El nuevo objeto del deseo: llenar la heladera
La mutación genética que se está produciendo en la sociedad argentina es perturbadora. El significante “clase media”, que fue parte constitutiva de nuestro ADN nacional durante décadas, está siendo tensionado por la irrupción de una nueva fuente de sentido explicativo: la pobreza. En ese proceso, como consecuencia lógica, se están reconfigurando tanto el imaginario –proyectos, ambiciones, aspiraciones– como el objeto de deseo –estímulos, objetivos, esperanzas–.
Para la clase media de “antes” –los años 80 y 90, e incluso más atrás–, el modelo era el del esfuerzo y el ahorro para alcanzar el cenit con el anhelado logro de la casa propia. La nueva clase media que emergió en la poscrisis 2001/2002 se focalizó en el consumo de corto plazo. Lo utilizó como un ansiolítico capaz de mitigar la angustia de aquel estallido y las cuantiosas pérdidas que produjo.
El “viaje” se transformó en la máxima aspiración como epítome de una vida donde primaban la experiencia y el disfrute del día a día. Adicionalmente, esas concreciones de corto plazo traían el plus de funcionar como un contenido viralizable, tanto en la sociabilidad digital como en la física. Los consumidores coincidían con aquella consigna publicitaria que expresaba la época: “Viajar es la plata mejor invertida”. El viaje generaba pertenencia y discursividad. Complementariamente, el dinero se destinaba a cosas más accesibles, pero también relevantes, como el smartphone, la laptop o la ropa. El auto se mantuvo como un ícono que entrelazó ambos períodos. Se llegaron a vender 955.000 0 km en 2013 y 900.000 en 2017. Clásico vector de estatus en una población “fierrera”.
En medio de una espiral descendente infinita, para buena parte de la clase media de “ahora” su gran objetivo es mucho más modesto: se lucha “para no perder” y se desea “llegar a fin de mes” y “poder llenar la heladera”. El descenso es elocuente, contundente, lacerante. Económico, sí, pero sobre todo simbólico. Se trata de millones de ciudadanos que técnicamente integran esos sectores medios, pero que ya no se sienten como tales. Se autoperciben en algunos casos como “clase trabajadora” o “remadora” y en otros directamente como parte de una “pobreza intermitente”.
Todavía resiste en ciertos grupos de la clase media alta y de la alta –que se autodefine como clase media– un corpus de ambiciones más tradicionales. Ellos continúan portando orgullosamente su identidad histórica.
Sucede que las dos lógicas entraron en una contraposición disruptiva y acelerada desde el oscuro 2020. Dinámica que se agudizó entre el desborde inflacionario del año anterior y la profunda recesión del actual.
La pelea genética
Históricamente, la filosofía y la ciencia han debatido acerca de la dualidad “natura” y “cultura”. El reduccionismo de las posiciones extremas originales que asignaban toda la morfología de los individuos a uno u otro factor fue reemplazado por conceptos científicos más evolucionados y matizados. Si bien es cierto que ambos pueden tener una pregnancia dominante, hoy la ciencia ha demostrado que ni los genes están completamente cerrados a la influencia del ambiente ni el hábitat puede modificar todo aquello que una persona trae inscripto en su información genética.
De hecho, lo que plantea la teoría biológica vigente de la epigénesis es que los genes no son inalterables como se creía antiguamente, sino que están abiertos a mutaciones que les permiten adaptarse mejor al contexto en el que se desarrollan. Epigénesis viene del griego: “epi”, que significa sobre, y “génesis”, que expresa, como sabemos, generación, origen, creación. Esa nueva versión genética luego se hereda, pudiendo alterar de algún otro modo el entorno. Por lo tanto, “natura” y “cultura” no son dimensiones cerradas y contrapuestas, sino, por el contrario, mutuamente influyentes en permanente retroalimentación. Somos siempre una fusión de ambas.
En un derrotero que los argentinos no dudan en aglutinar alrededor de la palabra “degradación”, lo que se está resquebrajando a pasos acelerados con la mutación genética en desarrollo es la estructura del deseo.
