El economista como predicador: además de investigar, ¡a divulgar!
En su libro La economía del bien común, el premio Nobel Jean Tirole insta a sus colegasa difundir sus conocimientos y a participar de los debates públicos; la discusión está abierta
Hace dos semanas, Jean Tirole visitó la Argentina para el congreso de la Asociación de Economía de América latina y el Caribe (Lacea), que tuvo la Universidad de San Andrés como anfitrión. Tirole ganó el Premio Nobel y, apalancado en su reciente popularidad, siguió la línea de otros ganadores y escribió un libro de divulgación, La economía del bien común.
En el libro, Tirole arenga a sus colegas: no hay que dedicarse sólo a investigar y a enseñar; también hay que tomarse el trabajo de divulgar. El que crea conocimiento tiene que difundirlo. Algo ambicioso, Tirole propone que los economistas sean antídotos al populismo. No es un almuerzo gratis: dedicarse a divulgar tiene costos y riesgos. Distrae al economista de la investigación y se corre el riesgo de la "captura" por parte de intereses y de que se pierda la independencia, al haber dedicación a actividades extracurriculares. Además, se puede "caer en la tentación de los medios de comunicación", que son importantes para la transferencia del conocimiento, pero que "levantan el ego". Y, aún más importante, el ADN del investigador es la duda, pero al economista mediático se le demandan certezas.
¿Tiene razón Tirole, si la economía nos enseña que la división del trabajo depende del tamaño del mercado? Cuanto más grande el mercado, más probable que haya lugar para creadores y divulgadores. ¿Por qué debería imponerse la doble tarea a una persona? Es una discusión abierta.
En la misma línea y pocos días después, el presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger, les planteó la misma demanda a los investigadores argentinos en el congreso anual de la Asociación de Economía Política: participen en el debate público. Es posible que en una economía chica y con problemas críticos como la nuestra sea necesario que los académicos sean parte del debate público, en lugar de dejar el espacio a los mediáticos y a los populistas.
La matematización creciente de la economía, apunta Tirole, es una barrera para difundir el conocimiento. Y limita las preguntas que se hacen los economistas a las que sólo se pueden formalizar. Aun así, Tirole es un defensor duro de los métodos actuales: la matemática le da rigor, comunicación entre pares y contrastación. La vuelve una ciencia. No es que la economía todo lo pueda. Tirole asimila a los economistas a médicos que pueden identificar los factores de riesgo de un ataque al corazón, pero no pueden predecir cuándo va a ocurrir. Los economistas pueden identificar los factores de riesgo de una crisis bancaria o cambiaria, pero no predecirla. El conocimiento de los economistas es parcial e imperfecto. Y la interdependencia entre las elecciones y las decisiones hace casi imposible capturar la complejidad de la dinámica de una crisis.
Tirole es optimista. Saluda la entrada de la psicología en la economía "para conseguir una mejor comprensión de la conducta". Y felicita que la economía se haya acercado a otras ciencias sociales. Más aún, argumenta que "la antropología, el derecho, la economía, la historia, la filosofía, la psicología, la ciencia política y la sociología son realmente disciplinas que comparten los mismos sujetos de estudio: la misma gente, los mismos grupos y las mismas organizaciones".
Según Tirole, los efectos directos de una política son fáciles de entender. Más difícil es identificar y traer al debate público los efectos indirectos que "fácilmente pueden hacer que una política bienintencionada sea tóxica". Eso es lo que nos diferencia de la medicina, donde, en general, los efectos secundarios recaen sobre la persona que recibe el tratamiento. En economía, en general van sobre terceros. Tirole ejemplifica con el mercado de trabajo: la protección de algunos empleos vuelve más difícil conseguir trabajo para el desempleado. Y los medios también tienen la culpa, porque "ignoran el grupo más grande de gente que alterna entre empleo temporario y desempleo", ya que "no tienen cara y son sólo una estadística".
Tirole dedica varios capítulos a los temas en los que trabajó como investigador. Se ocupa de "los grandes desafíos macroeconómicos", empezando por el cambio climático. ¿Por qué no avanzamos en políticas qué reduzcan sustancialmente las emisiones con efecto invernadero? Porque no tenemos suficiente consideración por las generaciones futuras y por el problema del free rider (que significa que quien recibe un bien o un servicio no paga por él). Los beneficios de reducir el cambio climático, dice Tirole, son globales y lejanos en el tiempo, y los costos son locales e inmediatos.
El segundo desafío macro está en el mercado de trabajo y es el impacto combinado de la globalización, el cambio tecnológico y la inmigración, que deterioran las condiciones laborales. El análisis es específico del caso francés, pero el principio de solución que propone Tirole puede tener validez general: hay que proteger al empleado y no el puesto de trabajo. Además, propone más flexibilidad en la desvinculación a cambio de esa protección, y reentrenamiento.
Y presenta los problemas del proyecto europeo. Es un tema clásico en economía: la falta de un mecanismo fiscal que permita las transferencias entre estados y la falta de movilidad laboral entre países. Además, apunta el economista, el sur de la eurozona registró aumentos de precios y salarios muy por encima de su productividad y acumuló altos niveles de deuda pública y privada. El euro impide la solución nacional, que consiste en devaluar la moneda doméstica, y sólo quedan opciones difíciles de practicar: subir impuestos al consumo aumentando el precio de las importaciones o bajar salarios. Las soluciones apuntan a más federalismo, lo que conlleva compartir pasivos y riesgos. No es fácil en una población que demanda cada vez más soberanía.
En relación con la crisis financiera de 2008 y las finanzas en general, Tirole es crítico de los desarrollos regulatorios. Hay una divergencia entre el interés individual y el colectivo, por ejemplo cuando el CEO de Lehman Brothers, ya al borde del colapso, decidió comprar aún más hipotecas de baja calidad. Tenía sentido para él, pero no para la sociedad. Tirole cuestiona el rápido aumento de la intermediación financiera de las últimas décadas sin la suficiente supervisión regulatoria que llevaron a un sistema bancario hipertrófico. Y propone más regulación especialmente en el caso del shadow banking (la parte del sistema financiero que no tiene acceso a liquidez del banco central y se fondea en el mercado de corto plazo).
Pasa luego a los desafíos industriales. En temas de competencia y política industrial, ve al Estado como un "árbitro de los mercados". Una vez más, encuentra un rol importante para los economistas en el análisis de las políticas industriales, aunque reconoce las limitaciones para elegir ganadores y predeterminar la formación de aglomeraciones de actividades exitosas. Adaptado a los tiempos modernos, Tirole levanta el guante del desafío de la revolución digital. Quién es el dueño de la información, el impacto en el empleo y la dificultad de los países para gravar las nuevas ofertas tecnológicas son temas que forman parte de su discusión. Concluye con reflexiones sobre la tensión entre innovación y propiedad intelectual y las alternativas de regulación sectorial.
Tirole es uno de los pocos renacentistas que le quedan a la economía. Escribe sobre macro y micro con igual solvencia. Aunque los primeros capítulos son endogámicos y de interés sólo para el economista, los últimos levantan el guante y participa del público tomando posiciones fundadas y antipopulistas. La confianza de Tirole en el poder de su ciencia es enorme y termina reclamando que los economistas "guíen a sus países" por los desafíos socioeconómicos, con "humildad y convicción" en busca del bien común. Parafraseando a otro premio Nobel, Stigler, Tirole (se) propone ser un predicador moderno.
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