Nadie podía suponer que aquel niño de diez años que lloraba sin consuelo en el funeral de su único hermano llegaría a tener a Rusia en un puño. Los 2665 kilómetros que lo separaban del corazón del poder imperial no eran una distancia tan grande como la que existía entre esa persona apocada y el extravagante monje que terminó congelado en el río Neva.
Grigori Yefímovich, nació el 22 de enero de 1869, en una aldea siberiana llamada Pokróvskoye, ubicada casi en el límite con Kasajistán. Era hijo de un mujik, uno de aquellos campesinos pobres que hasta 1861 fueron siervos del zar (Alejandro II les dio la libertad). Así fue llamado despectivamente hasta su muerte, aunque ya fuese conocido mundialmente como Rasputín.
A los diez años sufre el primer gran golpe. Junto con su hermano se caen al río Turá, que surcaba su aldea. Él sobrevive, pero su hermano muere días después. Desde entonces, Grigori ya no sería el mismo: se transformó en un ser ensimismado, extraño y taciturno. Robusto, desgreñado y de mirada penetrante, de adolescente se volvió alcohólico y peleador.
Pese a que se sabe que en su aldea existían varias escuelas y que dar educación a sus hijos era una de las aspiraciones de la clase baja rusa, él nunca pisó un colegio: fue toda su vida un semianalfabeto. Trabajó un tiempo de transportista, con uno de los carros que tenía su padre, y a los 20 se casó con Praskovia Dubrovina, con quien tuvo tres hijos.
Pero un día, sin que nadie supiera por qué, se fue de la aldea. Anduvo un tiempo sin rumbo y sin destino, hasta que ingresó en una iglesia ortodoxa y se convirtió en starets, una especie de consejero y maestro en las iglesias ortodoxas. Después de diez años, volvió al vagabundeo y empezó para él un tiempo en el que recogió vastos conocimientos de espiritismo, hipnosis y curanderismo.
En 1903 llegó a San Petersburgo , la capital de la Rusia zarista. Gracias a su enorme magnetismo (Alexandre Sumpf dice en su libro, Grigori Rasputín, que no se sabía si su mirada era angelical o diabólica), pronto envolvió y sedujo a damas de la aristocracia. Una de ellas, Ana Vyrubova, se los presentó alzar Nicolás II y a su mujer, Alejandra Fiódorovna Románova.
La pareja real tenía un doloroso secreto de cuya reserva dependía el futuro del imperio: el zarévich Alexei, su único hijo varón y heredero al trono, padecía hemofilia y podía morir en cualquier momento. En ese contexto, un día se produce el milagro. El chico se cae de la bicicleta, tiene hematomas en todo el cuerpo y entra en crisis.Como último recurso llaman a Rasputín, quien con su sola presencia logró curarlo. A partir de se día fue Dios para Nicolás y Alejandra.
Desde ese momento, su ascenso al poder fue meteórico. Durante diez años, manejó a su antojo uno de los imperios más grandes, fastuosos e ilustrados que conoció la historia. Curandero, místico y oscuro, se hizo omnipresente en la vida rusa, sobre todo en la aristocracia. Recibía dinero del zar y la zarina, pero además tenía grandes ingresos de la multitud que se agolpaba en su casa haciendo largas colas durante todo el día para recibir su "sanación". Un solo dato pinta el status que había alcanzado: su fantástica casa, en la calle Gurukaia, tenía teléfono y ascensor, dos lujos en esa época.
Su leyenda incluye el mote de coloso sexual, que se acostaba con cuanta mujer se le acercaba, desde nobles hasta prostitutas. Casadas o solteras, lo mismo daba. También se dijo que no despreciaba a los hombres. Incluso, siempre se sostuvo que se acostaba con la esposa del zar. Algunos más atrevidos llegaron a afirmar que también con sus cuatro hijas (Olga, Tatiana, María y Anastasia) y el pequeño zarévich. Pero eso nunca fue comprobado. Sí se sabe que era el único fuera de la familia real que podía visitar a las duquesas cuando estás estaban en camisón en su cuarto.
En 1914 estalló la Primera Guerra Mundial y, por consejo de Rasputín, Nicolás II comete el error de tomar el mando de las tropas e ir personalmente al frente. Entonces, el poder del starets aumentó todavía más. Ya directamente escribía órdenes de puño y letra y manejaba todo a su gusto y parecer.
