Yeal Kim se despertó en mitad de la noche y se golpeó la cabeza con la máquina de tejer. No era la primera vez que le pasaba: hacía dos años que dormía debajo del artefacto que le daba de comer a toda su familia, acostado sobre un piso de tierra que se inundaba de excrementos cada vez que llovía. Era 1978 y él junto con sus padres, seis hermanos y dos cuñados vivía en una precaria casa prestada en la villa Barrio Rivadavia (hoy 1-11-14); sin gas, camas ni espacio.
Yeal, hoy uno de los principales empresarios textiles de la Argentina y flamante presidente de la Fundación ProTejer, que representa a los empresarios locales de ese rubro, había dejado su Seúl natal en 1976, cuando su padre, tal vez temiendo morir de hambre como seis de sus siete hermanos (el otro perdió la vida en la guerra), decidió emigrar. Eligieron un país que algunos amigos les pintaban como próspero, pero al que llegarían sin bienes, sin documentos, sin hablar una palabra del idioma local y endeudados.
La Corea del Sur que dejaron atrás era muy diferente a la actual: tenía el producto bruto interno equivalente al de Somalia y un consumo de carne de un kilo per cápita al año. "Ahí nadie tenía colesterol. Faltaba comida y muchos de mis compañeros no podían llevar su vianda al colegio", recuerda Kim. El caso de su familia da cuenta de eso: aún vendiendo su casa y una empresa textil en decadencia, no les alcanzó para comprar los pasajes a América. Tuvieron que pedir prestados US$2000.
Al llegar a Ezeiza , sin un peso y sin saber adónde ir, fueron recogidos en una camioneta por amigos de la colectividad y trasladados hasta una casa prestada en el Bajo Flores. Allí, empezaron la "resurrección". Su padre era evangélico. Por eso algunos miembros de su congregación le prestaron dinero para comprar una máquina de coser. Una sola. En ella trabajaba toda la familia noche y día, los 365 días del año, ordenada por turnos de tres o cuatro horas cada uno.
Quinto hijo de Sang Ku Kim y Byeong Ok Lee, Yeal llegó aquí a los 18 años, interrumpió sus estudios secundarios y aprendió a hablar español en la calle. "La llegada fue muy dura, porque no teníamos nada. Apenas nos prestaron unos pesos, compramos una máquina de tejer Wanora en lugar de una cama. La cama no produce, la máquina sí", comenta, entre risas. "Además, nadie muere por dormir en el suelo", acota.
En el nuevo hogar había solo dos cuartos para 11 personas y un baño, con una ducha eléctrica que una vez casi lo electrocuta a Yeal. Allí comían, trabajaban y dormían. "Empezamos a hacer pulóveres; las marcas nos mandaban hilados y nosotros teníamos que entregar la prenda terminada. Era un trabajo a fasón, con el que en menos de un año ya nos habíamos comprado seis máquinas más", se entusiasma.
Corría el año 1979 y un día la honradez inculcada por aquel padre que un día lo había reprendido por apropiarse de un objeto perdido en la calle, recibió un premio. "La mayoría de los coreanos mojaban las prendas que entregaban para que pesaran más y así poder hacerse unos pesos extras, pero yo no lo hacía –cuenta Yeal–. Una vez, sin que me lo pidieran, devolví hilados sobrantes por el equivalente a lo que costaba una casa. El dueño, Samuel Marín (Samy) quedó encantado y nos recompensó seis meses después ofreciéndonos hacer una sociedad con él", dice.
Cuando llegó ese ofrecimiento, las seis máquinas de tejer ya se habían convertido en 15 y toda la familia se había mudado a una casa más grande dentro de la villa. "Como lo que nos ofrecía Samy era hacer tejido de tela, yo se lo pasé a mi hermano, que era el que más sabía de eso, y me quedé con los pulóveres. De pronto, Samy se abre del negocio, por problemas con otro socio, y nos deja todo a nosotros. Mi hermano siguió al frente", cuenta el hombre.
Ya en 1980 toda la familia había logrado salir de la villa. Por el mismo año, mientras su hermano se consolidaba en la empresa de confección de telas, Yeal se independizó y se fue a vivir a Merlo, donde estuvo cuatro años. Por esa época se casó con Hyun Suk Kim, con la que tuvo tres hijos. Intentó trabajar de costurero, pero según dice, era malísimo. Finalmente, fue cadete en un local textil de una familia coreana, en Once.
Al ver que esa tienda coreana marchaba muy bien, convenció a su padre de invertir todos sus ahorros en un local en Once, en Valentín Gómez y Castelli. "Ahí justo nos agarró la época terrible de [José Alfredo] Martínez de Hoz y terminamos vendiendo a $5 nuestros pulóveres, que tenían un costo de fabricación de $15. Perdimos todo", se lamenta.
Como se habían fundido, quería dejar el local que ya no podía pagar, pero el propietario le exigía abonar una multa por romper el contrato antes de tiempo. Sacando coraje de no sabe dónde, él le pidió que entonces le devolviera el depósito. El otro hombre lo atacó: "¡No querés pagar la multa y encima me pedís el depósito, sos un caradura!". En este punto, la voz de Kim se entrecorta, sus ojos se empiezan a enrojecer y, al borde del llanto, recuerda: "Lo miré de frente y le dije que nosotros éramos 10 personas y que si él no me devolvía el depósito nos moríamos de hambre. Nos devolvió la mitad". La emoción lo obliga a hacer silencio por unos minutos.
