De fingir demencia a pregonar coherencia
Antiguos y conocidos cultores de los extremos, los argentinos están visitando esas fronteras una vez más. Sus patrones de compra dieron un giro de 180 grados en cuestión de semanas. Hemos pasado de fingir demencia a pregonar coherencia. De aquel “la plata no se puede invertir en nada, hay que gastarla toda”, en noviembre de 2023, al mantra de época planteado por el Gobierno y que signará 2024: “No hay plata”.
Y digo pregonar porque hoy la coherencia, que en definitiva es la correlación entre los dichos y los hechos, se ha transformado en un valor que se incorpora, se piensa, se comenta, se postea y se ejecuta.
La coherencia se vincula con lo que tiene sentido, con lo que logra ser comprendido porque es razonable, con aquellas estructuras narrativas cuyos elementos tienen conexiones lógicas entre sí y que, justamente por ello, adquieren solidez.
Esa coherencia, que emerge de una repentina y, en la gran mayoría de los casos, forzada toma de conciencia, se ha transformado en el nuevo deber ser. Un valor que se predica y se socializa, que se vocea y del que hay que seguir el ejemplo. Para ponerlo en palabras textuales de los consumidores que entrevistamos en nuestra última investigación cualitativa: “Hay que aprender a comprar de nuevo”.
En el que fue su último ensayo, el reconocido sociólogo Manuel Mora y Araujo publicó en 2011 La Argentina bipolar. Luego de haber estudiado, medido y analizado la opinión pública durante décadas, llegaba a la conclusión de que nuestro colectivo social tenía un carácter ciclotímico, oscilante, inestable, que basculaba entre los límites con serias dificultades para encontrar aquel virtuoso punto medio que proponían los filósofos clásicos hace 2500 años, tanto en Occidente como en Oriente.
Comportamiento pendular
Decía Mora: “La sociedad argentina muestra una pauta de comportamiento pendular, cuyas raíces no son obvias. Para referirme a eso encuentro útil la metáfora de la sintomatología bipolar: una dificultad esencial para encontrar estados de equilibrio y permanecer en ellos mucho tiempo”.
Puesto en estos términos, es imprescindible asumir que el proceso actual no sigue los patrones de una evolución, sino de una disrupción. Es un antes y un después. ¿En qué? En mucho. Y además, va muy rápido. Tomando la impronta de la tecnología, viga estructural de este siglo, busca la velocidad exponencial.
Siendo así, es natural que los mercados se estén reconfigurando de manera acelerada y con profundidad. No se trata de cambios cosméticos, sino de alteraciones que tienen magnitud y densidad.
Si antes ganaba el que tenía stock, hoy el éxito se acerca al que mejor interpreta el juego de la seducción. Pasamos de un mercado de oferta a uno de demanda. Antes había que abastecer porque te venían a comprar, ahora hay que conquistar porque hay que vender.
El consumidor ha vuelto a ubicarse en el centro del escenario iluminado por una luz cenital. Allí se concentra hoy todo el foco de atención de las empresas y sus marcas.
En tiempos tumultuosos como el actual, los negocios dependen, en buena medida, de la capacidad que cada uno tenga para dilucidar los deseos y anticipar los movimientos de esas personas que están “revisando”, “repensando”, “midiendo” y “recortando” por doquier.
Brota como si surgiera de la nada una repentina toma de conciencia. Pero en realidad, esa latencia ya estaba ahí. Sucede que fingíamos no saberlo, mirábamos para otro lado, nos hacíamos trampa al solitario. Nos hacíamos “los dementes”, pero no lo estábamos. Era una impostura circunstancial. Ahora llegó la hora de una verdad que para muchos resulta difícil, incómoda, fastidiosa, dolorosa y, en algunos casos, hasta insoportable. Hoy los consumidores nos dicen: “Ahora se compra lo justo y necesario” y “ahora hay que mirar todo”.
Mientras los mercados financieros festejan, los sectores productivos y comerciales sufren. La macroeconomía está corrigiendo velozmente sus marcados desequilibrios, especialmente aquel que el Gobierno ha planteado como su objetivo central: no gastar más de lo que se tiene.
Esta definición de política económica se vincula de manera directa con la inflación. Las mediciones semanales de alta frecuencia de muchas consultoras, entre ellas Ecolatina, Econviews, Econométrica, IPC Online y LCG, están indicando que la suba de precios de marzo sería inferior a la de febrero y se acercaría al 11%.
En simultáneo, la microeconomía confirmará el tercer mes de una contracción significativa. Cuando lleguen los datos, veremos caídas para el primer trimestre acumulado del orden del 40% en las ventas de electrodomésticos, 30% en las de autos e indumentaria, 27% en motos, 25% en shoppings e insumos para la construcción, 20% en despachos de cemento, 15% en combustibles, 8% en supermercados y 5% en el total del sector de consumo masivo.
Los datos fácticos de la economía cotidiana obviamente están vinculados con las conductas de los consumidores. La pregunta que muchos hacen es: ¿Qué se recorta? Pero en realidad la pregunta debiera ser: ¿Qué no se recorta? Ese pregonar coherencia conceptual, en la praxis, se traduce como la búsqueda de un nuevo Santo Grial. O, mejor dicho, dos.
En la clase alta y la clase media alta, se trata de la eficiencia. Hay que “discriminar, elegir, precisar, para sostener”. En la clase media baja y la clase baja, los recursos son mucho más escasos. Allí toda la energía está puesta en el rendimiento. Hay que “estirar para poder zafar” porque “si antes ya no se llegaba a fin de mes, ahora directamente se volvió una lucha”.
