Dolarización, divino tesoro: la sociedad argentina no debería ser sometida a un nuevo experimento
Con una suba del IPC de 15% en el primer trimestre y un piso de 60% para 2022, florecen las propuestas de adoptar al dólar como atajo “disruptivo” para terminar con la inflación
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En su versión clásica, que consiste en el reemplazo de los pesos por dólares, la prédica dolarizadora suele pasar por alto algunos detalles. Entre ellos, los costos iniciales asociados a un tipo de cambio de convertibilidad que, a precios de hoy, sería de al menos $600 por dólar, la paridad que surge de dividir la base monetaria (hoy en $3,7 billones) por las reservas netas propias (US$6100 millones después del desembolso del FMI). De hecho, el tipo de cambio de arranque sería mayor, si tomamos en cuenta que el BCRA debería guardar un importante colchón de reservas para prevenir corridas en un sistema bancario dolarizado de prepo (hoy hay $5 billones adicionales de deuda del Banco Central que respaldan casi el 50% de los depósitos privados en pesos).
Como infiere Domingo Cavallo en un reciente informe, es probable que quienes proponen esta dolarización se imaginen implementándola después de una hiperinflación que licúe el stock de pesos, similar a la que precedió a la convertibilidad en 1991. En otras palabras, estaríamos hablando de un plan para bajar la inflación que, paradójicamente, precisa una hiper como condición de partida. Dicho plan supone además que no habría espiral distributiva (a diferencia del Rodrigazo de 1975, cuando las demandas salariales fueron inmediatas tras la duplicación del dólar y las tarifas) y que la crisis obligará al país a avanzar en las reformas estructurales pendientes.
La dolarización tiene otras dudosas virtudes. Por ejemplo, requiere la conversión forzosa -y consecuente licuación- de los títulos en pesos a un tipo de cambio artificialmente alto. Es cierto que el grueso del ahorro de los argentinos elude la moneda nacional y, en su mayoría, el sistema financiero local. Pero los activos en pesos son hoy, cepo mediante, la única alternativa a la inflación para financiar el déficit fiscal, y el destino de gran parte de los pesos acorralados donde se refugian el capital de trabajo de las empresas y el ahorro de los hogares de ingresos medios y bajos.
Grandes esperanzas
En sus promesas, la dolarización no difiere mucho de la convertibilidad: un freno a la inercia inflacionaria al “dinamitar al BCRA” y cortar el financiamiento monetario. Supone que, tirando al río la llave, el Tesoro se vería obligado a cerrar las cuentas fiscales con un realineamiento automático de precios relativos (tras el fogonazo inflacionario).
De nuevo, la historia siembra dudas sobre estas aspiraciones. Recordemos que la convertibilidad tuvo éxito en sus primeros cinco años en parte gracias a que el Plan Bonex reestructuró antes la deuda en pesos del Banco Central (lo que hoy son las Leliq) y consecuentemente los depósitos, el plan Brady reestructuró con bonos la deuda externa, el país hizo un ajuste fiscal acompañado de reformas -discutidas, pero no por ello menos profundas– que apuntalaron la competitividad, y el dólar se debilitó globalmente, compensando la inflación (en dólares) del 60% acumulada por inercia en los primeros dos años. Y que el 1 a 1 perdió su gracia en sus segundos cinco años cuando cambiamos prudencia fiscal por deuda externa, minutos antes de que el fortalecimiento global del dólar terminara de cortarle las piernas al milagro argentino.
Más al punto de esta nota, recordemos por último que, ya sin acceso al mercado y sin un Banco Central que lo financiara, fue el mismo Tesoro el que imprimió pesos bajo otro nombre (Lecop) demostrando, como si hiciera falta, que la disciplina no se impone por ley.
Sin retorno
Tal vez aquí radique la principal diferencia entre la convertibilidad y la dolarización oficial: pesificar contratos es difícil y cuestionable, pero posible; pesificar el circulante en el bolsillo (que de eso se trata dar marchas atrás con la dolarización oficial) es virtualmente imposible.
