El test del malvavisco, las falsas descargas eléctricas y otros experimentos muy polémicos
Desde hace décadas hay científicos dedicados a estudiar la naturaleza humana con métodos muchas veces cuestionados; cuáles fueron las experiencias más resonantes y qué pasaría a futuro con estos estudios
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La “utilidad” es un concepto base de todo economista teórico y representa la satisfacción o el placer que se recibe por consumir un bien o un servicio. Por supuesto, el concepto opuesto es la desutilidad, que en los modelos tradicionales suele estar representada por el esfuerzo. En 1937 Edward Thorndike pensó que ya era momento de ponerle números a ese vago concepto y se decidió a medir la desutilidad que provocan el dolor, la incomodidad, las degradaciones y las frustraciones. Afortunadamente el científico no hirió a nadie, y simplemente preguntó a los sujetos cuánto estaban dispuestos a pagar para evitar estos displaceres.
Las alternativas de Thorndike eran aun así terribles: ¿cuánto recibiría a cambio de que se le extirpara un diente frontal? ¿y una oreja? ¿algunos dedos? ¿extremidades? ¿y por quedar sordo, ciego o mudo? También intentó medir la repugnancia: ¿cuánto por comerse una abeja viva? ¿un gusano de 15 centímetros ¿carne humana? Otras preguntas eran, en comparación, risueñas: ¿cuánta plata exigiría para no volverse transitoriamente loco todos los meses de julio? ¿y si tuviera que vivir el resto de su vida en Japón, Islandia o Rusia? ¿cuánto dinero compensaría interrumpir una misa al grito de “¡el momento ha llegado, el momento ha llegado!”? ¿y caminar por la Broadway a la noche usando ropa de día y sin sombrero? Y, quizás la prueba más dramática de todas, ¿cuánto exigiría para perder toda esperanza de vida después de la muerte?
Los resultados fueron tan absurdos como las preguntas. La mayoría exigió una fortuna por perder apenas un diente o el dedo meñique del pie. Y varios solo pidieron 10 dólares a cambio de no confiar en la vida eterna. Escupir un cuadro de Darwin fue la opción con menor desutilidad (10 dólares), mientras que quedar ciego o mudo requería a cambio 100 millones de dólares. Thorndike concluyó que, en parte, el revoltijo de respuestas se debía a que la gente se hacía una idea mental, no real de estos displaceres. Afortunadamente el psicólogo no dio el siguiente paso, pero otros científicos sí se animaron.
El psicólogo social Muzafer Sherif quiso investigar en 1954 la conflictividad entre grupos y llevó a cabo el Robbers Cave Experiment. Dividió a unos pocos niños de 11 años en dos equipos, las águilas y los cascabeles. Los experimentadores los pusieron a competir en varios juegos, como el béisbol o la cinchada. La rivalidad fue creciendo y pronto se abrió una grieta. Los grupos se agredieron y no quisieron siquiera almorzar juntos. Sherif probó no una sino tres veces este experimento, y en todos vio transformar a niños tranquilos en fieras incontenibles. La referencia ficcional de esta vivencia real fue la famosa novela de William Golding (también de 1954), El Señor de las Moscas, que cuenta la historia de un grupo de niños perdidos en una isla desierta, que sin adultos a mano para civilizarlos se vuelven agresivos y violentos. Sherif consideró que una narración no era suficiente prueba científica y llevó a cabo su perverso ensayo.
Otro experimento desalmado fue el de la cárcel de Stanford de 1971, liderado por Philip Zimbardo. Se diseñó una prisión ficticia y se reclutaron voluntarios que harían el papel de guardias y prisioneros. En poco tiempo, los “guardias” se tomaron el trabajo demasiado en serio y comenzaron a humillar y golpear a los “presos”, obligando a cancelar el experimento en menos de una semana. En 2015 se produjo una película de ficción basada en el estudio.
