Cruzar el Cabo de Hornos: entre lo inevitable y lo inesperado
Como pocas veces, la sociedad argentina considera que el ajuste será inevitable; sin embargo, la gran duda es hasta dónde la gente estará dispuesta a postergar el presente a cambio de un mayor bienestar en el futuro
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Pocas veces hubo tanto consenso en la sociedad: “Esto así no va más”. Detrás de esa frase se esconde una enorme frustración que deviene en la impotencia cotidiana de una ciudadanía que oscila entra la tristeza, la apatía y el hartazgo.
Si hacía falta algún dato adicional que lo confirmara, ese fue el de la inflación en alimentos del mes de agosto: 15.6%. Siendo conscientes de la instancia final de un modelo que luce agotado reclaman un cambio y, en consecuencia, saben y afirman que “el ajuste es inevitable”.
Los jóvenes, que en 1991 no habían nacido y por ende nunca vivieron una situación similar, se autodefinen como “la generación que no va a tener nada”. Ni casa, ni auto, y ahora, ni mundo. Algo letal para quienes nacieron y se criaron en la era de la hipertrofia del deseo, propia de la globalización, Internet y las redes sociales. No se puede desear lo que no se conoce, pero cuando gracias a la transparencia de la hiperconectividad todos ven todo, todos quieren todo. La decepción se vuelve crónica a medida que a cada uno de esos deseos se enfrenta al detestable “game over” en el videojuego de la vida real. Ahora se sumó a la lejanía de la tríada de los grandes proyectos, el alquiler. Ya, para muchos sub-30, no queda ni eso. Cito textual uno de los tantos casos que nos encontramos en nuestras investigaciones con focus groups para medir el humor social. Una joven de 27 años de clase media nos dijo: “Vivía en un 2 ambientes, después me tuve que mudar a un monoambiente. Ahora no me alcanza y estoy yendo a una pensión. ¿Qué hago con mi perro y con mi gato?”.
Del mismo modo, cuesta recordar una instancia donde haya existido de manera pública y explícita, tanto acuerdo en los factores reales de poder –políticos, dirigentes, empresarios– y los analistas de múltiples disciplinas –desde la economía, hasta la energía– sobre la oportunidad histórica que, una vez más, tiene el país en el horizonte cercano. En un reciente evento que realizó la consultora Ecolatina para sus clientes, sus economistas presentaron un escenario base para el 2024 con una caída de la economía del 2,7% y una inflación del 161% anual, y un escenario pesimista donde la contracción del PBI llega a 4% y la inflación a 219%. En ambos casos contemplan una inevitable nueva devaluación para achicar la brecha entre el dólar oficial y el paralelo y una corrección progresiva de los precios relativos, lo que implicaría quita de subsidios y suba de las tarifas de los servicios públicos. En simultáneo, el ingeniero Daniel Dreizzen de la consultora Aleph, especializada en energía, con quien trabajan en conjunto, cerró la jornada y proyectó que, en un escenario intermedio, y contemplando solo el desarrollo potencial de las energías fósiles –es decir, sin contar las posibilidades adicionales de las renovables–, el país podría pasar de tener una balanza comercial negativa en energía de US$5000 millones, como fue la de 2022, a una positiva de US$24.000 millones en 2030.
En el escenario optimista, ese valor llega a los 31.500 millones de dólares. A eso hay que sumarle, naturalmente, lo ya conocido del agro, el turismo, y la producción fabril con calidad de exportación, como la automotriz, junto a los desarrollos incipientes y bien realistas del litio, la minería en general o la industria del conocimiento.
El interrogante clave que se abre entonces frente a nuestros ojos y que signará con sus múltiples implicancias la dinámica de los próximos meses es claro, nítido, contundente: ¿Cómo se articula lo uno con lo otro? ¿De qué material estará hecho ese puente imaginario, y tan concreto a la vez, que podría unir esté presente oscuro y lánguido, con un futuro cercano ciertamente más luminoso? ¿Qué tan sólido será? ¿Cuáles serán sus puntos de fragilidad? ¿Hasta dónde podría resistir?
Puesto en términos más prácticos, trasladables a instancias cronológicas y por ende a distintos escenarios, presupuestos y planes de acción ¿Qué es lo que tendremos que atravesar si pretendemos alcanzar esa instancia que brilla como la luz de un faro en la brumosa, opaca y agobiante realidad actual? ¿Cómo será ese tránsito? ¿Cuánto tiempo durará? ¿Cómo sería su secuencia? En definitiva: ¿Hasta dónde la gente estará dispuesta a postergar alguno de sus tantos deseos, necesidades y urgencias del presente a cambio de un mayor bienestar en el futuro?
Pensar la Argentina que viene, implica, de manera también inevitable, pensar esta pregunta.
Abordando ese complejo ejercicio, se me ocurre empezar por una sentencia que crucé días pasado en X. Tenía la impronta propia de esa red social donde debe primar el impacto y la sagacidad para captar la atención, pero entiendo que es un buen disparador, justamente para pensar. Decía: “El argentino prefiere estar mejor, que ser mejor”. En apenas ocho palabras condensa toda la tensión que tenemos por delante. El atajo versus el camino; el hoy versus el mañana; el consumo versus el ahorro.
