Son más de 330 los cascos azules desplegados en misiones alrededor del mundo; durante la preparación, aprenden técnicas para negociar la vida de una persona y prácticas de supervivencia como rehén, entre otras tareas
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El teniente coronel del Ejército Argentino Pablo Petrocelli trabaja codo a codo con el suboficial británico Gavin Froley. Atrás quedó la rivalidad de la Guerra de Malvinas y ahora cooperan para mantener la paz en Chipre, donde fueron destinados por la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Comparten la responsabilidad de vigilar las líneas de alto el fuego en la isla y de impedir nuevos enfrentamientos entre las comunidades grecochipriota y turcochipriota.
El mayor de la Fuerza Aérea Edgardo Daniel Franco realiza una tarea similar en una zona en litigio entre Marruecos y la República Árabe Saharaui Democrática, donde cumple su sueño de ser un peacekeeper (pacificador). Lo mismo ocurre con el capitán de corbeta de la Armada Esteban Castro, quien está en la frontera entre Israel y Líbano, y con el capitán del Ejército Agustín Señorans, quien se encuentra en Cachemira, entre Pakistán y la India. Los tres son cascos azules y viajaron por un año en representación de la Argentina a cumplir tareas de observadores militares.
Como ellos, hay 329 hombres y mujeres de las tres Fuerzas Armadas y de Gendarmería desplegados por el mundo en misiones de paz. Durante su carrera militar, fueron entrenados para el supuesto de ir a una guerra, deseando que eso nunca ocurra. Hoy, utilizan ese entrenamiento para ayudar en las zonas de mayor tensión bélica.
La decisión de ser un casco azul es voluntaria para cualquier oficial o suboficial, a quienes se les toman exámenes sobre cultura general, idioma, características del país de destino, derechos humanos y el mandato de las Naciones Unidas. De ser seleccionados, comienzan un entrenamiento especial de 17 semanas para adquirir técnicas específicas que requiere una misión de paz.
En 1995, durante el gobierno de Carlos Menem, se fundó el Centro Argentino de Entrenamiento Conjunto para Operaciones de Paz (Caecopaz), que participa de la evaluación del personal a ser desplegado y del alistamiento de los contingentes. Además, ofrece cursos avanzados para tareas particulares de las misiones de paz que están certificados por las Naciones Unidas y son abiertos para extranjeros y civiles.
“La Argentina, junto con Uruguay, fue pionera en el mundo en crear un centro de entrenamiento de la ONU. Trabajan 137 personas, entre personal civil, profesores y personal militar, que dan desde asesoramiento psicológico hasta clases de inglés”, cuenta el coronel del Ejército Pablo Filippini, director de Caecopaz, quien participó de misiones de paz en Kosovo, Croacia y en la frontera entre Kuwait e Irak.
Actualmente, el personal argentino de las Fuerzas Armadas desplegado está en ocho zonas de conflicto como parte de un contingente o como observadores militares: Colombia, Sahara Occidental, Chipre, la frontera entre India y Pakistán, República Centroafricana y Medio Oriente.
“Luego de la caída del muro de Berlín, los estados empezaron a independizarse y hubo una explosión de misiones de paz en el mundo. La ONU tiene la necesidad de tener contingentes desplegados en varios lugares. El primer despliegue grande de la Argentina, del que participaron las tres fuerzas armadas, fue en Chipre”, explica el capitán de navío de la Armada Martín Catardi, subdirector de Caecopaz, quien trabaja codo a codo con suboficial mayor de la Fuerza Aérea Rodrigo Nieto, encargado de elemento.
Durante la preparación para ser un peacekeeper, los entrenamientos van desde realizar un check point (puesto de control) hasta aprender técnicas para negociar la vida de una persona o prácticas de supervivencia como rehén. El año pasado formaron a 901 militares y civiles, quienes luego se pusieron a disposición de las Naciones Unidas. La ONU le paga al país alrededor de 1430 dólares por personal desplegado por mes, y la Argentina traslada voluntariamente ese dinero a los soldados (en pesos, al tipo de cambio oficial sin impuestos, que son 96,80 pesos por dólar).
Una vez desplegados, los cascos azules pueden estar seis meses o un año en una misión, dependiendo de la tarea a la que hayan sido asignados. Su responsabilidad puede incluir desde vigilar la convivencia en la frontera de dos países, asistir humanitariamente a un país o participar de un desarme.
Teniente coronel Pablo Petrocelli, en Chipre
El teniente coronel Pablo Petrocelli, de 52 años, participa de su cuarta y última misión de paz en Chipre. La primera vez fue en 2001, cuando viajó solo y estuvo seis meses. En 2006 y 2009, regresó acompañado por la familia y se quedaron un año, al igual que ahora.