¿Cómo se concilian estas dos dimensiones que lucen tan antagónicas en ese magma tan volátil e impredecible que es el humor social?
Los números y la verdad
En su libro, Elogio de las matemáticas, el filósofo francés Alain Badiou enfatiza la necesidad que tiene el humanismo contemporáneo de recuperar su vinculación con las ciencias exactas. Para él, la conexión entre las matemáticas y la filosofía resulta obvia y natural: ambas siguen intrincados caminos para concluir con el hallazgo de una verdad. Es esa facultad para alcanzar el descubrimiento la que produce un goce similar en ambas disciplinas.
Recuerda que las matemáticas precedieron a la filosofía y que operaron como un modelo a escala para demostrar que, siguiendo ciertos pasos y procedimientos lógicos, la verdad podía ser algo unívoco ajeno a la subjetividad o la opinión. También que, no en vano, grandes filósofos, como Descartes o Leibniz, fueron genios matemáticos. Y que otros padres del racionalismo, como Spinoza o Kant, consideraban que si no hubiera habido matemáticas no habría existido la filosofía simplemente porque no se hubiera sabido cómo buscar la verdad. De hecho, recuerda que fue el propio Platón quien en el frontispicio de su academia escribió: “Que nadie entre aquí sin ser geómetra”.
El pensamiento y la reflexión sobre el ser humano no podían ni pueden disociarse de la rigurosidad y la racionalidad que proponen la aritmética o la geometría.
Badiou se explaya con pasión en un texto que publicó a los 78 años: “Las matemáticas combinan de una forma singular la intuición y la prueba, lo que también debe hacer el texto filosófico”. Implican “seguir un camino extremadamente retorcido y complejo en una selva de nociones y conceptos y, a pesar de todo, en un momento dado ese camino conduce a un claro magnífico (…) está esa idea de un verdadero descubrimiento, de un resultado sorprendente, al precio de un recorrido a veces difícil de seguir, pero del que se obtiene una recompensa (…) Descartes, que era un gran matemático, lo que retiene de las matemáticas en su proyecto filosófico es claro: el ideal de demostración. Para él, el texto filosófico debe tomar la forma de una larga cadena de razones que constituyen lo propio de las matemáticas (…) Desde su origen las matemáticas eran ejemplo de un proceso de conocimiento que se valía por sí mismo. Cuando se tiene una prueba, bueno, se tiene una prueba (…) las matemáticas hacen tambalear todos los relatos tradicionales: la prueba se presenta como dependiente solo de la demostración racional, expuesta a todos y refutable en su principio mismo (…). En este sentido, las matemáticas forman parte del pensamiento democrático, que por cierto aparece en Grecia al mismo tiempo que esta disciplina”.
El último concepto del filósofo francés viene a recordar que, por definición, la democracia no es un formato de organización social y política sujeto al juicio ni la voluntad de un monarca o un rey, sino al juicio colectivo que realizan los ciudadanos de lo que se les presenta como la verdad de ese momento bajo argumentación y evaluación racional.
Buscando despejar el ruido propio en un momento de transición vertiginosa, cabe seguir las enseñanzas de Badiou y ampararnos en esa tercera dimensión que, con la frialdad de sus propios números, tiende un puente entre las auspiciosas cifras de la macroeconomía y los angustiantes registros de la microeconomía. Estoy hablando de las encuestas de opinión pública que, con la rigurosidad matemática de la estadística, nos ayudan a dilucidar los estados de ánimo de la sociedad.
La última medición nacional de Aresco, realizada en un mes de marzo fuertemente recesivo, indica que el 56% de la población aprueba la gestión del Gobierno y que el 57,5% lo volvería a votar en un balotaje. El relevamiento de Poliarquía arroja cifras muy parecidas: 58% de aprobación.
La fría racionalidad matemática nos está diciendo cuál es la verdad de esta hora. Como se señaló, el primer trimestre de este año quedó definido por una paradoja extraña e inédita: recesión con ilusión.
El primer trimestre llegó ayer a su fin. Para seguir analizando los acontecimientos con buen juicio, y sin prejuicios, valdría la pena sumar al marco analítico dos conceptos que nos pueden ser de utilidad.
El primero es de origen local, de aquel libro de Mora y Araujo. Al sintetizar el mayor riesgo de nuestra condición bipolar, advertía cuál era el problema intrínseco al ser nacional que nos llevaba hacia ninguna parte: “Vivir oscilando entre la ilusión y la decepción”. Desafío central tanto para el Gobierno como para los ciudadanos en los próximos meses.
Prosa y poesía
El segundo es de carácter global. Ya en 2012 el sociólogo francés Edgar Morin, quien es considerado académicamente el padre del pensamiento complejo, fundamental para la comprensión profunda de lo humano, planteaba la escisión de la vida del hombre en prosa y poesía.
En la analogía literaria, la prosa se vincula con la tarea, el esfuerzo, el trabajo, incluso el sufrimiento. La poesía, en cambio, está relacionada con el juego, la fiesta, la celebración.
Al cumplir 100 años, publicó un nuevo ensayo titulado Lecciones de un siglo de vida. Entre muchos sabios consejos, propios de su lucidez centenaria, volvía a recordar y enfatizar que la vida es necesariamente prosa, sí, porque sin ella no sería factible. Pero que, sin la suficiente dosis de poesía, no solo se torna árida, áspera, insulsa, sino que además tiene poco sentido.
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