El riesgo que está frente a nosotros es de un carácter delicado. El peligro no es solo económico, sino multidimensional. Abarca, además, lo social, lo cultural, lo educativo, lo estético, lo ético y lo moral. Estamos hablando de la filigrana, de esos tejidos sutiles, precisos y casi invisibles que no podemos ver, pero sí reconocer y que mantienen cohesionado al ser nacional. En definitiva, los valores que nos unen y nos definen. Aquello que nos organiza, nos contiene, nos expresa, y nos identifica frente a los demás. Es necesario señalar que, como en cualquier estructura, física o psíquica, cuando lo que se fragiliza es lo esencial, todo lo demás pierde sostén y queda expuesto a las inclemencias de la intemperie.
"Cuando lo que se fragiliza es lo esencial, todo lo demás pierde sostén y queda expuesto a las inclemencias de la intemperie"
Fue Spinoza quien, hace más de 300 años, condensó en apenas una frase ese saber que tanto explica de las conductas humanas: “La esencia del hombre es el deseo”. Lo consideraba la verdadera propulsión del Homo sapiens. Lo que le permitía perseverar y esforzarse en pos de transformar las condiciones de vida, tornándolas así más amigables y agradables. Como ser capaz de imaginar y visualizar lo que no existe, la especie humana está dotada de la capacidad innata para intentar transformar sus sueños en realidad. Naturalmente, la evolución hizo que esos renders del futuro se volviesen cada vez más complejos y ambiciosos. De dominar el fuego y crear el hacha de sílex a la biotecnología y la inteligencia artificial. La matriz es la misma.
El filósofo español José Antonio Marina ha sido un gran continuador del legado de Spinoza, quien tuvo una vida breve (1632-1677), pero cuya herencia intelectual resultó valiosísima para comprender mejor por qué hacemos lo que hacemos. En uno de sus más recientes ensayos, lanzado en 2022, titulado, justamente, El deseo interminable, e ilustrado en su tapa con una llama ardiente, Marina se propuso estudiar toda la historia humana a través de ese prisma, el del deseo. Analiza, interpreta y explica en esa reciente obra, escrita a sus 83 años, cada uno de los hechos históricos salientes a partir de las motivaciones de los actores que los configuraron, tanto personales como grupales.
Presenta la tesis planteando que “en el principio fue la acción. Debemos corregir este axioma escrito por Goethe al comienzo de Fausto y decir: en el comienzo fue el impulso, el ímpetu que llevó a la acción, la necesidad, el deseo, el drive, el conatus, el élan vital, la libido. Esa energía guarda el secreto más impenetrable del ser humano”.
Describe y organiza la multiplicidad de apetitos humanos en tres grandes grupos.
El primero es la pulsión de bienestar personal, que incluye tanto la búsqueda del placer, el disfrute y el goce como la de evitar el dolor, la tensión, la ansiedad y el malestar. El segundo es la pulsión de relacionarnos socialmente. Nos recuerda que, por nuestra condición biológica de mamíferos, somos emocionales, y por la de primates, sociales. Es una pulsión que suele entrar en tensión con la primera. Por eso este pensador español define al hombre como un ser egoísta y altruista a la vez: “Nuestra especie busca la propia satisfacción, pero también necesita la comunicación, el amor, la amistad y la cooperación. Esta pulsión de formar parte de un grupo y ser aceptado es centrífuga, saca al individuo de su aislamiento”. Por último, la tercera pulsión es la de ampliar las posibilidades de acción. En su mirada, es “el deseo más específicamente humano porque acaba introduciéndose en todos los demás, como si fuera un dinamismo añadido a otro”. Es por ello que la define como una “pulsión expansiva”.
El hecho de ser consciente de su propia existencia es lo que lleva al hombre a querer expandir su huella y conquistar la trascendencia, la narración y la memoria. Afirma Marina: “Lo peculiar de la inteligencia humana es que crea o descubre posibilidades en la realidad gracias a su capacidad de inventar irrealidades”.
"Esa capacidad tan central para el progreso es la que se está rompiendo en una parte de nuestra sociedad. Y una sociedad sin deseo es como un auto sin motor"
Esa capacidad tan central para el progreso es la que se está rompiendo en una parte de nuestra sociedad. Y una sociedad sin deseo es como un auto sin motor. No puede más que quedarse quieta donde está y ceder el impulso natural del movimiento a todo aquello que sucede en su derredor. Desganada y apática, abandona su capacidad de transformar positivamente la realidad.
