo entero. Tal como explica Sánchez González, "Don Lupe" solo las dibujaba el día de los Santos Difuntos y no las hacía para plasmar la solemnidad de la muerte, sino que eran figuras llenas de vitalidad, que bailaban, jugaban, andaban en bicicleta, montaban a caballo y se reunían en fiestas.
Sánchez González precisa que las calaveras no son ni siquiera el 1% de su obra, pero que son ellas las que lo hicieron destacar y las que se convirtieron en un símbolo de México en todo el mundo. "Muchos han relacionado las calaveras con lo prehispánico, pero la influencia de Posada viene más por el lado medieval y por la parte de los autores europeos vinculados a la Iglesia. Tiene más de Pieter Brueghel?, llamado el Viejo, de Goya o de El Bosco, que de lo prehispánico", explica el especialista.
En un momento, llegó a trabajar con el gran editor Antonio Vanegas Arroyo, para el que hizo sus ilustraciones más conocidas, que se siguieron comercializando hasta la segunda mitad del siglo XX. "Prácticamente no había hogar de un mexicano, pobre o rico, que no tuviera una imagen dibujada por Posada. Su obra estaba en todas las casas, porque él ilustraba juegos de mesas, cancioneros, estampas religiosas, anuncios publicitarios y, por supuesto, las noticias más importantes", detalla Sánchez González.
Aquel chico que había aprendido a leer y escribir gracias a su hermano, era ahora el mayor ilustrador de México, había dejado su sello distintivo con sus trazos y personajes, y era tan requerido que había tenido que abrir dos talleres más. Estaba en su mejor momento. Tocando el Cielo con sus manos. Pero... siempre hay un "pincelazo" que lo estropea todo.
El 18 de enero de 1900, su único hijo murió de tifus, a los 17 años. Tiempo después, también perdió a su mujer, aunque los historiadores no han podido averiguar aún si lo abandonó, murió o regresó a su ciudad natal. Esos golpes lo hundieron en la depresión e hicieron que se volcara a la bebida, aunque, como opina Sánchez González lo que más lo destruyó fue la soledad.
En medio del mal momento que atravesaba, estalló la revolución mexicana, que fue para él como el golpe de gracia: debido a la convulsión general, su trabajo empezó a escasear, se llenó de deudas y terminó en la ruina absoluta, viviendo en una pocilga en Tepito, uno de los barrios más bajos de la capital mexicana. "La revolución generó mucha desazón y una gran crisis, con carencias alimenticias y laborales. Todo esto, sumado a la soledad en la que vivía, profundizó aún más su depresión", relata Sánchez González.
Finalmente, el 20 de enero de 1913, el genial ilustrador murió solo y tan pobre como había llegado a este mundo, a punto tal que debió ser enterrado en una fosa común. Se terminó así, a los 61 años, la vida del hombre que se convirtió en inspiración para las futuras generaciones de ilustradores y pintores, entre ellos Diego Rivera, quien promovió su obra para que trascendiera las fronteras de su país.
Ocho meses después de su muerte, en noviembre de 1913, se publica su ilustración de la calavera llamada Catrina, que fue su creación más emblemática y se convirtió en un fenómeno mundial de la mano de Diego Rivera. "Esta gran obra maestra le da fama universal no solo a Posada, porque la Catrina es el símbolo mexicano por excelencia en todo el mundo y en México es el segundo símbolo en importancia, después de la Virgen de Guadalupe", concluye Sánchez González.
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