Divulgación científica: la fama, el riesgo de perderla y el emblemático “caso Bart Simpson”
En las últimas décadas hubo avances en cuanto a una mayor divulgación del conocimiento referido a diferentes disciplinas; quiénes fueron y son algunos de los principales exponentes y por qué hay quienes están siendo cuestionados
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La revolución comunicacional de las últimas décadas trajo una mayor divulgación del conocimiento. Popularizar es un verbo polémico, y no solo en lo que respecta a la ciencia. Resulta que una mitad celebra que las ideas complejas se extiendan en un lenguaje sencillo al lector común, mientras que la otra mitad critica el facilismo y los errores de interpretación a los que lleva el exceso de simplismo.
Como siempre, Einstein resumió el debate mejor que nadie, cuando, obligado a explicar al gran público su famosa teoría de la relatividad, se encontró con que sus metáforas progresivamente más elementales lo obligaban a apartarse de la esencia del concepto, hasta que sus ejemplos “ya no eran la teoría de la relatividad”. La divulgación puede aumentar el alcance de las ideas relevantes y contribuir al entendimiento de la población general, pero también conlleva riesgos. Alcanzar ese delicado equilibrio es una tarea para pocos.
La divulgación de la ciencia tuvo su tiempo de gloria con Carl Sagan, un científico reconocido. Su serie Cosmos fue elogiada por todos, sin que nadie se animara a criticarla. Otro divulgador científico con reconocimiento académico es el biólogo Richard Dawkins, cuyos libros están repletos de ideas interesantes y se pueden leer sin esfuerzo.
En economía, quizás el primer divulgador con sentido mediático en Estados Unidos haya sido John Kenneth Galbraith, quien en 1977 filmó una serie de doce episodios basados en su libro The Age of Uncertainty, que reprochaba algunas dinámicas de los mercados libres. La respuesta no se hizo esperar y el inefable Milton Friedman se encargó de popularizar su agenda liberal con la exitosa serie Free to choose (también un libro) junto a su esposa, Rose. Y, por supuesto, no faltaron los que sindicaron a ambos como insuficientemente “académicos” en sus intervenciones.
En la actualidad, uno de los pocos referentes de este estilo periodístico es Paul Krugman, premio Nobel de Economía, que entremezcla la explicación de conceptos técnicos de la disciplina con una activa agenda política a favor de los demócratas.
Exponentes locales
La Argentina también tuvo y tiene sus estrellas mediáticas de la ciencia. El cálido y empático Adrián Paenza defendió incansablemente la tesis de que la matemática se podía enseñar de manera fácil y entretenida. Y Felipe Pigna redibujó la “historia oficial” con su saga de Mitos de la Historia Argentina.
Muchos aprendieron, pero no faltaron los recelos, sobre todo entre historiadores. Darío Sztajnszrajber y la filosofía son otro caso paradigmático de divulgación exitosa, que antecede incluso al boom de la serie catalana Merlí. Y sí, Darío Z también generó algunos suspicacias entre sus colegas.
Walter Sosa Escudero, el economista que suele escribir en este espacio, acaba de publicar Viajar al Futuro (ya fui y será un best seller). Walter se propuso difundir lo que muchos creían “indivulgable”: la estadística avanzada y la econometría. Y vaya que lo logró. Este superhéroe luego cambia de identidad, y entre los académicos escribe en términos dificilísimos para cualquier mortal. Su opinión sobre la divulgación en economía es que es necesaria, dada su ominipresencia en lo cotidiano.
“Pero el desafío es grande –advierte–; se trata de una ciencia demasiado sistémica; es difícil aislar sus problemas como hace la biología o la matemática”. En su opinión, la economía debe divulgar su estilo para atacar los problemas, más que los problemas mismos: pensar en términos marginales, ser conscientes del equilibrio general, entender ventajas y limitaciones de confiar en agentes racionales, y reconocer las dificultades de hacer pronósticos confiables.
Es posible que los divulgadores hayan tomado el lugar de los antiguos íconos del saber. Albert Einstein, Marie Curie, Jane Goodall, John Von Neumann o el propio John Maynard Keynes eran genios reconocidos de la primera mitad del siglo XX, pero a casi nadie se le ocurría que debían traducir sus teorías al gran público.
“Deberse al público”
En cambio, hoy todos entienden que parte de la tarea del científico que quiere ser famoso es divulgar. Michio Kaku, Steven Pinker, Malcolm Gladwell o Yuval Harari “se deben a su público” y así lo han entendido al escribir libros para todo público. Pero con cada nueva obra corren el riesgo de extenderse hacia temáticas que atraen al público, pero que exceden su conocimiento específico.
Dos de los ídolos “caídos en desgracia” recientemente fueron Malcom Gladwell y Yuval Harari, ambos severamente criticados por sus últimos trabajos. Gladwell publicó Revenge of the Tipping Point (La revancha del punto clave), y fue bastardeado por un reseñador, que consideró que se trata de un libro de autoayuda sin consejos prácticos, una narrativa sin literatura, un libro de no ficción sin verdades vitales, un entretenimiento sin placer, un thriller sin revelaciones y un libro de negocios sin ideas prácticas.
Gladwell es un todoterreno que escribió sobre las 10.000 horas necesarias para ser en un experto en una disciplina y sobre el poder de identificar personalidades con un pestañeo en Blink. Pero esta vez las reseñas no le perdonaron su falta de originalidad.
En cuanto a Harari, el objeto de ataque fue su reciente Nexus. Varios opinan que se pasó de la raya haciendo predicciones apocalípticas infundadas acerca de nuestra relación con la inteligencia artificial. Según los expertos, su interpretación revela un conocimiento insuficiente del significado y la naturaleza de la IA.
La insistencia de Gladwell y Harari por mantenerse a flote remeda un capítulo de Los Simpsons, en el que Bart se hace famoso. Tras provocar un desastre en un set de televisión a la vista de todos, el niño intenta defenderse con un “yo no fui”. Ante lo ridículo del comentario, el público estalla de risa. Bart entiende pronto que repitiendo esta línea una y otra vez, burlándose de sí mismo, puede volverse famoso. En la cumbre de su notoriedad lo invitan a hablar de temas “serios”, pero sus respuestas son tontas y empieza a perder seguidores. Finalmente, la burbuja se desinfla y, ya cerca del ostracismo, intenta volver a su frase icónica, que a esa altura ya no hacía gracia. A veces, el afán de mantener la popularidad lleva a un desgaste de la autenticidad y al rechazo de la audiencia.
Un caso aparte es el de Dan Ariely, otro popularizador, en este caso de la economía del comportamiento (la cruza entre economía y psicología). Ariely tiene un estilo desenfadado y entretenido, y ha escrito varios libros de divulgación de esta disciplina, que, de todos modos, es bastante fácil de entender de por sí. El punto es que Ariely fue acusado, junto a su colega Francesca Gino, de alterar datos recolectados a fin de obtener un valor significativo en un efecto que buscaba. El escándalo no habría tenido tanta repercusión si no fuera porque el autor escribió nada menos que un libro sobre la honestidad.
La divulgación llegó para quedarse, y es posible que en lo sucesivo el público deba seleccionar con mayor cuidado los autores en los campos en los que no se especializa. Hasta hace no mucho, los libros de autoayuda eran fáciles de identificar, pero ahora están en el mismo anaquel que los textos escritos por popularizadores científicos, varios de ellos precisos y amenos al mismo tiempo.
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