Tiende así, por naturaleza, a la mencionada degradación que señalan insistentemente los ciudadanos. Coronan la idea con una de esas consignas que duelen: “Está todo roto”. Por eso, como construcción colectiva nos estamos haciendo una pregunta que, después de décadas de caída, ahora ya nos cuesta responder: ¿quiénes somos?
Entre el brillo y la opacidad
Seguimos procesando y analizando el desborde de registros de nuestros dos recientes estudios cualitativos en junio y julio. Es como si algo que se había estado incubando durante años de pronto hubiera eclosionado. El magma que estaba debajo de la superficie emergió de un modo brutal. Ahora todos pueden reconocerlo. Por eso hablan de ello, casi al borde de la verborragia. Las palabras y los conceptos brotan en una especie de revelación. De pronto se corrió el telón y todo quedó al descubierto. Se abrieron los ojos y la imagen aflige, asusta, deprime. Provoca pesar y ansiedad.
Entre esos hallazgos nos encontramos con una nueva idea síntesis: de tanto frustrarse, “los argentinos perdieron la ambición de brillar”. Un joven de 25 años de clase media alta nos dijo: “Antes nuestros padres ahorraban para comprarse una casa. Yo tengo días que pienso: ¿para qué ahorro? Veo el precio de una casa y salgo espantado. No voy a llegar nunca”. Una mujer de unos 50 años integrante del mismo sector social adhería con la misma idea: “Antes había posibilidad de proyectar, era viable pensar en la casa propia. Había otras ganas de pelear por ese deseo”. Otra mujer, en este caso de clase media baja, planteaba el quiebre generacional en la estructuración del deseo. Nos contaba: “Mi hija me dice: ‘Mamá ¿para qué voy a ahorrar si no llego a nada? Comprarme una casa es imposible’. Entonces lo que hace es cobrar y gastársela toda. Se patina todo el sueldo y vive al día”. Finalmente, entre tantos, el pensamiento de un profesional de 38 años de clase alta hundió el dedo en la herida: “La sociedad argentina perdió el hambre de gloria”.
Todos estos emergentes hablan de un grito silencioso. La inflación ha bajado significativamente, es cierto. Y eso es algo valioso para los ciudadanos. La recesión resultó mucho más profunda y extensa de lo previsto. Eso también es cierto. Las preocupaciones se han modificado. De la suba descontrolada de los precios al fantasma del desempleo y el descenso social.
Sin embargo, esto expresa apenas lo superficial. En los reveses del entramado colectivo, la carencia no es meramente económica. De 2020 para acá, lo que adquiere cada vez mayor densidad es una crisis de sentido. La pregunta ya no es ¿por qué?, sino ¿para qué?
Desde lejos no se ve
Si los argentinos no logran encontrarle una respuesta al interrogante que los tiene abrumados y con la libido apagada, será muy complejo modificar ese “no horizonte” que está signado por una aplastante grisura. En términos de Byung Chul Han, estamos frente a una agonía del eros que nos consume la pulsión vital.
El potencial de los recursos con los que efectivamente cuenta el país, en el agro, la energía, el litio, la minería, el turismo, la industria del conocimiento y la producción local de calidad global, entre otros, promete, de la mano del ordenamiento macroeconómico, un brillo hacia el año 2030.
El problema es que los habitantes que debieran apropiárselo para transformarlo en realidad todavía están lejos de visualizarlo. Padeciendo un presente que les resulta cada día más áspero y trayendo en su memoria una sucesión de desilusiones y decepciones, la capacidad para soñar de manera precisa y consistente con el futuro está limitada. Sienten, por el contrario, que hoy la amenaza está en el presente. Sin oasis, el tránsito por el desierto –previsto y consciente, pero no por ello menos arduo– agota las fuerzas. No resulta difícil comprender así por qué se está apagando el deseo.
Es imperioso revitalizar esa llama interior para que la mutación genética no se consolide. Si el significante de la pobreza derrota finalmente al de la clase media, alumbrará un nuevo ser nacional carente de ambiciones, de proyectos, de aspiraciones, incapaz de brillar. Vacía de deseo, esa configuración simbólica que nos expresa, nos representa y nos contiene languidecerá, de modo ineludible, ahogándose en una opaca mediocridad. Quedará inerte, sentada sobre las ruinas de un imperio que no fue, esperando, tristemente, la nada.
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