Economía no convencional: nuevas tácticas para medir y combatir la discriminación
Un equipo de investigadores se propuso observar qué comportamientos hay en el mercado inmobiliario con respecto a las comunidad LGBTQ+; cuáles fueron los resultados
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“No es que haya nada malo en eso…” es una frase que todos los fans de Seinfeld reconocen al instante. El contexto es el siguiente: Seinfeld y su desopilante ladero George intentan convencer a una periodista de que no son una pareja gay, tras lo cual sueltan la frase, que se convirtió en un meme temprano, vinculado con lo que a la sociedad le cuesta hablar de la comunidad LGBTQ+.
Estas dificultades son un reflejo directo de la esencia de la acción de discriminar: el discriminador discrimina y, a la vez, intenta que no se note, como quien tira la primera piedra, pero con la mano invisible de Adam Smith. Y ahí radica el problema de medir actividades como el contrabando, la economía en negro o la discriminación: las acciones vienen acompañadas de “contra acciones”, para “que no queden huellas”, como rezaba una vieja canción de Adrián y sus Dados Negros.
Ciertamente, hay discriminación en contra de la comunidad LGTBQ+. El problema es cómo cuantificarla, tanto para señalar su existencia como para medir su intensidad y orientar la implementación de políticas para combatirla. Por lo señalado antes, cualquier método trivial parece ser una idea de patas cortas: hace falta una estrategia sofisticada para atravesar el manto de hipocresía que cubre a la discriminación. Este es el desafío que encararon la joven economista Florencia Pinto y un equipo del Centro de Estudios Distributivos, Laborales y Sociales de la Universidad Nacional de La Plata.
Pinto y sus coautores se focalizan en el caso del mercado inmobiliario. El método trivial para detectar y medir discriminación consistiría en preguntarles a las inmobiliarias si discriminan. Algo tan absurdo como cuando, en Los Soprano, Meadow le pregunta a su padre Tony, capo de la mafia de Nueva Jersey: “Papá, ¿estás en la mafia?”. Nada por ahí. Otra alternativa es preguntarles directamente a los miembros de la comunidad LGTBQ+ si han sido víctimas de discriminación. Esta ruta es crucial y tal vez efectiva, pero se choca con que las inmobiliarias responderían que en realidad se han negado a ofrecer alquileres a miembros de esa comunidad por razones “aceptables”, por ejemplo, porque perciben que no cuidarán el departamento a alquilar, o porque creen que no cumplirán con el contrato de alquiler, pero jamás por ser gays o trans, porque “no es que haya nada malo en eso…”, como diría Seinfeld.
Y ahora sí: he aquí la audaz estrategia usada por Pinto y los coautores del trabajo. Programaron un robot computacional para leer 3624 avisos online de oferta de alquileres en la Argentina, Ecuador, Perú y Colombia, y respondieron haciéndose pasar por parejas heterosexuales, homosexuales y trans. Por ejemplo, una respuesta que dice “hola, mi nombre es Marcelo, y con mi pareja, Tamara, estamos interesados en el departamento”, indica que se trata de una pareja heterosexual. Cambiar Tamara por Marcos señala a una pareja homosexual. El caso trans es más complejo. Los autores apelaron a agregar “ella es trans” luego del nombre, siguiendo la práctica de otros estudios preliminares.
Para que la estrategia funcione es relevante aleatorizar las respuestas; es decir, hacer que la asignación de respuestas a las distintas categorías sea fortuita, para que las frecuencias de contestaciones recibidas difieran por pertenecer o no al grupo LGTBQ+ y no a otra cosa. Este artilugio para aislar efectos discriminatorios se usó de forma exitosa en otros casos.
Martín Rossi, de la Universidad de San Andrés, y sus coautores usaron una lógica similar para detectar discriminación sobre la base del aspecto físico: con la ayuda de un diseñador profesional, crearon individuos ficticios, cuyas fotos en sus CV fueron “afeadas” artificialmente, para ver qué impacto había en las respuestas a pedidos de trabajo.
En igual línea, el economista argentino Ignacio Sarmiento Barbieri llevó a cabo un experimento que altera los nombres de los aspirantes a trabajos en el mercado estadounidense, para detectar discriminación en contra de las comunidades latinas y afroamericanas. Los resultados, en ambos casos, son los esperables: personas idénticas en cualquier dimensión (formación, lugar de residencia, etcétera) son discriminadas por su aspecto físico o por su etnia.
Los resultados que arrojó el estudio de Pinto son alarmantes. Los miembros de la comunidad trans reciben un 27% menos de invitaciones a ver los departamentos que sus pares heterosexuales. Como en el caso de los estudios de Rossi o Sarmiento Barbieri, personas idénticas en cualquier otra dimensión son discriminadas por el mero hecho de ser trans, y esta es la contribución del enfoque experimental: al aleatorizar, la única diferencia entre los potenciales inquilinos es su condición en relación al colectivo LGBTQ+. Interesantemente, el estudio no encuentra discriminación en contra de parejas homosexuales.
Este tipo de estudios no está exento de críticas y limitaciones. Una es que los resultados se refieren al intercambio inicial de mensajes y no a toda la transacción inmobiliaria. Por ejemplo, el estudio no encuentra efectos en contra de gays, pero puede que la acción discriminatoria ocurra después de las respuestas a un mensaje electrónico, durante una entrevista posterior.
Así y todo, esta limitación no altera el resultado inicial: que las parejas trans son víctimas de discriminación en la etapa estudiada. La enorme ventaja de este enfoque científico es que el estudio es reproducible: puede ser replicado para otros mercados (laborales, educativos, etcétera), en otros períodos o países, o escrutado y modificado por los que dudan de los resultados o tienen ideas para mejorarlo. Como cualquier buena investigación, el puntilloso estudio de Pinto contiene una enorme batería de chequeos que garantizan que los resultados son robustos a variaciones esperables en definiciones, métodos y datos.
El estudio también sugiere un comentario relevante en tiempos de big data. Los 3624 casos analizados suenan a nada en comparación con los millones de datos de las redes sociales, o con los millones que son captados por sensores digitales y que son el paradigma de moda en tiempos de big data e inteligencia artificial. El estudio de Pinto es una celebración de los logros del enfoque estadístico clásico, el de los experimentos científicos, el de las encuestas bien diseñadas, el de “small data”: unos aparentemente pocos datos, pero que obedecen a un patrón experimental en el que está claro cuál es la causa (pertenecer o no al colectivo LGTBQ+) y cual el efecto (ser discriminado), pueden ser muchos más útiles que un océano de datos anárquicos, que confunden causas con consecuencias.
El estudio comentado confirma que, contra lo que sugería Seinfeld, todavía hay mucha gente que cree que hay algo malo en relación con el colectivo LGTBQ+, y que los datos pueden hacer mucho por revelar y revertir estas injusticias.
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