Dolarizar el sistema productivo
Mucho se ha hablado, dada la inestabilidad monetaria en la que se encuentra nuestro país, acerca de dolarizar la economía. Una vez más, y como sucede cada vez que nos acercamos a una hiperinflación, surge la idea de olvidarnos del peso y lograr que todas las transacciones efectuadas en el país usen la moneda dólar como unidad de medida. La mayoría de las voces que se han hecho públicas son de economistas o políticos, los primeros esgrimiendo la teoría que bien aprendieron en prestigiosas universidades, los segundos tratando de identificar cuales son las verdaderas chances políticas de poder implementar semejante cambio. Ambos, en su mayoría y con algunas pocas excepciones, no creen aún que dolarizar sería bueno para el país.
Quizás sea porque la teoría económica dice que cada país debe tener un Banco Central que suavice los shocks externos a través del manejo de la tasa de interés y el tipo de cambio. O quizás sea porque los políticos crean que el Peso es un símbolo de la soberanía y que perderlo sería como perder la bandera o el himno nacional. Lo cierto es que el temor ha provocado el debate, pero no la suficiente reflexión. No se analizan a fondo, a mi criterio, las posibles consecuencias de una dolarización de la economía argentina, lo que significaría para su sistema productivo, y por ende para el bienestar de la población.
Los empresarios, estando quizás demasiado ocupados tratando que nuestras empresas sobrevivan a este maremagnum de inestabilidad, regulaciones, imposiciones y desgobierno, no hemos podido emitir todavía un mensaje consensuado. La voz que transmita lo que el uso del dólar como única moneda de curso legal podría implicar, positivamente.
La inestabilidad monetaria ha sido una de las causas principales de las crisis macroeconómicas de los últimos 50 años. Mi intención no es analizar la historia, pero simplemente quiero resaltar que cada vez que se genera incertidumbre política se trata de uno de dos motivos: o el dólar aumentó desmesuradamente o la tasa de inflación se desbocó. No tenemos crisis como tienen otros países: guerras, terremotos, invasiones externas, matanzas étnicas, huracanes. Apenas algunas inundaciones menores o sequías temporales son todos los cataclismos que podemos invocar. Pero todos sabemos que no es por cuestiones geopolíticas o desastres de la naturaleza que estemos como estamos.
Estamos como estamos por nuestra incapacidad de sostener una moneda estable, algo que la mayoría de los países logra sin demasiado esfuerzo. Las dos variables a las que me referí antes, tipo de cambio e inflación, están íntimamente relacionadas, ya que una fogonea a la otra a través de las expectativas. Y lamentablemente, lo hacen a destiempo, generando una inestabilidad adicional: largos periodos en los que somos muy competitivos para el mundo, con el peso devaluado, seguidos por largos periodos en los que somos muy poco competitivos con el dólar atrasado. Pero sabemos que siempre, siempre, a la larga, terminan cabeza a cabeza.
Los productos y servicios que producimos en nuestro país tienen un valor internacional que es medianamente estable. Una tonelada de trigo, un auto, el sueldo de un ejecutivo, una hamburguesa, son todos bienes y servicios transables que deberían tener, en una década, casi el mismo precio en dólares.
Lo que genera inestabilidad, es comerciar estos productos en una moneda depreciada, que tiene que ser canjeada después por otra moneda que la gente quiera atesorar. El producto o servicio es el mismo, lo que cambia es su valor en pesos.
Desde adentro de las empresas, perdemos demasiado tiempo para poder navegar en este mar de inestabilidad, que además nos quita recursos que podríamos estar destinando a mejorar nuestros productos, a construir plantas donde producirlos, a diseñar estrategias de comunicación para atraer nuevos clientes, a optimizar procesos. Hoy estamos abocados a mantener actualizado el valor de nuestros productos en pesos, porque sabemos que si no lo hacemos simplemente nuestras empresas colapsan.
¿Cómo podemos aumentar el sueldo de nuestros trabajadores (para que ellos mantengan su poder adquisitivo y su nivel de vida) si no aumentamos el precio de lo que ellos producen y que nuestras empresas venden? ¿De dónde sale la diferencia para absorber ese aumento? Si no suben los precios en pesos, las empresas pierden rentabilidad, dejando cada vez más vulnerables a sus trabajadores. Obviamente esto es como un perro que se quiere morder la cola, y que nunca termina de dar vueltas.