Aquel campesino pobre y semianalfabeto ahora se había hecho construir una fastuosa izba en su pueblo natal y ya no usaba sus sucias camisas, sino que se mostraba en batas de seda que le regalaba la zarina. Vivía de orgía en orgía y se emborrachaba todas las noches. Y lo que es peor: ostentaba opulencia en un Petrogrado (desde 1914 la capital imperial pasó a llamarse así) donde el racionamiento de guerra mataba de hambre a la población.
Pero en esa desmesura de derroche y poder, se estaba gestando el germen de su destrucción. El hombre se pasó de la raya. Su sombra abarcó más de lo debido: se metió con la política, el ejército y hasta la iglesia. Y pronto fue puesto como el gran culpable de la decadencia de un imperio que, de todos modos, ya tenía sobradas razones como para derrumbarse (entre otras, la incompetencia del propio zar).
Para colmo, ya sin ningún reparo, Rasputín repartía cartas íntimas que se escribía con la zarina y sus hijas, en las que siempre era nombrado como el "Amigo" o incluso recibía insinuaciones que fueron tomadas por algunas como comprometedoras, como aquella en la que Alejandra le decía: "Cómo desearía poder descansar en tus hombros en estos momentos tan duros…". Fue demasiado para algunos nobles, que ya se la tenían jurada. Decidieron asesinarlo.
El príncipe Félix Yusúpov, que estaba casado con Irina Alexándrovna, sobrina del zar, elaboró un plan, junto con Dimitri Pavlovich Romanov y Vladimir Puriskevich. Se sospecha que también participaron un oficial llamado Iván Sujotin y un tal doctor Lazavert. Con el cebo de que se podría acostar con Irina, una gran belleza sobre la que Rasputín ya había posado sus ojos, el monje fue invitado al palacio renacentista que tenía Yusúpov a orillas del río Neva.
Aquella noche del 29 y 30 de diciembre de 1916 (16 al 17 de diciembre en el calendario juliano), Rasputín se puso una camisa de seda rosa, se perfumó y fue acudió a la cita. Allí, el príncipe le sirvió masas y vino envenenados con cianuro y lo entretuvo diciéndole que su mujer estaba en otro cuarto con amigas. Rasputín comió y tomó vino, pero no se murió (muchos lo atribuyen a su gran resistencia y otros opinan que la dosis de veneno no fue la adecuada).
Como el starets tenía fama de inmortal entre quienes seguían sus aventuras, Yusúpov se desesperó y le disparó con su pistola Browning. Rasputín cayó fulminado al piso. "Al fin terminó la pesadilla", se dijo el príncipe. Y corrió a avisarle al resto de los implicados. "El Diablo está muerto", les gritó. Pero cuando volvió al cuarto para examinar el cadáver, vio que el monje no solo estaba vivo, sino que tenía fuerzas como para tomarlo del cuello.
Aterrado, Yusúpov llamó a los gritos a Puriskevich, que acudió en su ayuda y le disparó varias veces sin suerte al monje, que logró escapar (todo este episodio es muy confuso y todo lo que se sabe es gracias a confesiones de los propios asesinos). Una vez en la calle helada, Puriskevich vuelve a disparar tres tiros y esta vez acierta. Se acerca a la víctima y la remata con un cuarto disparo (hay fuentes que dicen que archivos desclasificados del gobierno inglés dan a entender que el disparo mortal lo dio un francotirador del servicio secreto británico).
Según cuenta Alexandre Sumpf, tan improvisados eran los conspiradores que no tenían preparada ni una manta para envolver el cuerpo, y terminaron usando para eso unas cortinas. El cuerpo atado de Rasputín fue arrojado al Neva. El 18 de diciembre, cuando lo rescataron y le hicieron la autopsia, descubrieron que el hombre recién murió de hipotermia en el río. Es decir, que hizo falta veneno, cuatro disparos y el agua helada para matarlo. No por nada se lo creía inmortal.
Se dijo de todo de él, se tejieron mil hipótesis sobre su muerte y sus propios asesinos dieron versiones distintas. Pero lo cierto es que la vida de Rasputín, el "monje loco" que hipnotizó a un imperio, terminó abruptamente a los 47 años. Quizá sabedor del destino que le esperaba, poco antes había dirigido su última profecía al zar: "Si me mata la gente del pueblo, tu dinastía sobrevivirá. Pero si me matan los nobles, en menos de dos años tú y tus hijos estarán todos muertos". La familia Romanov fue asesinada el 17 de julio de 1918, en el sótano de la casa Ipátiev, en Ekaterimburgo.
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