Para volver a crecer, el mito de la riqueza debe ser destronado
Cuando aterricé en Santiago de Chile a mediados de 2013 me di cuenta rápidamente de que, parafraseando a Mario Vargas Llosa, el país transandino se había "jodido". Chile enfrentaba elecciones presidenciales en noviembre de ese año. La expresidenta Michelle Bachelet era la candidata favorita, representando a la coalición de centroizquierda, a la que esta vez se había sumado el partido Comunista.
El primer mandato de Bachelet, entre marzo de 2006 y marzo de 2010, fue muy exitoso. A la vez que logró avanzar con una agenda de expansión de derechos, continuó con el modelo económico que habían seguido, aunque con reformas, los presidentes democráticos anteriores, todos de su misma coalición.
La economía creció un 5,3% anual en promedio, hasta que la crisis global azotó su economía en el último trimestre de 2008. Financieramente, de la mano del hábil ministro de Finanzas Andrés Velasco, logró para el gobierno un ahorro de 20.000 millones de dólares, a partir del boom que experimentó el precio del cobre en el período. La prudencia para manejar ese maná del cielo fue fundamental para Chile desde entonces.
Esta vez, en cambio, todo era distinto. Los carteles de la campaña de Bachelet esparcidos por el centro de Santiago en 2013 prometían al pueblo chileno entrar al Edén. Si ella ganaba, tendrían todo a su disposición. Ya no serían parte de un país pobre. Ahora serían ciudadanos de un país rico y, por lo tanto, todos iban a beneficiarse de esa riqueza. Ese cambio mental resultaría, en mi opinión, en un antes y un después para el país vecino.
Razones personales y profesionales me unen a Chile desde hace muchísimos años. Algo que siempre me había llamado la atención, hasta entonces, era que todos mis amigos e interlocutores chilenos me decían algo así como: "Nosotros somos un país pobre, a diferencia de ustedes, lo que nos lleva a tener que manejarnos con mucha prudencia en todos los gastos y en ser muy eficientes en el sector privado para poder así crecer." El boom del precio del cobre de principios de siglo cambió este espíritu (en inglés dirían el "ethos") para siempre. Desde entonces, todo es cuesta abajo para el país vecino. El crecimiento promedio anual de la economía desde 2014 es de 2% (no incluyo a 2020), muy inferior al 4,8% de crecimiento promedio de los 20 años anteriores.
Abro un paréntesis. Si bien era para mí evidente que ese cambio de ethos resultaría en un desastre, la reforma electoral de 2017 impulsada por Bachelet le asestó un duro golpe al modelo chileno. El régimen electoral anterior promovía la formación de dos grandes coaliciones políticas, una de centroizquierda y una de centroderecha, y un congreso casi empatado entre ellas. Esto, sumado a la necesidad de mayorías especiales para cambiar ciertas leyes, hacía que se requirieran acuerdos entre las dos coaliciones para hacer reformas, dando una gran estabilidad a las reglas de juego.
La nueva ley electoral fragmentó el sistema político chileno y cambió para peor su dinámica, hasta volverlo hoy casi ininteligible. Este año, para peor, Chile empezará a discutir una nueva Constitución, en un proceso bastante condicionado por elementos marginales de la política, y en coincidencia con el proceso de elecciones presidenciales, lo que a priori no parece muy promisorio. Como saben los lectores de esta columna, no me canso de subrayar la importancia de las instituciones, como, por ejemplo, las reglas electorales, sobre los resultados económicos. Pero, en este caso, me centraré en la importancia que tienen las creencias y los ideales que caracterizan a una nación (el ethos) sobre los modelos y, por lo tanto, sobre los resultados económicos.
Vengamos ahora a este lado de la cordillera los Andes. El mito del país rico está encarnado en nuestra sociedad desde su nacimiento. No en vano el nombre Argentina deriva del latín argentum, plata. Ese mito creció exponencialmente a fines del siglo XIX y a principios del siglo XX, cuando la integración de la Argentina a la cadena global de alimentos la llevó a ser, efectivamente, un país con un alto grado de bienestar en comparación con otros.
Desde que somos chicos nos enseñan en la escuela que la Argentina es un país rico, bendecido por las llanuras pampeanas, que la hacen "el granero del mundo", entre otras maravillas. En los últimos años se agregó la existencia del yacimiento de gas y petróleo llamado Vaca Muerta. En la creencia argentina, esto nos debería garantizar un nivel de vida de primer mundo, como si fuese un derecho adquirido.