Para las compañías que exportan o importan, ambos sectores vitales para el desarrollo de la economía, esta inestabilidad entre tipo de cambio e inflación le hace perder millones de dólares en negocios truncos. En los períodos en los que no somos competitivos, nuestra producción es reemplazada por otros países más competitivos que el nuestro. Y en los períodos en los que somos muy competitivos debido a un peso devaluado, no podemos importar lo que necesitamos como insumos para productos de venta local por la reducción de la demanda. Ambas situaciones nos obligan a desandar caminos de relaciones comerciales con clientes y proveedores, lo cual a mediano plazo conspira contra el desarrollo de nuestros negocios, con un resultado muy preocupante: en la Argentina la tasa de inversión es muy baja.
La “lluvia de inversiones” que anunció Macri y que nunca llegó, demuestra que no son solo buenos modales lo que necesitan los inversores a la hora de afincar dólares en nuestro país. Deben poder predecir su rentabilidad y tener la certeza de que alguna vez podrán repatriar su capital y sus ganancias a sus países de origen. Algo tan simple como eso. Y está claro que en Argentina hoy ni lo uno ni lo otro es posible.
La experiencia de Ecuador
Ecuador dolarizó su economía en el año 2000, estando inmerso en una fenomenal crisis monetaria y política, muy parecida a las que tantas veces vivimos en nuestro país. Estaba en default, con un déficit financiero equivalente a 4,4% del PBI, con los depósitos de la gente congelados en un corralito similar al que sufrimos nosotros en el 2001. No tenían reservas suficientes en su Banco Central. Su presidente de entonces, Jamil Mauhad, tomó la valiente decisión de dolarizar la economía. Solo 11 días después de aprobada la ley de dolarización un golpe militar que se venía gestando desde el congelamiento de los depósitos lo sacó de la presidencia. Pero la dolarización subsistió, y lleva ya más de 20 años con un índice de aprobación de más del 95% de la población. Durante este tiempo, Ecuador quintuplicó su PBI en dólares (de U$18 a U$106 mil millones), mientras que en la Argentina mantenemos el mismo nivel de PBI. Triplicó tanto sus importaciones como sus exportaciones. Aún teniendo un gobierno populista como el de Rafael Correa, tuvo una tasa de inflación aún más baja que EEUU, que ha promediado 2% por año.
La estabilidad de precios contribuyó a que el sistema financiero otorgara préstamos a las empresas y trabajadores ecuatorianos a tasas de interés razonables, dándole reales posibilidades de progresar. Gracias a una mayor competitividad real, y no producto de devaluaciones efímeras, las empresas ecuatorianas pudieron tecnificarse y acceder a nuevos mercados, y los trabajadores pudieron acceder a una vivienda digna, comprar un auto, educar a sus hijos en buenas universidades. Esta movilidad de Ecuador se tradujo en un incremento promedio del ingreso de US$1600 a US$6000 per cápita. Usando la misma métrica, en la Argentina, en los últimos 20 años pasamos de US$9000 a US$7500 per cápita. Ecuador bajó su índice de pobreza del 62% al 28% en esos 20 años, mientras que en la Argentina la mantenemos en el 40%.
Es hora de dialogar, escuchar y aprender de lo que otros países hicieron bien.
La mayoría de los argumentos que economistas y políticos argentinos esgrimen en contra de dolarizar en Argentina eran también aplicables al Ecuador del año 2000. No alcanzarían las reservas, no tendrían banco central para afrontar shocks externos, no podrían competir contra países más grandes como Perú y Colombia (en nuestro caso Brasil), se perdería la soberanía monetaria (sea lo que sea que ello implica), ¿de donde saldrían los dólares necesarios?
Sin embargo, a la luz de los resultados de Ecuador 20 años después de haber tomado tan drástica medida, resulta bastante obvio que la dolarización no solo es posible sino que además es también altamente recomendable para nuestro país. Y lo que es mejor, contaría con una aprobación casi unánime de la población, pasando por encima de la grieta. Y eso sucede porque contrariamente a lo que se piensa, la dolarización le da más herramientas a las clases pobres que a las ricas, que ya de por sí tienen acceso a propiedades que mantienen su valor histórico en esa moneda. Prueba de esto es que en el reciente levantamiento indígena de Ecuador, en ningún caso figuraba como una de las demandas de los indigenistas devolver al Sucre su condición de moneda nacional.
Estas reflexiones, que hago a título exclusivamente personal, quieren abrir un debate, necesario y urgente, pero racional, no ideológico. Se nos acaba el tiempo.
El autor es empresario
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