¿Cuánta felicidad puede comprarse con dinero?
La respuesta no solo determina cómo debería vivir una persona, sino también la manera de invertir; la lección es que los rendimientos esperados importan, pero más aún el riesgo que hay que asumir para obtenerlos
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Imaginen un juego en el que tirás un dado de seis caras y ganás la cantidad de dólares del número que saques: si te sale un 1 ganás 1 dólar, con un 2 te dan 2 dólares, y así sucesivamente. ¿Cuánto pagarías por ingresar al juego?
Los que prestaron atención en la clase de probabilidades ya sabrán la respuesta. Los resultados potenciales son 1 dólar, 2 dólares, 3 dólares, 4 dólares, 5 dólares o 6 dólares, y la probabilidad de que salga cualquiera de ellos es de 1 entre 6. La ganancia esperable es el monto de cada resultado multiplicado por sus probabilidades de ocurrir. Hecha la cuenta, el resultado da 3,50 dólares. O sea que ese es tu precio: si podés entrar al juego por menos de 3,50 dólares, deberías hacerlo. Si podés jugar pagando 3 dólares, obtendrás una ganancia promedio de 0,50 dólares.
Todo muy lindo, pero no es shot de adrenalina ni le acelera el pulso de nadie. Después de todo, hay un 50% de posibilidades de no ganar nada o de perder, y al fin y al cabo, con tan pocos dólares mucho no se puede hacer. Pero supongamos que te ofrecen 10.000 chances, 10.000 tiradas de dados. Ahí la cosa cambia. Tu intuición te dice que ahora vas camino a ganar un promedio cercano a los 3,50 dólares por tirada, ya que la repetición compensará los efectos del azar. Y cualquier matemático confirmaría tus instintos: con tantas chances, las probabilidades de que el promedio caiga lejos de los 3,50 dólares son casi nulas. Si cada tirada cuesta 3 dólares, en otras palabras, tenés prácticamente garantizada una ganancia de alrededor de 5000 dólares (o sea el promedio de 10.000 tiradas con 0,50 dólares de ganancia cada una). Sería tonto rechazar una oferta así.
Ahora pensemos una última variante: en vez de 10.000 tiradas, volvés a tener una sola. Esta vez, sin embargo, tus ganancias serán de U$10.000 multiplicado por el puntaje que saques en el dado, y el precio para entrar es de U$30.000. ¿Qué tal ahora tu nivel de adrenalina? La ganancia esperada sigue siendo de U$5000, pero el riesgo de perder al menos U$10.000 –si en el dado sale un 1 o un 2– aumentó de casi nada a 1 sobre 3. A pesar de la ganancia esperada, la mayoría de la gente probablemente rechazaría la oferta.
Lo que une a los tres juegos es la relación entre la ganancia esperada y el desembolso inicial. En cada caso es del 17%, o US$0.50 dividido por US$3. ¿Por qué, entonces, provocan respuestas tan diferentes? La respuesta es que implican diferentes cantidades de riesgo. Apostar US$30.000 en una sola tirada es claramente más arriesgado que apostar US$3. Pero distribuya los US$30.000 en 10.000 tiradas, haga que las probabilidades de una pérdida sean insignificantes y la apuesta es una obviedad. Tanto para los jugadores como para los inversores, la lección es clara: no sólo importan los rendimientos esperados, sino también el riesgo que hay que asumir para conseguirlos.
Estos juegos imaginarios pueden parecer tontos. Pero lo cierto es que con los principios básicos de esos juegos y con algunos cálculos matemáticos ya resueltos desde hace medio siglo es posible elaborar una teoría completa sobre cómo invertir los ahorros ganados con tanto esfuerzo. Esa teoría nos dice cuánto arriesgar en la bolsa, cuánto hay que mantener a salvo y cuánto tendremos para gastar cuando nos jubilemos. Es más, esa teoría fue formulada por primera vez por un economista ganador del premio Nobel y hoy sus sucesores la aceptan como el enfoque “correcto” de la inversión y el gasto. Y sin embargo, fuera del ámbito académico, casi nadie ha oído hablar de ella…
La tendencia que explica por qué cada uno de esos juegos desencadena una respuesta diferente se conoce como “utilidad marginal decreciente de la riqueza”, una forma elegante de decir que cuanto más dinero tiene la gente, menos disfruta de conseguir todavía más. Al que no tiene ni para comer, un millón de dólares le cambia la vida, pero el segundo millón mejorará su nivel de vida mucho menos que el primer millón, y el tercer millón simplemente lo volverá un poco más rico y nada más.
