El hombre que le cortó el pelo a las estrellas, amasó una fortuna y terminó vendiendo manzanas en las favelas
Mientras pasaba horas junto a las clientas de su madre que se secaban el pelo al sol, el pequeño Rubén Orlando soñaba con ser peluquero. Lo que no imaginaba ni remotamente era que ese sueño se le haría realidad, que llegaría a peinar a las más grandes estrellas del país y del mundo, que amasaría una fortuna y que un día lo perdería todo y terminaría vendiendo manzanas caramelizadas en las favelas de Brasil .
Rubén Orlando nació el 5 de noviembre de 1953. Habían pasado solo unas pocas horas de ese jueves cuando el recién nacido fue llevado desde el hospital de Lobos hasta el pueblo donde vivía su familia y donde él pasaría su infancia: Del Carril, una localidad de 1270 almas, perteneciente al partido de Saladillo y distante 187 kilómetros de la Capital Federal.
Hijo de Domingo Gabriel, al que todos llamaban Chino, y de Candelaria, a la que todos conocían como Negrita, se crió en un hogar humilde y creció viendo cómo su madre, la única peluquera del pueblo, les cortaba el pelo a las mujeres de la zona. "Muchas llegaban en sulkys que ataban en un palenque en frente de casa. Como en Del Carril no había electricidad, se secaban el pelo al sol y compartían largas horas en el patio de casa conmigo y mi hermano mayor, Gabriel. Si no había mucho sol, volvían al otro día a sacarse los ruleros", relata el propio Rubén Orlando.
Cuando tenía 11 años, se mudó a Buenos Aires , donde terminó su educación primaria. Al mismo tiempo trabajaba como ayudante en un almacén para pagarse sus estudios en la escuela de peluquería de Zamboni Matisse. El profesor que le tocó en suerte fue nada más ni nada menos que Miguel Romano, el que, a su entender, es el mejor peluquero que vio en su vida.
Pero Romano no duró mucho tiempo más como instructor, porque decidió dedicarse exclusivamente a sus locales. Y así fue como se marchó, pero no sin antes proponerle al joven aprendiz que se fuera a trabajar con él. "Ahí nomás dejé la escuela y me fui como ayudante de Miguelito; le marcaba las cabezas y les lavaba el pelo a las clientas, entre las que estaban Tita Merello y Virginia Luque", recuerda Rubén Orlando.
El hombre de Del Carril no tardó mucho en dar un nuevo vuelco en su vida: a los 17 años se fue a trabajar con Andrea Papparella, que tenía un estilo muy diferente al de Romano. Papparella peinaba a la alta sociedad: los Blaquier, los Álzaga y los Anchorena, entre otros.
El gran salto vino en 1978, cuando, ya con 23 años, inauguró con su hermano Gabriel una peluquería propia, en Montevideo y Las Heras. Poco después, el 15 de diciembre de 1978, abrieron otra que les costó un millón de dólares. Empezaron a trabajar muchísimo y con muy buena clientela. Además de atender a estrellas locales, como Mirtha Legrand , Susana Giménez o Silvana Suárez, llegó a peinar a Liza Minnelli , Jean Paul Belmondo y Alain Delon . Es que a principios de los ochenta, todo el mundo quería cortarse el pelo con él.
Pero su momento de gloria llegó en 1984, cuando una importante marca de champú lo contrató para filmar sus publicidades en Oriente ( Hong Kong , Shanghai , Pekín y Tokio , entre otras ciudades). Él mismo protagonizaba esas obras, que eran como cortometrajes y estaban dirigidas por Luis Puenzo, que justamente un año después, en 1985, ganaría el Oscar a mejor película extranjera por su film La historia oficial.
Según cuenta el propio Rubén Orlando, a partir de esas publicidades se impuso el concepto de estilista en la Argentina para hacer mención a un peluquero, porque antes ese término estaba solo reservado a los modistos de alta costura. Ahí obtuvo un reconocimiento inmenso, porque esas publicidades se pasaban cada 15 minutos en todos los medios. Su crecimiento en los 90 fue meteórico.