“En este tiempo, Chipre cambió mucho y la misión también. Antes estaba más apuntada a asegurar la presencia militar en toda la buffer zone [zona de amortiguación], y ahora está más centrada en el diálogo, en la negociación. Con respecto a la sociedad y las comunidades, ahora están más escépticas a que la solución sea la unificación de la isla, ven a Chipre unida cada vez más lejos. Y las diferencias entre ambas partes son cada vez más amplias, porque la parte turca quedó muy atrasada con respecto a la del sur”, cuenta.
En Chipre está el contingente más grande de argentinos. Hoy están desplegados 175 soldados en Skouriotissa y 50 más en Nicosia, donde está Petrocelli, que se desempeña como oficial de entrenamiento de la misión, es decir, planifica y ejecuta las distintas actividades de instrucción.
“La experiencia es genial. El trabajo se da en un contexto completamente distinto a nuestro país, con otro clima, otra cultura y con recursos. Y saber que estás representando a tu país con cada acción y con cada actividad hace que uno se sienta comprometido y siempre alerta”, comenta.
Comparte su rutina con una policía rumana y el suboficial británico Gavin Froley, con quien tiene un trato muy armonioso, que les permite hablar sobre Malvinas (“Falkland para él”, aclara Petrocelli) sin resentimiento.
“Nuestras charlas son amenas y sobre cuestiones históricas muy puntuales. El inglés perteneció al Segundo Batallón de paracaidistas británico, que tuvo una participación importante en la guerra, y conoce muy bien la historia. Hemos tenido conversaciones interesantes, pero nunca discutimos sobre quién tiene razón, sino sobre hechos militares y sobre lo valientes que fueron los combatientes de ambos lados”, dice, y cuenta que pusieron una clave de seguridad en común con el número 1982, el año del conflicto bélico.
Las familias de ambos también se integraron. “Nos abrieron las puertas de su casa desde el primer día; eso es impagable”, indica.
Petrocelli viajó con su mujer y su hija de 15 años, quien cursó el secundario en una escuela bilingüe de allá y de manera online con el Ministerio de Educación, que le daba los materiales y le tomaba parciales cada tres meses. “Para ella fue muy enriquecedor ir a una escuela multinacional y conocer gente de todos lados, tenía muchos compañeros grecochipriota y turcochipriota”, relata.
Ahora disfrutan sus últimos días antes de regresar a la Argentina. “Nos encantó Chipre, aprendimos a querer a su gente y a respetar su cultura. Desde 2001 que vine por primera vez siempre, quise seguir aplicando para volver a ser un soldado de la paz. Uno no lo valora hasta que no experimenta ser miembro de las Naciones Unidas”, reflexiona.
Mayor Edgardo Franco, en Sáhara Occidental
El mayor Edgardo Daniel Franco tenía dos objetivos cuando egresó en 2002 de la Escuela de Aviación Militar: ir a la Antártida, que lo cumplió en dos oportunidades, y participar de las misiones de las Naciones Unidades. Esta segunda meta había quedado retrasada. Formó una familia, se casó y tuvo dos hijos, Iván, de dos años y medio, y Dante, de 10 meses. Pero a los 42 años, su esposa lo apoyó para que cumpla su sueño.
Franco se encuentra desde octubre en la localidad de Awsard, en Sáhara Occidental. Es una zona en litigio entre Marruecos y la República Árabe Saharaui Democrática. Su función es patrullar en una de las nueve bases que hay en el desierto, donde está como observador militar.
El servicio de internet es bueno, lo que le permite no solo estar comunicado con su familia, sino que pueden ver los partidos de fútbol. Uno de sus compañeros es de Bangladesh, donde hay muchos fanáticos de la selección argentina y hasta visten la camiseta nacional. En julio, vieron la Copa América y la Eurocopa en una sala de reuniones. Para la final usaron un proyector.
“Visité a mi familia en febrero y una vez que regresé a la misión, Marruecos cerró la frontera para la Argentina y Brasil. Tuve la oportunidad de irme a principios de agosto, pero decidí no hacerlo, ya que mi hijo Iván me está esperando con impaciencia y no le haría bien una nueva despedida. Por otra parte, los problemas para ingresar a la Argentina o la posibilidad de quedar varado en Europa no me dan confianza para ir. Si todo sale bien, mi misión acá termina cuando vengan nuestros reemplazos a fines de octubre”, comenta.
