El Homo falsus: el discreto engaño de la economía, un factor que es parte del sistema
Mal que les pese a los defensores del mercado, todos compramos productos que nos prometen un bienestar enorme, pero luego nos decepcionan; las claves de un mundo de oferta de bienes en el que las apariencias son una cosa y la realidad, otra distinta
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existe un mandamiento divino que advierte expresamente… “no mentirás”. Quizás este no sea el peor pecado de la economía, pero podría tener un rol nada trivial en el sistema capitalista. En la práctica, el Homo economicus miente, falsea y disimula, y más que meras tentaciones, estas actitudes podrían constituir el aceite que lubrica los engranajes de la economía. Los economistas han sido rotulados por muchos como expertos mentirosos, pero, paradójicamente, estos profesionales no han incluido en sus teorías a la mentira como un componente necesario (aunque seguramente no suficiente) del funcionamiento del sistema.
He aquí una rápida explicación de por qué persisten por muchísimo tiempo en nuestra sociedad actividades fraudulentas: un oferente con ingenio más un demandante ingenuo o demasiado tolerante. En un mundo racional como el de los modelos económicos tradicionales, nada de esto debería suceder. Quizás el lector dude de la relevancia cuantitativa de este fenómeno: un conjunto pequeño de “vivos” no es toda la economía, y la mayoría de los consumidores no pueden ser tan incautos.
Homo falsus, sin embargo, quiere sembrar una sospecha, y es que estas vivezas podrían estar más extendidas de lo que creemos. ¿Cuántas veces usted compró cosas que no le brindaron la utilidad o la felicidad que esperaba? Ese cuadro carísimo que miró solo un par de veces y ya ni registra; ese libro que prometía hacer de usted una persona más segura; ese auto nuevo que finalmente no tiene un andar tan distinto del anterior. Seguro estas decepciones le han ocurrido, le ocurren, y le seguirán ocurriendo. Mal que les pese a los defensores de la eficiencia de los mercados, lo cierto es que todos nosotros compramos porquerías que parecen prometernos un bienestar enorme, pero que se evapora hasta hacernos dudar incluso de la real justificación de la compra. Demandantes ingenuos, oferentes con ingenio… recuerden la máxima y miren a su alrededor.
Lamentablemente, los costos de una compra equivocada no terminan al notar la ociosidad del producto. Una vez decepcionados, solemos buscar desesperadamente razones para justificar nuestros fallos. Una explicación más o menos inmediata es que no hay posibilidad de determinar si algo funciona o no hasta probarlo. La aspiradora no aspira tanto, el vestido no queda tan bien según otros ojos, el libro nos aburrió demasiado rápido. Algunos plantearán que este es un problema menor, ya que algunas tiendas permiten la devolución de un producto que no nos satisface. Amazon hasta nos invita a hojear parte del libro antes de comprarlo. Pero, aun así, la mayoría no utiliza demasiado esta opción. ¿Por qué? Quizás devolver algo semi-usado simplemente nos dé vergüenza, o la burocracia de la devolución nos desincentiva a hacerlo. O tal vez no queremos reconocer que nos equivocamos. Roberto Moldavsky, en uno de sus geniales monólogos, afirma que la razón por la que un pueblo como el de Estados Unidos termina con Trump como presidente, es que devuelven el dinero si el producto no te gustó. Cuando los efectos de inacción predominan y no hacemos saber al mercado que ese sillón nuevo no es tan cómodo como lo sentimos la primera vez, las “correcciones” tardan en producirse. O, dicho más claramente, el producto trucho se sigue vendiendo y solo dejará de producirse mucho tiempo después. El resultado es que un montón de consumidores terminan poco satisfechos con su compra durante demasiado tiempo.
A primera vista esto no parece demasiado generalizable. Dimos ejemplos arbitrarios de compras de bienes de consumo durable, y uno esperaría que al comprar alimentos o servicios, el feedback del mercado fuera más rápido y efectivo. Una empresa que vende una marca de leche podrida definitivamente no durará en el mercado. Y un peluquero que corte el pelo con tenazas, probablemente tampoco. Pero aquí intentamos demostrar que hay un mundo intermedio que puede sobrevivir gracias a las astucias del oferente, y a nuestra innata cualidad de equivocarnos una y otra vez como clientes.
Para evitar malas interpretaciones, este no es un libro de quejas destinado a denunciar la maldad del capitalismo empresarial y de los daños que infringe sobre el pobre consumidor. De hecho, no cuestionamos el consumismo. La razón es que, según nuestra tesis, para sobrevivir en la jungla capitalista todos tenemos que aprender a ser astutos para vender algo, aprovechando la ingenuidad de la potencial clientela. Es cierto que muchas veces nos compran por los méritos reales de nuestro producto o servicio, pero a los que exageran estos méritos les suele ir mejor. Todos, en mayor o menor medida, exageramos.
El filósofo y ensayista Zygmunt Bauman escribió una crítica enérgica a la sociedad moderna en su libro Una Vida de Consumo. Su título en inglés es más explícito: A Consuming Life y juega con el doble sentido de una vida dedicada al consumo y una sociedad que nos compele a hacerlo, consumiendo en ese viaje nuestras vidas. Bauman opina con desdén que el consumo no es más que la cristalización de los excesos de la sociedad. Vivimos, explica, una economía del engaño basada en la insensatez y la emoción, pero casi nunca en la razón. Lejos de representar un fracaso, indica, este estado de cosas es óptimo para su propia reproducción, fortaleza y expansión. El consumismo, ataca Bauman, es un proceso de desafección, de silenciamiento social, y desactiva la protesta contra el orden imperante. En esta distopía consumista, los objetivos de ser más generosos y de cuidarnos los unos a los otros quedan opacados, nos han dejado sin propósito en la vida.
Nosotros no estamos en condiciones de ir tan lejos. Compartimos con Bauman que los engaños y autoengaños en esta sociedad de consumo son evidentes y generalizados, pero no estamos tan seguros de las perspectivas sombrías del autor. Y en lugar de juzgar a quienes presumiblemente nos mienten, preferimos ser juzgados junto a ellos, todos formados en una fila interminable de tramposos que, inevitablemente, constituyen una parte indisociable de la realidad, de nuestras relaciones económicas. Y si nos fijamos bien, quizás encontremos al propio Bauman en la misma hilera vendiendo libros que, bueno, al final, no eran tan reveladores como pensábamos cuando los compramos.
Homo falsus está repleto de hipótesis excéntricas, pero totalmente comprensibles. Algunas de nuestras especulaciones se basan en situaciones perfectamente identificables que vivimos a diario. Nuestra primera conjetura imprudente es que, en una palabra, todos vivimos engañados y engañando. Pero esto no termina aquí: nuestra segunda hipótesis es que esto no es necesariamente malo, y que de no ser por estos engaños la pasaríamos bastante peor. Una tercera hipótesis, bastante relacionada con la segunda, es que el engaño generalizado no debe preocuparnos demasiado, siempre y cuando no nos pasemos de la raya y tengamos los instrumentos institucionales para compensar sus potenciales efectos negativos. Como estos instrumentos hay que pensarlos y diseñarlos bien, los responsables deben ser conscientes de que en este sueño económico en que vivimos, en esta suerte de capitalismo onírico, la mentira está bastante más diseminada de lo que nos imaginamos. No somos Homo economicus sino Homo falsus, y en honor a la verdad, esto es una bendición.
*El texto contiene extractos del reciente libro Homo falsus: el Discreto Engaño de la Economía, de Gerardo Rovner y Pablo Mira, que será presentado el 7 de junio a las 19 en la Biblioteca Nacional
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