Pero nadie llevó este mito de la riqueza a una implementación práctica de política económica tan profundamente como el peronismo. El premio Nobel de literatura Vidiadhar S. Naipaul (2001), que vivió un tiempo en nuestro país y escribió extensamente sobre nosotros (de manera no muy halagadora), lo resumió así: "La primera revolución peronista se basó en el mito de la riqueza, de una tierra en espera de ser saqueada."
Si existe riqueza generada por un sector, el campo, hay que rapiñarla para financiar el clientelismo. Así ha ocurrido en todos los gobiernos peronistas. Esta política se basa, además, en la creencia de que el sector agrícola está compuesto por un conjunto de Isidoro Cañones saliendo de fiesta en Buenos Aires, mientras el "yuyo" crece solo a cientos de kilómetros. ¡Como no tratar de expoliarlos!
Esta idea, en el fondo, no es tan original. Es parte de lo que los economistas llamamos la "maldición de los recursos naturales" (¿quizás a esto se refería Fernanda Vallejos?), que se aplica generalmente a países petroleros. En palabras de Javier Corrales y Michael Penfold, dos especialistas en Venezuela, esta maldición se refiere a la idea de que economías dependientes de recursos naturales como el petróleo son propensas a sufrir distorsiones crónicas que limitan el crecimiento de largo plazo, la diversificación, y la eficiencia. También, argumentan, genera distorsiones institucionales derivadas del hecho de que este tipo de países recaudan una parte importante de los impuestos no de la población general, sino de una actividad en particular, lo que termina divorciando las instituciones públicas de la supervisión ciudadana. La dependencia de commodities de precio volátil genera además ciclos de gasto público clientelista, que son difíciles de revertir cuando los precios internacionales bajan.
Tenemos que aceptar de una buena vez que la Argentina es un país pobre. Debe ser el único país del mundo, además de Venezuela, que vio multiplicar el porcentaje de pobres en las últimas décadas. Más del 40% de la población es pobre y más de la mitad de los menores de 18 años es pobre. Este modelo es un fracaso monumental. El campo y otros sectores en los que tenemos o podríamos tener ventajas competitivas no son capaces, en el contexto del actual modelo económico e institucional, de financiar un buen nivel de vida para los argentinos, como sí lo hacen en Australia y Nueva Zelanda.
Michael Porter, profesor de Harvard Business School, da una buena guía de cómo tenemos que resetear nuestra mentalidad para crecer. Dice: "La prosperidad nacional es creada, no heredada. No crece de los recursos naturales, de su cantidad de trabajadores, de sus tasas de interés, o del valor de su moneda? La competitividad de una nación depende de la capacidad de su industria de innovar y potenciarse". Por industria, Porter no se refiere al sector manufacturero en particular, sino a todos los sectores.
En el marco de este nuevo ethos, las políticas públicas tienen que orientarse a permitir desarrollar un sector privado dinámico y competitivo. Esto no solamente permitirá hacer más de lo que estamos haciendo, como producir más toneladas de soja, sino también generar compañías que creen nuevos productos y servicios, que generen más exportaciones y permitan al mismo tiempo aumentar fuertemente el consumo doméstico. Sobran ejemplos en diversos sectores de la economía de lo que podemos hacer con condiciones macroeconómicas estables, regulaciones adecuadas, un entorno competitivo y reglas duraderas. Abarcan desde el sector primario hasta la manufactura y las industrias de tecnología de la información.
El cambio de mentalidad también nos haría cuestionar más el despilfarro del sector público en nuestro país. En un país pobre, como el nuestro, debería quedar cada vez más claro que cada puesto estatal no justificado tiene un costo de oportunidad gigante, dado que los impuestos, la inflación o la deuda que lo financian implican menos producción y menos consumo privado.
El cambio es mental. Tenemos que dejar de lado este modelo que supone que somos ricos y que entonces intenta vivir de rentas de los sectores que generan esa riqueza. Si internalizamos que somos pobres y actuamos en consecuencia, nuestros hijos terminarán, paradójicamente, con un pasar mucho mejor.
El autor es economista. PhD (Universidad de Pensilvania); fue economista jefe para América Latina de Bank of America Merrill Lynch. Autor del libro Emergiendo