El ejército marroquí se encarga de la cocina en la misión. Comen mucha pasta, arroz, carne guisada, pavo y carne vacuna. “Los fines de semana soy el encargado de hacer el asado, junto con los otros dos argentinos. También tenemos compañeros de Egipto, Togo, Guinea y Brasil. La mayoría son musulmanes, lo cual es muy enriquecedor para conocer distintas culturas y comidas”, dice.
“Al estar acá, nos damos cuenta del profesionalismo que tienen los militares argentinos. Tenemos una buena formación y estamos capacitados, hacemos una diferencia trabajando con otros países. Muchos oficiales no tienen ese sentimiento de orgullo de representar a su país. Indudablemente, la preparación en inglés, nuestras experiencias anteriores y el excelente entrenamiento predespliegue en Caecopaz hacen la mezcla perfecta”, explica.
Cuando regrese a la Argentina, la próxima en viajar podría ser su mujer, que es capitana de Fuerza Aérea. “La parte más dura la lleva mi señora, que está sola con los dos enanos y también sigue trabajando. Ella también quiere tener esta experiencia y obvio tiene todo mi apoyo”, concluye.
Mayor Vanina Jiménez, entre Kosovo, Colombia y Chipre
La mayor Vanina Jiménez estudió en el Colegio Militar y se especializó en intendencia; se recibió como subteniente y contadora pública nacional. Participó en su primera misión de paz en 2004, casi de casualidad, cuando el oficial designado no pudo ir.
“No lo programé y me enviaron con la OTAN a Kosovo, donde no hablan ni español ni inglés, solo serbio y albanés. Fui por la parte financiera para pagar viáticos y administrar los recursos. Tenía que interactuar con la gente sin saber el idioma, pero te podés comunicar igual. Tenía 23 años. Me encantó la experiencia y quise aprender más”, recuerda.
Su siguiente misión fue 13 años después, cuando la enviaron como observadora militar a Colombia, en las localidades de Bucaramanga y Cúcuta, en la frontera con Venezuela, donde debía contribuir al mantenimiento de la paz, en un rol muy distinto a la experiencia anterior.
“Tenía la misión de observar, monitorear y verificar un proceso que implicaba que los miembros de las FARC entregaran sus armamentos para cumplir con los tratados firmados con el gobierno colombiano. Eso nos permitió adquirir experiencia en situaciones en conflictos y catástrofes humanitarias. Nos desplazábamos en el medio de la montaña y los llevábamos a un lugar que el gobierno determinaba”, relata.
En una oportunidad, quedaron varados con 200 guerrilleros en el medio de la montaña. “La cultura es distinta a la nuestra, pero son amables y cordiales. Nosotras, junto con otra argentina militar, íbamos de civil con chaleco de Naciones Unidas y acompañábamos a la gente en su vida cotidiana. Usábamos los baños que ellos fabricaban de lona y troncos de árboles a los costados, con baldes que permitían bañarte. Tenían todo organizado. Su vida era una mochila y una muda de ropa interior”, cuenta.
“Había una médica cirujana que aprendió de la experiencia diaria, y así hacían todos. Una mujer me regaló sus aros, que eran unas perlas plásticas. Ante esa demostración de dar lo que tenían, le di mis aros también”, expresa.
Su último viaje fue el año pasado, en plena pandemia, cuando fue enviada en un rol administrativo a Chipre, para tener de nuevo a cargo los viáticos del personal desplegado.
“Dentro de mi especialidad es muy difícil que una mujer salga a una misión de paz. El hecho de no tener hijos facilita más la tarea. Hay un mundo machista, pero depende de cada personalidad cómo lo lleva adelante. Siempre me sentí muy integrada con los varones”, indica.
Capitán Esteban Castro, en Medio Oriente
El capitán de corbeta Esteban Castro estaba navegando en el ARA San Blas en 2014, cuando fueron a hacer un relevo de elementos a Haití, donde había un contingente argentino que participaba de las misiones de paz de la ONU. “Ahí empezó a surgir el interés de aplicar y tuve la suerte de ser seleccionado para esta misión”, cuenta por Zoom desde Medio Oriente, donde le toca patrullar la zona que está en la frontera entre el sur del Líbano y el norte de Israel.
“Agradezco a la formación que tenemos como oficiales, la que recibimos cuando egresamos de la Escuela Naval y en Caecopaz. Nos pone en un nivel de profesionalismo muy alto para desempeñar misiones en el extranjero y trabajar en conjunto con oficiales de otros países. Se valora cuando formamos parte de estos equipos. Es muy enriquecedor”, asegura.