Casi sin un peso en el bolsillo, Yeal busca otro local en una zona más transitada, en Sarmiento y Pasteur. "Sin plata, voy a hablar con el dueño. Me pide US$10.000 y yo le digo que no tengo. «¿Cómo me vas a pagar?», me pregunta. Con trabajo, le respondo. El tipo no quería saber nada. Y ahí se me ocurre decirle que yo conocía a Samy, que justamente era amigo de él. Lo llamó por teléfono y al cortar, me dio las llaves", cuenta.
Cinco años después, en 1986, ya su posición había mejorado: tenía un nuevo local en la Avenida Corrientes y había empezado a confeccionar diversas prendas de vestir (ya no solo pulóveres). Un día, hace un viaje de negocios a Brasil y, al querer regresar, su vuelo demora tres días por paros que había en la Argentina. Finalmente, cuando logra salir y está llegando a Ezeiza, le informan que el avión no puede aterrizar porque hay otro paro. Termina en Florianópolis . "Ahí nomás, me calenté y dije que no quería saber más nada con este país. Saúl Ubaldini y sus paros me expulsaron. Le regalé la empresa a mi hermana menor y me fui a vivir a Estados Unidos", relata.
No duró ni un año en Los Ángeles, porque el ritmo de vida allá era muy diferente y casi no veía a sus hijos. Al volver, se juntó con el hermano que había abierto la fábrica de telas y que funcionaba bajo el nombre de Textil San Martín. En 1988 se mudan a una planta cuatro veces más grande, siempre ubicada en San Martín, y en 1991 se volvieron a mudar a un espacio de 30.000 metros cuadrados, donde siguen hoy. "Ahí le ponemos el nombre Amesud, que creo que es la empresa textil que más creció en el país en los últimos 20 años", remarca.
Pero claro que el camino empresarial no estuvo libre de contratiempos. Según recuerda, al crecer demasiado rápido tuvo que pagar un costo: compraron muchas máquinas coreanas obsoletas, su producto empezó a tener deficiencias y eso afectó las ventas. Así, en 1997 concursaron, pero antes de eso tuvieron que vender sus casas (menos la de su padre) y entregar toda la materia prima a sus proveedores. "Cuando el abogado me preguntó cuánto capital tenía, le dije 'nada'. Fue un golpe muy fuerte. Ahí aprendí la palabra concurso y algunos hermanos se fueron culpándome a mí de todo", cuenta.
Yeal queda con uno solo de sus hermanos (que en 2013 se retira por problemas de salud) y en tres años sale a flote. Llega la crisis de 2001, pero él jura que ni la sintió. Desde ese momento, solo conoció el crecimiento y, ya lejos de sufrimientos pasados (que incluyen la muerte de su padre en 2010 y el regreso de su madre a Corea), se convirtió en un hombre exitoso: es dueño y presidente de Amesud, que produce cuatro millones de kilos de tela por año, factura $700 millones anuales y da empleo a 430 empleados.
Dicen en ProTejer que su designación como presidente se debe a que es uno de los mejores tejedores de punto de la Argentina, propietario de una de las plantas textiles más importantes del país y un socio notable dentro de la institución. "Además, es un ganador. Y queremos mostrarle un ganador al Gobierno", confían desde esa entidad.
Yeal reconoce que él está bien pero, ya con el sombrero de presidente de la Fundación ProTejer, lamenta que el sector esté pasando por uno de los peores momentos de su historia: dice que el 50% está perdiendo dinero y están pensando en cerrar; un 30% sostiene el negocio y solo un 20% vive con poco de margen. No solo eso. Hay un 20% de reducción de la demanda, 50% de uso de la capacidad instalada y 35.000 puestos de trabajo perdidos. "Yo no tengo problemas, pero yo soy el Real Madrid; los equipos más chicos están mal. Se necesita que haya más consumo y se defienda a la industria nacional, porque la salida no es pedir dinero prestado afuera, sino producir acá dólares genuinos", opina.
A nivel mundial, está convencido de que el sector tiene 20 años extraordinarios por delante, porque el material textil va a ser el insumo más importante del proceso global (lo que fue el plástico a la chapa en los años 60 y 70), ya que incluso se pueden tejer hilos electrónicos. El material textil no solo va a servir para ropa, que va a ser una porción del 20%, sino que se va a utilizar en construcción, minería, salud, satelites, autopartes y aeronavegación. "El país debe aprovechar este sendero de crecimiento a nivel global", sostiene.
A punto de cumplir 60 años, el próximo 15 de julio, Kim puede decir con orgullo que llegó a la cima y que le ganó a la vida. Todavía emocionado por el pasado revivido, se hace lugar para una sonrisa cuando recuerda el día en que, por fin, sus padres le compraron una cama usada en un local de Avenida Rivadavia y San Nicolás. "Ya no me golpee más la cabeza", dice. Y, casi como al pasar, revela la fórmula de su éxito: "Yo nunca trabajé solo 8 horas por día. El que piense que trabajando 8 horas por día va a triunfar, está muy equivocado".
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