Deudas sociales en el país real
Son conocidos los avances en la última década en cuanto al crecimiento que experimentó la economía y la ampliación de los derechos sociales. Sin embargo, también es posible reconocer que esas mejoras en varios campos fueron perdiendo capacidad de inclusión social, y que la creciente inflación, junto a otros problemas, pusieron en jaque la estabilidad macroeconómica.
Esta situación hizo grandes daños, afectando en particular a la población de más bajos ingresos, que si bien logró más empleo y asistencia pública compensatoria, no logró resolver problemas como la inseguridad alimentaria, el trabajo infantil, la baja calidad educativa de las escuelas para pobres, la falta de una vivienda digna, la imposibilidad de acceder a servicios públicos básicos, la segregación residencial, entre otros muchos problemas sociales.
En fin, según datos del Barómetro de la Deuda Social Argentina (2011), no menos del 29% de los hogares urbanos del país todavía se encuentran afectados, no sólo por falta de ingresos, sino también por algunas de otras privaciones estructurales.
La situación más extrema, donde se articula una pobreza por ingresos y la insatisfacción de necesidades materiales básicas, reúne a más del 15% de los hogares urbanos. Es decir, la extensión de los problemas sociales no es menor, sobre todo cuando se tiene en cuenta que buena parte de los mismos se explica en el hecho de que un 50% de la fuerza de trabajo no participa en un empleo productivo pleno de derechos.
Los importantes avances registrados en el país fueron suficientes para saldar viejas y nuevas deudas sociales que se reproducen en el actual contexto sin perspectivas de superación. Ahora bien, el problema es aún mayor si tales realidades no forman parte de la agenda pública.
Al menos para el relato oficial el "país real" casi no tiene indigentes, el hambre es un problema marginal, la inflación no es un tema de interés, la precariedad laboral se supera con una buena conciencia y medidas administrativas, el déficit de viviendas está casi superado, la inseguridad es una sensación y el desempleo es voluntario. Sin duda, este inventario encuentra contradicciones grotescas cuando de múltiples formas se hace evidente una sociedad atravesada por condiciones persistentes de marginalidad económica, pobreza estructural, inseguridad alimentaria, subempleo indigente, inseguridad ciudadana, desacuerdos políticos, entre otras manifestaciones.
Sin necesidad de recurrir a estadísticas sociales, sobran evidencias que hacen reconocibles que son muchas y variadas las privaciones injustas que se hayan extendidas sobre el escenario de la pobreza.
Aún queda mucho por hacer. Pero para ello, la lógica de un corto plazo instrumental debe ser reemplazada por un Estado capaz de brindar confianza, seguridad y previsión a los esfuerzos que realiza la propia sociedad. En este escenario, qué mejor para una política progresista generosa para con los pobres que reconocer la existencia de estos problemas y abrir el diálogo social en función de hacer posible un programa capaz, no sólo de superar con equidad el proceso inflacionario y los actuales desequilibrios, sino también de proyectar un programa de desarrollo sustentable de largo plazo para el país que habrá de sucedernos.
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