“Me uní a las misiones porque quería aportar un granito de arena por la paz y mi familia me apoyó en esta decisión. Tengo a mi novia en Mar del Plata y a mi familia en Punta Alta. Hace 11 meses que me fui de la Argentina y por tema del Covid se me hizo muy difícil coordinar un viaje de placer en algún lugar del mundo”, agrega.
La misión se desarrolla en el sector sur del río Litani, en una base que se encuentra en la zona este de la región. Su tarea es observar diferentes actividades que se puedan desarrollar “a lo largo de la línea azul”, es decir, que se cumplan con los diferentes acuerdos entre los dos países y monitorear que haya un alto al fuego.
“En la base hay varias nacionalidades, yo soy el único miliar argentino. Hay mucha cortesía y respeto entre las camaradas. Tenemos una vida casi de familia en la base: cocinamos, miramos televisión, tenemos nuestras habitaciones propias. A pesar de la diferencia horaria, me levanto cada vez que juega Boca. También seguimos la Champions y hay un finlandés que me hace ver hockey sobre hielo”, relata. Y agrega: “La final de la Copa América la vi en la base con mi compañero finlandés, lo volví fanático del fútbol. Los festejos fueron moderados por la diferencia horaria, pero fue una gran alegría para todos”.
Los que no están patrullando la frontera hacen el mantenimiento de la base, que incluye limpieza, lavado de sábanas y la preparación la comida. “No soy buen asador, pero intenté hacer quedar bien a los argentinos. Tomamos mate también, la yerba se consigue porque hay una comunidad rusa que también es muy asidua al mate”, explica.
Pese a la pandemia, su rol en Medio Oriente no varió. Las Naciones Unidas les garantizó las dos dosis de la vacuna de AstraZeneca. “Si la aerolínea no cancela el vuelo, estaría en condiciones de volver a la Argentina sin ningún inconveniente en los próximos días”, dice con ansiedad.
Capitán Agustín Señorans, en la frontera entre Pakistán y la India
El capitán Agustín Señorans está participando de su segunda misión de paz. En la primera fue destinado a Haití, con 23 años, cuando apenas transcurría su segundo año como subteniente (el cargo que reciben los militares al recibirse del Colegio Militar).
Ahora, con 34 años, está como observador militar en la frontera entre Pakistán y la India. Su rol es reportar cualquier anomalía o violación del cese al fuego entre los dos países sobre la línea de control que separa las dos partes de Cachemira. Lo acompaña otro argentino, el capitán Juan Carlos Hernández, y militares de Corea del Sur, Rumania y Croacia, entre otros.
Los encargados de la cocina son los miembros del ejército de Pakistán. “Ellos preparan todo con mucho picante, y es algo a lo que me tuve que acostumbrar, pero es parte del intercambio cultural y uno hace el esfuerzo”, revela sobre los primeros días de adaptación.
“Es interesante la interacción con las diferentes culturas, la religión prevalente acá es la musulmana. También es muy enriquecedor el intercambio de ideas con las distintas fuerzas armadas. Es una experiencia muy significativa tanto en lo profesional como en lo personal”, afirma.
En caso de que haya cualquier problema, ellos elevan un reporte para que los comandos estén al tanto de la situación. “Somos los ojos de las Naciones Unidas, no vamos armados, y brindamos información para los que tienen que tomar decisiones”, precisa.
Compara sus experiencias en las distintas misiones y rescata aprendizajes de cada situación. “La de Haití tenía características de misión humanitaria, el país estaba colapsado y Naciones Unidas apoyaba operaciones de peace bulding [construcción de paz]. No solo había contingentes desplegados en las calles para brindar seguridad y ayudar al Estado en sus funciones, sino que también a través de otras agencias de la ONU, se reforzaba el componente político y policial. En esta misión, en cambio, se reportan todas las violaciones que pueda haber por el territorio en disputa”, explica.
Las fuerzas armadas repiten una frase muy común en las Naciones Unidas: las misiones de paz no son para los militares, pero son los únicos que pueden llevarlas a cabo. “El militar se prepara para ir a la guerra y acá hacemos lo contrario, pero el 80% de las tareas son compatibles con la actividad militar. La lectura de mapas, los esfuerzos físicos que hay que realizar, la tarea de observar rodeado de posiciones militares... En caso de que haya una violación al cese de fuego, hay que diferenciar los tipos de armamentos y los daños ocasionados. Las tareas que desarrollamos en una misión de Naciones Unidas se acercan muchísimo a las responsabilidades militares, pero para contribuir a la paz”, concluye.
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