El país que se come a sí mismo
El deterioro de la situación social es tan calamitoso como incierto y su causa no está en la pandemia. En el presente siglo los gobiernos supieron ofrecer tantos planes de asistencia social como excluidos fueron generando sus ineficaces políticas públicas. En cuanto a las asistencias sociales, no importa mucho si fueron por amor o por espanto; sin ellas la situación sería más grave. Pero eso no es excusa ni argumento. Lejos están esas ayudas, y mucho menos sus beneficiarios, de ser la causa del problema. Y no sirve echarle la culpa a la pandemia, ni al gobierno anterior, ni al anterior del anterior.
El hecho de que más del 60% de la fuerza de trabajo esté desocupada, desalentada o tenga un trabajo precario, cuando no de indigencia, o el hecho de que más del 40% de la población viva en hogares con pobreza multidimensional, o que tres de cada diez niños sufran inseguridad alimentaria (un 15% la padece en forma severa), y que, para aliviar todo esto, aunque sin dar una solución, el 53% de la población reciba en su hogar asistencia social, constituyen evidencias ciertas, no de un desastre natural, sino de un fracaso sistémico de la política y sus clases dirigentes.
Pero no solo la pobreza describe nuestro problema, sino también la desigualdad, que se expresa en crecientes brechas en cuanto al acceso a la vivienda digna y a servicios como agua, energía y saneamiento. La segmentación social también se refleja en la educación, la salud, la protección social y la seguridad ciudadana. La calidad y la expectativa de vida de los habitantes varía en función de su nivel socioeconómico y de su lugar de residencia. Estas inequidades estructurales afectan los consensos ciudadanos e imponen mayores desafíos a cualquier ingeniería social.
El país viene despeñándose desde hace más de medio siglo, y aunque ahora pareciera que tocamos fondo, siempre se puede estar peor. En todo este tiempo se pusieron en juego muy variados dispositivos políticos e ideológicos, no solo con promesas falaces, sino también -y esto es lo que importa- absolutamente erradas.
Es clave entender que, dadas las estructuras de intereses en juego, nuestro sistema social no solo no logra generar los ingresos necesarios para garantizar la reproducción simple de la sociedad, sino que debe consumirse activos valiosos para no entrar en colapso. El efecto sistémico de esa dinámica no es otra que la autofagia social (comerse a sí mismo). Entre los activos a sacrificar no solo están los fondos de reserva, los capitales de inversión y los recursos humanos descartados, sino también los proyectos de progreso, la vocación de servicio, los compromisos morales, la cohesión social, las representaciones políticas democráticas, etcétera. Nuestro capital social, cada día más devaluado.
Los agentes locales más poderosos buscan no perder sus ventajas o, incluso, concentrar privilegios, Y generalmente lo logran. Pero tampoco ellos son los responsables de este derrotero, casi único en el planeta. El resultado es un empobrecimiento estructural que nos deja en cada nuevo ciclo en condiciones más débiles para recuperarnos. Este gobierno, al igual que el anterior, no parecen tomar conciencia del brutal empobrecimiento general, creciente y acumulativo. Si lo hubiesen hecho -unos u otros-, sus agendas políticas habrían tenido otras prioridades. La construcción de un diálogo político abierto, la convocatoria a discutir reformas estructurales, la inclusión como política de Estado del campo científico y el involucramiento de expertos para buscar soluciones, la ampliación de la participación ciudadana, etcétera, podrían ser algunos de los mojones para comenzar a revertir la caída constante.
La autofagia social no se detiene neutralizando, reprimiendo ni marginando a quienes demandan el derecho a progresar que ofrece la Constitución, sino multiplicando y distribuyendo equitativamente las capacidades de desarrollo humano y de integración social. La superación de la crisis requiere un horizonte de mayor crecimiento con mejor distribución. Encontrar la salida al problema exige no equivocar el diagnóstico de por qué estamos donde estamos, y coordinar acciones para construir las soluciones. Todas tareas que corresponden al campo aún inimputable de la política y sus devaluados liderazgos.
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