El plan "derrame inverso" sale a la cancha
Contra lo que fue la teoría del derrame que ganó popularidad en Estados Unidos durante el gobierno de Ronald Reagan en los 80 y en América Latina en los 90, el nuevo gobierno ha comenzado a implementar un plan económico que bien podría considerarse un "derrame inverso". En lugar de dinamizar la economía de "arriba hacia abajo", la idea es hacerlo en el sentido contrario: "de abajo hacia arriba".
El plan tiene sentido con lo que a grandes rasgos se esperaba, y con lo que se prometió en la campaña electoral. La prioridad estará puesta inicialmente en los alimentos. Se anunció el lanzamiento de una tarjeta alimentaria que llegará a dos millones de hogares con alta fragilidad estructural, a partir de bases de datos de la Anses y la Asignación Universal por Hijo (AUH), lo que les permitiría resolver necesidades muy básicas.
En simultáneo se mantendrá el programa de Precios Cuidados, que ya lleva más de seis años de vigencia, y se prevé además que haya algún mecanismo de corto plazo para recuperar poder adquisitivo. Probablemente una conjunción de incrementos salariales con cierta estabilidad temporal de precios.
A lo que se suma el anuncio oficial del regreso de la doble indemnización por seis meses para desincentivar los despidos sin causa justificada.
Es esperable entonces que el mercado de consumo masivo -alimentos, bebidas, cosmética y limpieza- vuelva a recuperar volumen de ventas de manera progresiva. Especialmente si se considera que estos productos representan cerca del 40% del gasto de los hogares de los estratos más bajos, según la medición más reciente que acaba de publicar el Indec. El dinero adicional que llegue a estas familias se destinará en buena parte a la heladera y a la alacena.
La otra pata del plan es generar herramientas para crear consumo anticipado. En otras palabras, crédito. Por ahora se especula con una baja pronunciada de la tasa de interés por parte del Banco Central, otorgándoles a los bancos los mecanismos para que puedan concretarla, lo que favorecería tanto a las pymes como al comercio de bienes durables.
Efecto créditos
Lo que ya no es especulación, sino una medida oficial, es el reciente anuncio de un programa de microcréditos prácticamente a tasa de interés cero, que abarcaría al 40% de la población y que irá por fuera del sistema bancario. Este programa tiene como objetivo no solo dotar de bienes de capital -herramientas y máquinas- a millones de autónomos y cuentapropistas, sino también "reperfilar" la deuda de las familias de los sectores bajos.
La conjunción de ambos factores -más capacidad productiva y un canje de deuda a tasa altas por otra a tasas muy bajas- les permitiría, si todo sale como se pensó, volver al mercado de crédito en un tiempo no muy largo, impulsando así las ventas de electrodomésticos, indumentaria, motos y construcción/reparación del hogar, entre otros rubros.
La clase baja abarca al 50% de las familias de la Argentina -siete millones de hogares- y casi el 60% de la población -26,8 millones de habitantes-. Naturalmente, en este grupo se incluyen los ciudadanos que están por debajo de la línea de la pobreza -25% de los hogares, 35% de las personas-, pero hay otro grupo muy relevante que sin llegar a ser clase media tampoco es pobre. Este grupo podría motorizar la recuperación del consumo si sus condiciones económicas cotidianas mejoran. Son nada menos que otro 25% de las familias del país, que constituyen un mercado inmenso: 3,5 millones de hogares y 11 millones de habitantes.
La lógica del programa que se está implementando, y que ya puede intuirse de un modo bastante claro, es ponerle plata en el bolsillo a quienes integran la base de la pirámide social, y de ese modo aceitar un flujo de dinero que iría, tal la idea del "derrame inverso", de abajo hacia arriba.
