Difícil convivencia: sin lugar para un San Remes ni para un “plan bomba”
Que tengamos inflación no es una novedad. Lamentablemente, cargamos con un prontuario de ochenta años de alta inflación. Los 90 y algunos pocos años de los 2000 fueron solo una pausa. Entre 2007 y 2017, la tuvimos flotando en 25% anual con picos de 40%. Y desde 2018 llevamos cuatro años boyando en 50%: apenas cuatro meses de cuarenta y ocho abajo del 2% mensual (tres en medio de la cuarentena de 2020) y ninguno debajo de 1%. Es una inflación arraigada, cada vez más reacia a ceder.
Con este prontuario, pululan los culpables, micro y macro: los monopolios, la inflación “importada”, las cadenas de comercialización, la puja distributiva, los sindicatos, la exportación de alimentos, la economía demasiado cerrada, la emisión de moneda, la brecha cambiaria, etc., etc. Con esta mezcolanza sobre la mesa, se cae en lo de fenómeno multicausal, que en los hechos es quedarse sin diagnóstico, sin respuesta.
Solo para el “chamuyo” hay fenómeno multicausal. Pero hay que decirlo con todas las letras: la causa primaria de nuestra inflación es nuestra inestabilidad macroeconómica. Y nuestra inestabilidad macro es ni más ni menos producto de acumular en el tiempo programas económicos fiscal, monetaria, financiera y cambiariamente inconsistentes. Más el pecado original de la dirigencia política de arrastrar una organización económica troglodita con instituciones vetustas, a contramano del mundo capitalista y a esta altura del partido también del no capitalista.
Como muestra vale la historia reciente. Pasamos de un “populismo macroeconómico” 2012-2015 (con represión cambiaria, tarifaria, importadora y controles de precios) para que con suerte la inflación no dé más de 25% anual y que dejó una silenciosa y asintomática bomba de tiempo, a la “ortodoxia macro inconsistente” 2016-2017, que no cerraba desde el día uno; al Plan Picapiedras del FMI 2018-2019, que no evitó ir al 50% anual de inflación, y a la “heterodoxia macro inconsistente” 2020-2021 (con la pandemia en el medio), que consolidó el 50%. Y frente al fracaso, ahora parece que vuelve al ruedo el populismo macro represor-controlador del principio del círculo. En el camino, la inestabilidad macro se profundizó, la economía se estancó y la pobreza escaló fuerte.
Para ver cómo sigue esta historia, primero habrá que ver qué queda de la alianza oficialista el 15 de noviembre después de la elección de medio término y tras cartón qué pasa con el FMI. Pase lo que pase con la “alianza” y el Fondo, está descartado que en el tiempo que le queda a este gobierno ensaye un plan de estabilización que no solo ataque efectiva y simultáneamente el problema fiscal-monetario, la inestabilidad cambiaria y la inercia inflacionaria, sino también preste atención a los cambios de organización económica que requiere un país de 80 años de inflación. No lo lleva en la sangre ni hay condiciones políticas ni económicas para ello. Por lo tanto, 2022-2023 seguirá siendo sin dudas de inestabilidad macro. La pregunta en todo caso es si cambiaria e inflacionariamente el modelo será estable o inestable. Frente a errores groseros de política económica y/o una crisis de gobernabilidad, hay caldo de cultivo para un riesgo de espiralización. En cambio, si primara el instinto de supervivencia política y se llegara a un acuerdo con el FMI que encapsulara mínimamente la inestabilidad macro, todavía está abierta la posibilidad de una inestabilidad que no se espiralice, una “inestabilidad cambiaria-inflacionaria no divergente”.
Condición sine qua non para la no espiralización es que el Gobierno o, mejor dicho, quienes se hagan cargo de tomar decisiones después del 14 de noviembre internalicen la idea de que esta macro inestable “cierra” sí y solo sí con una tasa de inflación alta en torno al 40% o 50% anual. Es blanquear y naturalizar la paradoja de la bendita inflación: porque sin el efecto de la licuación inflacionaria sobre el gasto público, la deuda pública en pesos y las Leliq del BCRA, este esquema macro ya hubiera entrado en nominalidades mucho más inestables. La inflación actúa como atenuador de bombas nominales riesgosas.
Por lo tanto, no espiralizar mañana requiere no reprimir ni congelar. Todo esquema de represión que busque bajar artificial e inconsistentemente la inflación al ¿25%? anual (por decir algo) es de alto riesgo. Como también lo es un expansionismo fiscal-monetario dando una respuesta que intente deslicuar el gasto público o recomponerlo bajo esa metodología. En este modelo insípido, la inflación está para administrarse y no para reprimirse. Administrar estas transiciones requiere un uso intensivo del crawling-peg cambiario y tarifario. Atrasarlos/reprimirlos puede generar “efectos resorte” y terminar en fogonazos que se realimenten. Obvio y aquí viene lo más doloroso para una administración que tantas incoherencias prometió, esto le va a demandar también evitar fogonazos salariales. E implementar políticas fiscales-monetarias prolijas en un acuerdo con el FMI.
La decisión oficial de retomar los congelamientos de precios está atada a la no efectividad coyuntural del anclaje cambiario y tarifario puesto en práctica intensamente en 2021. Pero lo peor para la transición 2022-2023 sería atarse a los controles de precios y a los anclajes cambiarios y tarifarios. Para durar y llegar con la inestabilidad macro relativamente estabilizada será más efectivo tolerar que reprimir la alta inflación, mover y no anclar nominalmente el dólar y las tarifas. El mayor riesgo en el horizonte es que el oficialismo no entienda esta consigna básica de supervivencia política y económica y entonces la crisis se espiralice.
Vienen tiempos de administrar, de elongar la inestabilidad cambiaria-inflacionaria. No son tiempos de reprimir ni congelar. Tampoco son tiempos de un reacomodamiento nominal de variables “a la carga, Barracas” sin plan de estabilización detrás: dicho en otras palabras, no es momento propicio para tentarse con un “San Remes”, es decir, un “vómito desintoxicante a la 2002″: sería hasta contraproducente dado la actual inestabilidad política, macroeconómica, la pobre situación de reservas del BCRA, el país descapitalizado y la fuerte inercia inflacionaria. Ni hay margen para un “plan bomba” a la 2015, porque esta vez le estallaría antes al propio Gobierno. Son tiempos de políticas económicas para aguantar, de elongación y transición “a la Jorge Wehbe 1973 y 1983″. De surfeo, tener los pies sobre la tierra, sin buscar la heroica ni la irresponsabilidad de esconder la inestabilidad debajo de la alfombra.
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