Lo que reflejan nuestras investigaciones cualitativas es que esta vez, la sociedad tiene plena consciencia de la dificultad que tendrá arreglar las cosas. Y que llevará tiempo. Pero, siempre es válido recordar que una cosa es prever y otra muy diferente experimentar. A pesar de las enormes dificultades que tiene la economía argentina, la extraordinaria capacidad de supervivencia, adaptación y resiliencia de los ciudadanos hace que aun “la nave, navegue”. Es desde esa perspectiva de una falsa zona de confort, propia de una vara que, a la fuerza y con resignación, ha bajado hasta límites inimaginables, que hoy se verbaliza el posible mañana.
Basta ejemplificarlo con un dato reciente: durante el mes de agosto, a pesar de la devaluación y la violenta suba de precios, las ventas en las grandes cadenas de supermercados crecieron 14% comparadas en unidades con el mismo mes del año pasado, según los datos de Scentia. Es obvio, todos corrieron a cubrirse. Tan obvio como que, de una manera o la otra, tuvieron el dinero o el crédito suficiente para hacerlo.
Al observar en un plano más amplio la dinámica del consumo en 2022 cuando la inflación fue del 95% en el año (shoppings, hoteles y restaurantes +40% de crecimiento) como la del primer semestre de 2023, cuando la suba de precios llegó a ser algo más del 115% interanual ( cines +42%, teatros +94%) podemos llegar a una conclusión contraintuitiva, pero validada en la praxis pura y dura: los argentinos se llevan mucho mejor con la inflación que con la recesión.
Se enojan, se hastían, se deprimen y pierden el entusiasmo vital, pero sacan a relucir todo un set de artilugios que, a esta altura, podríamos decir, son parte de una herencia genética inflacionaria. Nada de todo esto los hace felices ni mucho menos porque “se consume lo que se puede, no lo que se quiere”. Sin embargo, por ahora, a los tumbos, y atada con mil alfileres, al borde del descalabro total en cualquier momento, “la vida sigue”.
Resistencia y dignidad
Este es un colectivo social donde las ambiciones, las demandas y los anhelos de una vida de clase media siguen estando grabadas a fuego, y que se aferra a la resistencia como un modo de sostener la identidad y la dignidad. Es contemplando sus características y sus conductas, que debe considerarse lo delicado del tránsito que nos espera. Si a eso le sumamos la fragilidad extrema de la base de la pirámide (30% de los hogares, 40% de la población), podemos convenir que subestimar la complejidad por venir podría ser muy peligroso.
En 1787, un navío de la Marina Real Británica zarpó de Inglaterra con destino a Tahití. Debían cruzar del océano Atlántico al Pacífico para llegar a esta isla del pacífico sur. La misión indicaba cruzar por el Cabo de Hornos. El capitán William Bligh estaba ansioso por llegar antes del final del verano del hemisferio sur. Pero la falta de viento hizo que el viaje se fuera retrasando. Sabía que a medida que se acercara el invierno, el clima se volvería más hostil. Intentaron cruzar por la que aún hoy es considerada una de las vías navegables más desafiantes del mundo durante dos semanas. Ingresaron a la zona del 2 de abril, pero una serie de tempestades, con lluvia, hielo, granizo y grandes olas, impidieron el tránsito fructífero haciendo que el 17 de abril, el máximo líder de la nave, con la tripulación exhausta, reconociera que “el mar los había vencido”. Tuvo que retroceder y cruzar por el Cabo de Buena Esperanza situado al sur de África. Es decir, cambió la ruta por completo para llegar a su destino en un recorrido inverso. Una vez que arribaron, la vida era tanto mejor en tierra firme que en el mar, que los tripulantes no se querían ir. Se dieron una serie de sucesos y conflictos entre el capitán y sus dirigidos que terminaron provocando un motín al mando del ayudante de maestre, Christian Fletcher. Ocurrió el 28 de abril de 1789. La historia fue llevada al cine en tres ocasiones. La primera protagonizada por Clark Gable; la segunda, por Marlon Brando y la tercera, por Anthony Hopkins y Mel Gibson. Esta última versión se estrenó en 1984 y se tituló “The Bounty”.
Dada la situación que tenemos por delante, nuestro Tahití parece estar a la vista. Pero luce inevitable tener que pasar antes por el Cabo de Hornos. La maestría del capitán, sea quien fuere, (hay quienes hoy, tal vez apresuradamente le ponen nombre y apellido como si ese hecho también fuera inevitable) y la tolerancia de la tripulación, resultarán fundamentales para el éxito o no de la misión. De esto podría estar hecho el futuro próximo.
Aunque antes de ser concluyentes, en el marco de las múltiples incertidumbres que nos acechan, convendría recordar esa sentencia que asignan al gran estadista brasileño Fernando Henrique Cardoso: “Cuando esperamos lo inevitable, aparece lo inesperado”.
Tendremos entonces que tener la templanza, la sensatez y la flexibilidad para enfrentar lo inevitable, sin por ello dejar de estar abiertos a lo inesperado.