Cracks del fútbol y de la ciencia y sociedades ideales, ¿cuál es el verdadero problema con la desigualdad?
Las diferencias en cuanto a la posibilidad que tienen las personas de acceder a determinados estudios y trabajos tienen consecuencias sociales nocivas, que han sido objeto de estudio en varias investigaciones; cómo es el caso en particular de la detección de talentos para jugar a la pelota
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¿Cuál es el problema con la desigualdad? ¿En qué sentido las desigualdades económicas nos resultan socialmente preocupantes? En la superficie, estas preguntas podrían parecer de respuesta obvia, pero basta notar la cantidad de filósofos y científicos sociales que han escrito y debatido sobre el tema –Platón, Rousseau, Marx, Rawls, Sen, por citar a unos pocos– para reconocer su dificultad conceptual. Reflexionar sobre estas preguntas no es un mero ejercicio intelectual: las respuestas tienen implicancias directas y profundas sobre la necesidad de hacer o no políticas redistributivas, sobre su intensidad y sobre el papel del Estado, es decir sobre las cuestiones más centrales del debate en política y economía.
Existen dos razones fundamentales por las que preocuparse por la alta desigualdad. La primera es moral; la segunda, instrumental. Dejemos la primera razón para otra oportunidad. Esta nota discute los motivos instrumentales: nos preocupan algunas desigualdades por sus efectos nocivos sobre objetivos que valoramos, como la estabilidad institucional, la seguridad o el crecimiento económico.
Imaginemos una sociedad ideal. Seguramente compartamos con los lectores algunas características generales: sería una sociedad integrada, con bajos niveles de conflicto y sin violencia; una sociedad en la cual haya confianza en el prójimo, instituciones estables y en la que funcione a pleno la democracia. Pues bien, todas esas características están negativamente afectadas por el nivel de desigualdad económica. Muchos estudios de distintas disciplinas sugieren que cuando las brechas de ingreso, riqueza y oportunidades económicas son muy amplias, las sociedades se segregan en grupos que se alienan en sus propias realidades y, en consecuencia, la confianza en el prójimo se reduce, las instituciones políticas se vuelven más inestables y los conflictos se hacen más frecuentes y violentos.
Aceptar, o no, las reglas sociales
Las consecuencias disfuncionales de la desigualdad no se agotan en la inestabilidad institucional y se extienden a otros aspectos de la vida civil. Muchos estudios, por ejemplo, sugieren que la desigualdad incentiva los comportamientos delictivos y violentos. En un reciente trabajo para América Latina, Ernesto Schargrodsky y Lucía Freira encuentran que los niveles de crimen están estrechamente asociados al grado de desigualdad económica. Un elemento clave en esta conexión es el sentimiento de injusticia que genera la desigualdad: si las diferencias económicas son percibidas como inequitativas, la aceptación de las normas sociales se debilita y los comportamientos disruptivos y desafiantes se vuelven más frecuentes.
Muchos afirman que la elevada desigualdad es perjudicial también para el crecimiento económico. En su excelente libro sobre los orígenes de la prosperidad, Daron Acemoglu y James Robinson afirman que la clave está en el tipo de instituciones que se desarrollan y prevalecen en un país: extractivas o inclusivas. Las primeras están diseñadas para extraer rentas y riquezas del resto de la sociedad con el fin de beneficiar a una élite. Uno de sus ejemplos nos toca de cerca: las instituciones que implantó la conquista española en América Latina –encomienda, mita, repartimiento– se diseñaron con el objeto de extraer toda la renta posible de los recursos naturales y del trabajo de los pueblos indígenas. Las economías segmentadas resultantes en cada territorio hispanoamericano generaron riquezas para la Corona española, los conquistadores y sus descendientes, pero no contribuyeron a sentar las bases para un desarrollo inclusivo.
La relación entre desigualdad y crecimiento no se remite solo a la historia. Hay argumentos que subrayan los efectos nocivos que la desigualdad puede tener sobre el crecimiento a través de las distorsiones en la asignación de recursos y en las oportunidades de inversión, ya sea en capital físico o humano. La desigualdad de ingresos o de riqueza puede implicar que quienes ocupen ciertas posiciones, realicen ciertas tareas o se embarquen en ciertos emprendimientos no sean los más aptos, los más capacitados y eficientes, sino, simplemente, los que tuvieron la oportunidad económica de hacerlo.
No son necesariamente los mejores los que acceden a ser médicos, ingenieros, jueces, artistas, científicos y gobernantes, sino los que tuvieron la oportunidad económica de sortear todos los escollos para llegar a esas posiciones. Seguramente esta nota podría haber sido mejor escrita por alguien que jamás tuvo la oportunidad de hacerlo.
El caso del fútbol masculino es ilustrativo. A diferencia de la mayoría del resto de las actividades, es relativamente fácil detectar el talento deportivo a temprana edad. Adicionalmente, si esa presunción se concreta y el niño talentoso se convierte en un futbolista exitoso, la retribución económica es enorme. Como consecuencia de estas dos condiciones, existe una extraordinaria red de búsqueda de talentos que incluye tanto canales formales como informales. Es muy difícil que un potencial gran futbolista en América Latina no sea descubierto a tiempo. Alguien lo ve jugar en un potrero y le avisa al club de barrio, que lo convence de acercarse, y al poco tiempo ya lo están mirando de clubes más importantes de la ciudad, y su nombre empieza a circular en la lista de ojeadores profesionales que le arreglan una prueba en un club nacional importante.
Una red que da sus frutos
Esa gigantesca red de búsqueda de talentos que brinda oportunidades a casi toda la población por igual tiene sus frutos: hay una enorme cantidad de jugadores latinoamericanos exitosos. Larga es la lista de estrellas del fútbol que tuvieron una infancia humilde en distintos países de América Latina y que fueron descubiertos a tiempo. Sin ese trabajo extenso y continuo de brindar oportunidades a los talentosos no tendríamos ninguna chance de competir de igual a igual con las selecciones de países más poblados y económicamente más poderosos.
Pero, ¿quién hace el mismo trabajo masivo de búsqueda de los futuros cracks de la ciencia, de las nuevas estrellas de la ingeniería, de los genios del arte? La manifiesta desigualdad de oportunidades hace que en estos casos la búsqueda funcione de forma relativamente eficiente solo en el subgrupo económicamente más acomodado de la población; en contraste, los talentos en los estratos más pobres terminan no aflorando y se desperdician. Ciertamente, en ocasiones alguien se filtra a costa de un gigantesco esfuerzo e inusual talento, pero para la gran mayoría las barreras son demasiado altas. Está claro que el desperdicio de esos talentos tiene que tener consecuencias. En fútbol sería una selección nacional sin chances en las competencias internacionales; en economía, las consecuencias son menor crecimiento, menor desarrollo y menor bienestar.
El autor es economista del Cedlas y autor de “Desiguales”
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