Para ver la conexión con un juego de apuestas, pensemos en lo nervioso que estaría nuestro nuevo millonario si lo apostara todo a cara o cruz. Ganar le permitiría comprar una casa más grande, pero esa satisfacción sería superada con creces por el dolor de perder y volver a pasar hambre. Por más que el riesgo se redujera a la mitad, la mayoría evitaría apostar. Y eso responde a la utilidad marginal decreciente de la riqueza.
El corolario es menos obvio: la disminución del disfrute de la nueva riqueza a medida que uno se vuelve más rico y la aversión a arriesgar grandes sumas son dos caras de la misma moneda. Los investigadores han descubierto que esa función de utilidad de “aversión relativa al riesgo constante” (CRRA, por su sigla en inglés) explica bastante bien la actitud de la mayoría de las personas hacia la riqueza. El parámetro, conocido como “aversión al riesgo”, puede ajustarse según el nivel de temeridad de cualquier individuo.
¿Qué tiene que ver todo eso con la inversión? Es lo que Robert Merton, ganador del Nobel de Economía, expuso en su ingenioso artículo de 1969 titulado “Selección de cartera de por vida en condiciones de incertidumbre: el caso del tiempo continuo”, donde mostraba cómo una función de utilidad CRRA, ajustada a la aversión al riesgo de cualquier individuo, podía traducirse en una cartera con una división óptima entre activos riesgosos de alto rendimiento, como las acciones, y activos seguros, como los bonos. Para Merton, “óptima” implica el equilibrio entre el deseo de ganancias del individuo y su aversión al riesgo, llevando al máximo la felicidad que espera obtenerse.
No arriesgue lo necesario…
Llevar al máximo la felicidad suena bien, y el procedimiento de Merton tiene algunas características todavía más interesantes. El consejo más usual a los inversores minoristas sobre la forma de dividir sus ahorros entre acciones y bonos puede parecer arbitrario. Es la famosa regla del “60/40″ –un 60% de acciones y un 40% de bonos–, ¿pero por qué 60/40 y no 70/30 o 50/50?
La “cuota Merton” calcula la proporción de una cartera que se debe colocar en activos de riesgo a partir de factores relevantes. Dice que la proporción en activos de riesgo debe ser igual a su exceso de rendimiento esperado sobre el de la opción de inversión segura, dividido tanto por la aversión al riesgo como por la volatilidad de los activos de riesgo.
Hasta acá la teoría. ¿Funciona en la práctica? Si nos basamos en los rendimientos históricos a largo plazo, funciona muy bien. Esos cálculos los hicieron Victor Haghani y James White, coautores de The Missing Billionaires, un libro destinado a difundir las ideas de Merton. Como activo de riesgo tomaron un índice de acciones de empresas norteamericanas y como activo seguro los bonos del Tesoro norteamericanos protegidos contra la inflación, y usaron datos desde 1900 hasta 2022. Luego compararon una cartera aplicando la cuota de Merton con otra dividida 65/35 entre acciones y bonos.
Los resultados dieron que la cartera de Merton no solo habría superado a la 65/35, generando un rendimiento anualizado del 10% en comparación con un 8,5%, sino algo más notable: habría superado la estrategia de estar 100% en acciones, a pesar de implicar 40% menos de riesgo.
Pero todo esto plantea un enigma. Prácticamente cualquiera que estudie finanzas, dice John Cochrane de la Universidad de Stanford, está al tanto del encuadre de Merton. Sin embargo, los profesionales de las finanzas, y especialmente los administradores de bienes, lo aplican sorprendentemente poco y la mayoría de las veces directamente lo desconocen.
Eso ocurre, según Cochrane, porque los cálculos de la cuota Merton son muy sensibles a los datos que se ingresen en la fórmula, que a su vez son muy difíciles de estimar. White, que junto con Haghani dirige una administradora de bienes que pone en práctica las ideas de Merton, ofrece una explicación muy plausible para su escasa popularidad: a los administradores de bienes no les conviene. Hace falta sofisticación financiera para entender este marco y adoptarlo a largo plazo, y son pocos los gestores de dinero que quieren restringir de esa manera el grupo de potenciales clientes. Además, debe ser difícil vender le la idea de “maximizar los rendimientos esperados ajustados al riesgo” a clientes que sólo quieren hacerse ricos en la Bolsa. Y son sobre todo los inversores jóvenes los que adoptan esa mentalidad de “o millonario o la ruina”, dice White. Para ellos, las mejoras incrementales del encuadre de Merton son menos atractivas que hacer tatetí para pegarla con la Apple del futuro.