Pero el que se llevó el premio al estudio más polémico fue un amigo de Zimbardo, el psicólogo Stanley Milgram. Su experimento, de los 60, fue diseñado para tratar de comprender la brutalidad nazi en el holocausto. Su idea era entender lo que Hanna Arendt llamó la “banalidad del mal”. Milgram fingió estar probando una “novedosa teoría”, según la cual se castigaba con descargas eléctricas a los alumnos que fallaban en sus respuestas, de modo que los shocks incentivarían el aprendizaje. Pero quien contestaba era un actor, que estaba en otra sala, y que no recibía electricidad alguna, aunque aullaba como si así fuera. Los sujetos a los que se evaluaría eran encargados de manejar las palancas que daban las descargas. Cada vez que el educando se equivocaba en una respuesta, el científico instruía al sujeto a mandarle unos cuantos voltios “para que aprenda”. Al principio la descarga era baja, pero con cada fallo aumentaba. El actor erraba, los científicos ordenaban subir la dosis y, pese a los gritos, la mayoría aceptaba la orden. El 65% de los individuos llegó a suministrar al aprendiz 450 voltios, suficiente para carbonizarlo.
El mundo de la psicología se revolucionó con estos resultados y con su interpretación, y algunos críticos se concentraron en sus fallas metodológicas. Pero el máximo reproche fue moral y la Asociación Americana de Psicología prohibió este tipo de experimentos en los 70. Éticamente impecable, pensarán algunos; una oportunidad perdida para la ciencia, pensarán otros. La pregunta que flota en el aire es si tras varias décadas de progreso de la moralidad humana en varios frentes, un nuevo experimento de Milgram reconocería mejoras éticas.
Y lo cierto es que algunos lograron sortear las restricciones, y replicaron a Milgram. En 2009 Jerry Burger llegó a la conclusión de que el 70% enviaba descargas mayores a 150 voltios, el mismo porcentaje que en el estudio original. En 2015 Dariusz Dolinski demostró en un experimento (con menos voltaje), que la mayoría de la gente acataba las órdenes de los científicos y electrocutaba de lo lindo. Como la restricción a estos estudios se limitaba a Estados Unidos, la televisión francesa aprovechó para armar un experimento idéntico al original. El conductor era ahora el que promovía las descargas… y el 80% de los sujetos respondió con voltios y más voltios. Somos, según parece, tan brutales y obedientes como en los 60. Y existen films sobre todo esto: un documental en Netflix del experimento de Milgram, y otro sobre el infame programa de TV francés.
La economía del comportamiento, la intersección entre economía y psicología, necesita de la experimentación como del agua. Uno de sus estudios más citados es el Test del Malvavisco, un tipo de golosina que los niños aman. Walter Mischel (profesional de Standford) sentó a chiquitos de entre 3 y 6 años frente a un malvavisco y les propuso elegir entre comerlo de inmediato, o esperar 15 minutos para recibir otro más. El objetivo era medir el grado de impaciencia o tasa de descuento de los menores. La mayoría no pudo esperar demasiado y se comió el dulce tras pocos minutos (incluso segundos). Invitamos al lector a observar en la web las afligidas caras de los niños frente a la golosina, luchando por esperar.
Más en general, la nueva moda es la elaboración de Ensayos de Control Aleatorio (RCT por sus siglas en inglés), usados, entre otros por la Premio Nobel de Economía Esther Duflo. Los RCT suelen separar en dos grupos, uno al que se le aplica la condición a estudiar (experimental), y otro sin ella (control). Al aislarse la mayoría de los factores externos, si se observan diferencias suficientes entre los grupos es que el efecto está presente. Pero los RCT tampoco escapan a los reclamos éticos. En un artículo de 2019 unos economistas estudiaron si trabajadores de una provincia de la India aceptarían un salario menor al de mercado si las ofertas se hacían en privado. En el límite…
Otro problema recurrente de los RCT es que se aplican en vecindarios pequeños y a veces muy pobres, por lo que el consentimiento de los sujetos no siempre es explícito. Más aún teniendo en cuenta que los experimentos requieren por lo general que los involucrados no sepan que están siendo estudiados.
¿Cuál es el futuro de estos ensayos, algunos de dudosos escrúpulos? En la práctica, los científicos no se rinden e intentan seguir estudiando la naturaleza humana aplicando atajos y trampas para afectar lo menos posible a los sujetos experimentales. La ciencia, como el ingenio popular, no descansa ni pierde oportunidades, así que... a estar atentos.
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