El capitalismo de amigos es destructivo para los innovadores y los consumidores
A la hora de decidir políticas y también a la hora de votar, muchas veces se privilegian las vivezas antes que la valoración del mérito y del esfuerzo; un modelo económico de cupos, restricciones y sanciones no hace más que perjudicar al conjunto
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Una vez llegó a una pequeña ciudad un señor muy bien vestido, se instaló en el único hotel que había y puso un aviso en la última página del periódico local, diciendo que estaba dispuesto a comprar cada carancho que le trajeran por 100 dólares (podía pagar en yuanes, gracias al swap chino).
Ante la falta de recursos de la población, los habitantes de esa ciudad, sabiendo que estaba llena de caranchos, salieron corriendo a cazarlos. El hombre compró, como había prometido en el anuncio, los cientos de caranchos que le trajeron, dejando sin aves rapaces a la ciudad. Como quedaban muy pocos y era difícil cazarlos, hubo un momento en que los ciudadanos perdieron el interés por salir a la caza.
Entonces, el hombre ofreció 200 dólares por cada carancho y todos corrieron otra vez en su búsqueda. Nuevamente, fueron mermando los caranchos y el hombre elevó la oferta a 300 dólares por cada uno, pero ya era casi imposible encontrar uno. Llegado a este punto, el hombre ofreció 400 dólares por cada carancho, pero tenía negocios que atender fuera de la ciudad, así que dejó a cargo de su ayudante el negocio de la compra de esas aves.
Una vez que el hombre viajó a la ciudad, su ayudante se dirigió a los ciudadanos y les dijo: “Fíjense en esta jaula llena de caranchos que mi jefe compró para su colección. Les ofrezco venderles a ustedes los caranchos por 350 dólares cada uno y cuando mi jefe regrese de la ciudad, se los venden por 400 dólares”.
Resultó lo obvio que usted, amigo lector, ya imagina: los ciudadanos juntaron todos sus ahorros y compraron los miles de caranchos que había en la gran jaula y esperaron el regreso del jefe. Desde ese día no volvieron a ver ni al ayudante ni al jefe. Lo único que vieron fue la jaula llena de caranchos que compraron con sus ahorros de toda la vida.
Este conocido cuento, para mí, sintetiza lo que nos está ocurre como ciudadanos ante las promesas de los dirigentes. El “pueblo fue engañado”, pero convengamos que, antes, una parte quiso sacar ventajas. Claro que también hay un dirigente que actúa como “jefe” que engaña, y un círculo rojo prebendario (capitalismo de amigos) que actúa como “el ayudante” y se queda con la mejor tajada. De una manera u otra, ya no tomamos decisiones por ideología, sino por conveniencia. Nos cuesta aceptar que somos parte de una negociación en la que siempre nos llevamos la peor parte.
Nos prometen remedios más baratos, pero nos crean diez veces más enfermedades nuevas por no hacer cloacas o mejorar las infraestructuras barriales. Nos prometen financiar viajes de placer, pero es un martirio recorrer nuestras rutas en cualquier medio de transporte. Nos prometen subsidiar el costo del tren, pero el tren tarda días en llegar, o justo hay un paro cuando lo necesitamos. Perdemos mucho dinero cuando se descongela la heladera por un corte de electricidad, pero la boleta viene con una megaleyenda que dice: “Subsidiado por este comprensivo gobierno”.
Creo que muchos votan pensando en sus propios intereses. Reemplazamos la virtud del mérito y del esfuerzo por la viveza de lograr un buen contacto, o la militancia leal para con quien maneja un buen presupuesto. Al mantener intereses sectoriales, siento que estamos condenados a vivir con una gran distorsión de precios. Es difícil explicar que la energía, el combustible o el transporte sean un regalo en el país para nuestros vecinos. Llenan cines, teatros, restaurantes, farmacias. Hasta se dan el lujo de tirar nuestros billetes de mayor denominación como si fueran papelitos en una cancha de fútbol.
Pero la gran paradoja es que los bienes de capital, como autos, neumáticos, computadoras, remeras, zapatos, trajes, camperas, valen la mitad en los países vecinos que aquí, y nuestro salario es mucho menor que el de ellos. Eso se ve agravado por el hecho de que ellos tienen crédito y nosotros no. Esta inconsistencia no se puede mantener en el largo plazo. Los uruguayos cruzan el océano para comprar dentífrico, alimentos y también para ir al teatro, mientras nosotros cruzamos a comprar neumáticos o ropa.
Un día, mi amigo Roberto fue a comprar una correa para su perro a una veterinaria. “¿Cuánto vale?”, le pregunta al vendedor. “Mil pesos”, le respondieron. “Pero qué ladrones, en la veterinaria de enfrente cuesta 700 pesos”, dijo Roberto. “Comprala enfrente”, fue el consejo que recibió. Y, al afirmar mi amigo que en ese local el producto estaba agotado, el vendedor concluyó: “Bueno, cuando a mí se me agote, también la promocionaré a 700 pesos”.
Está claro que la distorsión es el resultado de la mala política intervencionista del Estado. Cuando las cosas se normalicen vamos a importar bienes de capital y vamos a exportar solo los insumos de esos bienes de capital. Es decir, compraremos el valor agregado extranjero, al contrario de lo que se dice que hacemos. Nos están primarizando cada vez más, abusando de nuestro ya castigado sector agrario, financian los subsidios –que desalientan la producción– con el esfuerzo de quienes invierten en suelo local.
El sector productivo no logra disfrutar de los logros de convivir con un modelo de cupos, restricciones y sanciones. Algunos funcionarios cobran por limitar y no por producir, y se les ve felices con ese modelo. Dicen proteger a la industria, cuando solo protegen a los capitalistas amigos y no a empresas competitivas. Achacan a los que buscan el esfuerzo como condición de progreso la culpa de las ineficiencias del Estado, que en vez del mérito usa la lealtad y la militancia para distribuir cargos. Culpan a los medios de comunicación o a los periodistas cada vez que hay un error o un delito. Si quien habla o escribe piensa como uno, eso lo convierte en un ser brillante, pero si piensa distinto es porque “está ensobrado”. Una persona radicalizada es aquella cuyas opiniones difieren radicalmente de las mías, decía mi bobe Ana.
Cada individuo puede juzgar mucho mejor cuál es el mejor uso que puede hacer de su capital y de su producto, y qué puede ser de mayor valor para sus necesidades, que lo que cualquier funcionario público o legislador puede decidir por él.
El que se cree un estadista capaz de dirigir a los ciudadanos en lo que respecta a la forma en que deben emplear su capital o su esfuerzo, asumiría una autoridad muy peligrosa.
Y, aunque es bueno consultar fuentes modernas, no olvides las lecciones que nos dejaron miles de años de historia: nunca es bueno coartar las libertades individuales.
Más actual que nunca, bien vale el eslogan: “Veo demasiada gente que se dice progresista; te trata como Stalin y vive como Rockefeller”.
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