El dilema ético de Snowden
Hace unas semanas, cuand o vi en la BBC el testimonio de Edward Snowden, el empleado que decidió compartir información de la Agencia de Seguridad Nacional (y desde entonces es perseguido), inevitablemente pensé en la cantidad de veces que escuché historias en las que las personas en el trabajo se ven confrontadas a tener que hacer cosas que para ellas están mal.
Ofrecer un servicio que saben que no existe, decir que el problema estará resuelto en 24 horas, cuando saben que demorará 72, despedir a alguien de su equipo sabiendo que a su edad y en su situación le será difícil conseguir otro empleo, tener que ocultar datos de corrupción o evasión fiscal de sus empleadores.
En mayor o menor medida en algún momento, muchos aceptan hacer en el contexto del trabajo cosas que para ellos están mal, cosas que no harían a sus vecinos o familiares y que, sin embargo, acceden a hacérselas a sus clientes, proveedores, colaboradores o jefes.
Para poder aguantar en el trabajo, los sujetos despliegan diferentes estrategias de defensa. Una de ellas es negar su responsabilidad pensando que la culpa es del "sistema", del "Estado" o de la "empresa", según quien sea nuestro empleador o quien nos pida que hagamos aquello que nosotros aceptemos hacer. Los argumentos son variados: la crisis económica lo pide, los controles del Estado no dejan opción, todos lo hacen.
Con el correr del tiempo estos argumentos pueden transformarse en una ideología de defensa y para ser parte del colectivo es necesario compartirla y tomarla como propia. Si uno de los miembros del colectivo se atreve a hablar del sufrimiento que le implica hacer su trabajo, corre el riesgo de ser excluído por sus pares y acusado de tener poco coraje o de no estar a la altura para encarar lo que hay que encarar.
La paradoja es que, a partir del momento en que estas estrategias o ideologías defensivas se ponen en marcha, el sufrimiento que podía generar a los trabajadores hacer aquello que les parecía dañino para un otro disminuye. Dejan de tener el insomnio que les generaba hacer esa tarea o ya no lloran al colgar el teléfono tras los insultos de quienes han sido estafados, por nombrar sólo algunas de las formas que puede tomar el sufrimiento en el trabajo. Sin embargo, el sufrimiento ético persiste. En algún lugar de nuestro ser, uno sabe que lo que está haciendo está mal.
La banalización del mal fue profundamente estudiada por Hannah Arendt a la luz del juicio a Eichmann, que buscaba "hacer su trabajo lo mejor posible" a la hora de administrar el traslado de los prisioneros judíos hacia los campos de concentración, durante la Segunda Guerra Mundial. En los últimos años, el filósofo alemán Axel Honneth y el psiquiatra francés Christophe Dejours han retomado este debate.
Trabajar no sólo es producir sino transformar el mundo y transformarse a sí mismo, dice Dejours, y esto tiene consecuencias éticas. El silencio se constituye en una amenaza para nuestra salud mental, pero también para nuestra cultura. La posibilidad de discutir y repensar las reglas con las que trabajamos no sólo nos permitirá generar mejores resultados a nivel profesional sino también aportar al mundo aquello que está bien. Tal vez ésa haya sido la intención de Snowden.
El autor es docente de la Facultad de psicología de la UBA y de la UTN
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