Era el peluquero más famoso de la Argentina, había montado un imperio, tenía 32 salones y daba trabajo a 900 personas. Había alcanzado el punto máximo en su profesión y estaba, como él mismo reconoció, embolsando millones. A los 42 años, Rubén Orlando podía decir tranquilamente que estaba tocando el cielo con las manos. Pero... siempre hay un "pincelazo" que lo estropea todo.
El "pincelazo" de Rubén Orlando no fue un "problema de tijeras", sino un "problema de polleras". Se metió a cortar el pelo en la cabeza equivocada: tenía un romance con una mujer que a la vez salía con un personaje muy poderoso de los 90. "Un día, yo entraba a mi peluquería y dos hombres se me acercaron para hablar. Me dijeron directamente que tenía que terminar mi relación sentimental. Yo lo conversé con mi pareja y los dos estuvimos de acuerdo en seguir adelante", confía Rubén Orlando.
Así dadas las cosas, un día de 1995 cayó la DGI (hoy AFIP) a uno de sus locales y se lo clausuró por irregularidades. Esa fue la carta que hizo caer todo el castillo de naipes: una a una, sus peluquerías fueron clausuradas; comenzó a verse apremiado por las deudas, entró en convocatoria de acreedores, fue engañado por algunos abogados y lo perdió todo. En este caso, "todo" significaba US$6 millones.
En 1997, ya con su quiebra decretada, sin un solo local, con todos sus bienes rematados, los bolsillos vacíos y algunas amenazas contra su familia, decidió emigrar a Brasil, más precisamente a San Pablo, de donde era su esposa, Tuca. Una vez allá, como él mismo relata, solo conseguía trabajo como peluquero en locales poco rentables, que no le daban ni para comer. "Las únicas peluquerías que me tomaban era las de barrio, porque ahí sin papeles las grandes no te contratan", cuenta.
En ese punto, sin saber qué hacer, encontró una salida: un sobrino de su mujer, que elaboraba y comercializaba manzanas caramelizadas, le enseñó a hacerlas. Así, empezó a levantarse a las tres de la mañana para ponerle el palito a la fruta, bañarla con caramelo y salir a venderla por las favelas. Primero lo hizo en San Pablo y luego en Río de Janeiro, donde se mudó. Llegó así hasta la propia Rocinha, la favela más grande de Brasil.
Sin embargo, nunca largó las tijeras: tanto en la Rocinha como en el resto de las favelas en las que vendía sus manzanas, hacía unos "cortecitos", como él mismo dice, al final del día. "Cuando terminaba la venta, hacía cortes a 10 reales cada uno y me promocionaba con un cartel que decía Cabeleireiro el Gringo Rubén. Así me las rebuscaba, aunque la entrada para vivir eran las manzanitas, que vendía tres por un real y una por 0,50 reales", señala.
En 2007 se separó de Tuca (antes de ella, él había tenido otros dos matrimonios) y tres años después decidió volver a la Argentina. Como en las favelas brasileñas lo habían tratado tan bien, él quería hacer algo por la Villa 31, en Retiro. Su idea era cortar el pelo en la plaza San Martín, a cambio de paquetes de alimentos, que después donaría. "Se lo comenté a un taxista, él me dijo que conocía gente de esa villa y que había chances de hacer algo ahí. Fui a hablar con sus conocidos, les gustó la idea de enseñar ahí peluquería y puse la escuela de la que ya se han recibido más de 500 chicas", explica Rubén Orlando.
Así, cortando el pelo y enseñando su pasión de siempre en la Villa 31, pasa sus días en la actualidad quien llegara a ser en los ochenta y noventa el peluquero más exitoso de la Argentina. Un hombre que, sin embargo, deja traslucir su nostalgia cuando cuenta que, al caer el sol, luego de vender "manzanitas caramelizadas" en las favelas, "dos o tres cortecitos" se hacía. "Es que yo soy un laburador. Me equivoqué al creerme empresario", concluye.
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