Los únicos dos países que dolarizaron oficialmente después de la caída de Bretton Woods en los 70 fueron El Salvador (en tiempos normales) y Ecuador (en medio de una crisis cambiaria). Ambos países lo hicieron después de que el FMI incluyera a fines de los 90 a la convertibilidad dentro de la caja de herramientas de la ortodoxia y poco antes de que la crisis argentina modificara radicalmente la manera en que pensamos la política cambiara en el mundo en desarrollo. Casi inmediatamente, ambos países comenzaron a sondear caminos de salida. Pero la dolarización –y sus consecuencias– son virtualmente irreversibles: aun haciendo los deberes, los países quedan atados a los shocks externos (el precio del crudo, la competencia china, el ciclo financiero mundial) sin capacidad para amortiguarlos. El problema de quemar las naves, se sabe, es que a veces toca volver nadando.
Dolarización real
En paralelo al debate de la dolarización oficial, surge una variante blanda: la de hacer del dólar una moneda de curso legal que compita con el peso. Es decir, que los salarios, los precios de bienes y servicios y los impuestos puedan ser denominados (y su pago sea exigible) en dólares. Así, se trataría de sumar, a la actual dolarización de ahorros, la adopción del dólar como medio de pago y unidad de cuenta: la dolarización de la economía real. De nuevo, sus promotores enfatizan las promesas y minimizan los riesgos.
Es cierto que la dolarización real reduce los costos de transacción y los riesgos de licuación, pero pensar que un cambio de moneda disparará una repatriación de ahorros dolarizados que apuntale el crecimiento, aun tras una eventual eliminación del cepo, luce tan optimista como esperar que un simple cambio de elenco atraiga una lluvia de inversiones no financieras.
Del lado de los riesgos, la competencia con el dólar complica la política monetaria. Inflación y devaluación se vuelven profecías autocumplidas: la expectativa de devaluación dispararía una sustitución de pesos por dólares que a su vez recortaría la demanda de pesos alimentando la inflación (y convalidando la expectativa).
Para mitigar este problema, sus promotores suelen proponer la dolarización de depósitos y préstamos bancarios, lo que introduce un segundo riesgo: la fragilidad del sistema bancario. La salida traumática de la convertibilidad, cuando salieron 20% de los depósitos de los bancos y el BCRA se quedó sin reservas, debería hacernos reflexionar. Aquella corrida de 2001 fue alimentada por el temor a que una devaluación volviera incobrable los préstamos en dólares a deudores con ingresos en pesos, llevando a una quiebra generalizada del sistema o a una pesificación compulsiva para evitarla (de nuevo, convalidada en los hechos).
De hecho, fue precisamente la restricción a intermediar los dólares en los bancos lo que nos permitió enfrentar dos episodios de estrés financiero sin una crisis bancaria: en 2012, cuando el kirchnerismo puso el cepo y salieron la mitad de los depósitos en dólares, y en 2019, cuando después de las PASO el retiro de depósitos en dólares superó el 60%. Sería paradójico que la eliminación de esta restricción, impuesta a principios de 2002 y una de las pocas políticas de estado que trascendió a la grieta, sea uno de los ingredientes de un futuro plan de estabilización.
Riesgo de accidente
La dolarización, en sus dos variantes, conlleva un riesgo adicional: la implosión del mercado de capitales en pesos, el único canal de crédito en el marco de un programa con el FMI que requiere 2% del PBI de financiamiento adicional por año que se montan sobre un stock en manos del mercado de 7% en su mayor parte indexado y a menos de un año.
El debate dolarizador es un tiro por debajo de la línea de flotación de este mercado, tal vez nuestra única chance de estabilizar el peso sin un chaleco de fuerza irreversible. Las razones son claras: los bonos en dólares valen 30 centavos y asumen una nueva reprogramación; los bonos (y los depósitos) en pesos valen 100 y asumen que, en caso de urgencia, se pagan (aun a costo de una licuación inicial). Así, cualquier indicio de conversión a dólares de sus ahorros en pesos, lejos de gratificar a su tenedor con una moneda fuerte, lo espanta con el fantasma de un tratamiento similar al recibido por otros activos dolarizados: el default (llámese Bonex, corralón o reperfilamiento), contribuyendo indirectamente al escenario de crisis.
La consolidación fiscal, el ordenamiento de los precios relativos y la reducción de la brecha cambiaria son la base de un programa de estabilización que conlleva costos, no se produce por arte de magia soltando todas las variables y volviendo a romper contratos. Una nueva crisis es evitable y ciertamente no es un punto de partida deseable para estabilizar la economía, condición necesaria para volver a crecer. Y después de una crisis que ya lleva cuatro años, y un estancamiento de la economía que supera los diez, la sociedad argentina no debería ser sometida a un nuevo experimento.
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