La sumatoria de siete factores haría que se empiece a sentir una mejora progresiva en la economía de la calle. Por un lado, la alta propensión al consumo de los estratos más bajos, que sería estimulada por la recuperación del poder de compra. En segundo lugar, los sobrantes de stock que tienen casi todos los sectores. Tercero, los precios con "resto" o con "colchón", que permitirían focalizarse ahora en recuperar las cantidades vendidas antes que en seguir defendiendo la rentabilidad con nuevos ajustes, empezando así a liquidar esos stocks sobrantes. Cuarto, la ya mencionada recuperación de la capacidad de tomar crédito. Quinto, el consumo latente que existe. Y por último, dotar de estabilidad a dos variables que allanarían un nuevo enfoque en comprar antes que en guardar: tarifas congeladas por un tiempo y dólar estable más cepo cambiario.
Esta mejora potencial en la economía de la calle en el corto plazo le daría cierta calma al humor social, garantizando así la paciencia de la sociedad por un tiempo, mientras se trabaja en cuestiones más estructurales de la macroeconomía.
¿Funcionará?
Hasta aquí, a trazo grueso, la descripción del plan que en parte ya fue anunciado y que es probable que se termine de configurar y formalizar en los próximos días. ¿Funcionará?
Mientras las políticas del Consenso de Washington proponían acotar al máximo la injerencia del Estado en la economía para que las fuerzas del mercado generaran la riqueza que "derramaría" luego hacia los sectores populares, sus detractores señalaban que eran precisamente los fallos del mercado los que impedían traducir la teoría en la práctica. El "derrame no derramaba" o al menos no lo hacía en la medida esperada.
Treinta años después, lo que está en profundo debate en el mundo es cuál debe ser la injerencia del Estado en la economía, no tanto si debe haber alguna o no. Aun los gobiernos con inclinaciones de carácter más liberal y el propio Fondo Monetario Internacional reconocen que es necesaria la presencia del Estado para atender las fragilidades sociales de los grupos más vulnerables.
Ahora bien, cuál es el gradiente de esa intervención es lo que hoy desvela incluso a potencias como los Estados Unidos de Donald Trump, la Gran Bretaña del Brexit o la Francia de los chalecos amarillos.
Todos quieren todo
Claramente no hay todavía un consenso global de ningún tipo. Más bien todos están en una especie de prueba, error y aprendizaje, tratando de encontrar el punto justo entre la generación de riqueza y su modelo de distribución. Lo que en definitiva hace tanto al bienestar social como a la gobernabilidad.
La sociedad de consumidores en la que vivimos es por naturaleza deseante e impaciente. Todos quieren todo, pero no todos pueden todo, lo que genera focos de conflicto permanentes que llegan hasta los lugares más inesperados y desafían una y otra vez a los gobiernos de turno.
Aun sin dar todavía con la fórmula justa entre Estado y mercado -¿se la encontrará alguna vez?-, en lo que sí hay acuerdo es en que para poder repartir, primero hay que generar. Sobran las evidencias empíricas para apreciar lo que sucede cuando se pretende distribuir lo que no hay.
Tal como ha señalado recientemente el prestigioso economista Ricardo Arriazu, con un tipo de cambio competitivo como el que hoy existe, un superávit comercial que sería de unos 14.000 millones de dólares, un boom del turismo extranjero -este año habrán llegado al país cerca de ocho millones de turistas-, la gigantesca oportunidad de Vaca Muerta, la potencia y competitividad del sector agroexportador -habrá que ver su reacción por las nuevas retenciones-, un déficit fiscal primario acotado -0,5% del PBI- y el tema subsidios energéticos resuelto en buena parte, si se logra refinanciar la deuda, las condiciones para volver a crecer están dadas.
Para ser sustentable en el tiempo, el "derrame inverso" requeriría que se cuiden y se potencien estos activos como la fuente de ingresos que nutrirían el sistema e impulsarían la recuperación del consumo, el mercado interno y la industria.
Dado que más temprano que tarde surgirán, como sucede siempre en la política económica, objetivos contrapuestos e incompatibles, que redundarán en tensiones sociales y sectoriales múltiples, para ser exitoso el mecanismo demandará, sobre todo, mucha precisión.
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