Coparticipación: una cuenta pendiente desde Menem que persigue a Alberto Fernández
El fallo de la Corte no dejó ni vencedores absolutos ni grandes vencidos; sin embargo, el presidente Alberto Fernández sobreactuó la derrota así como Larreta, el triunfo
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Inexplicablemente, unos festejaron el triunfo y otros, sobregiraron el sabor de la derrota. El punto es que no hubo ni ganadores ni perdedores; más bien, el fallo de la Corte Suprema en el que se discutía la coparticipación porteña, debiera verse como un tremendo empate con sabor a nada.
La Ciudad reclamaba el 3,50% de la coparticipación y le dieron, por ahora, el 2,95. Además, la Corte reconoce aquel 1,40% originario, el resto (1,55%) con el que llega al 2,95%, es compensación por el traspaso policial. No es posible que festeje la Ciudad de Buenos Aires cuando quedó lejos de lo que pretendía. El jefe de Gobierno, Horacio Rodríguez Larreta, sabe que no la tendrá fácil para cumplir con su promesa de quitar impuestos.
La Nación sobreactuó la derrota. Cabe preguntarse, entonces, si este resultado adverso no llegó en el momento que esperaban alguna decisión judicial que apalancara la estrategia de victimización, persecución y, de paso, fomentar el enfrentamiento con la Ciudad. Todos contra Rodríguez Larreta es un escenario que seduce al kirchnerismo en campaña.
Ahora bien, por qué sobreactuó. Pues porque la Corte dejó claro que el porcentaje de coparticipación era del 1,40% de la masa coparticipable, que se paga con la porción que recibe el Gobierno y que el resto, tal como lo establece la Constitución Nacional, es una compensación por el traspaso de servicios o funciones. En ese lugar se encuadra la policía que se entregó a la jurisdicción porteña.
Ahora bien, si la Casa Rosada logró que la coparticipación se mantenga en el 1,40% y que el resto sea un monto para solventar la fuerza, ¿por qué sobregira la derrota? Ese escenario de enfrentamiento contra lo que el kirchnerismo llama “partido judicial” también les genere adrenalina. Finalmente, gran parte del kirchnerismo se mueve detrás de la batalla contra los que consideran enemigos del pueblo. Algo así como hacer de bravos Quijotes en medio de un parque eólico. No hay enemigos ahí, apenas un Poder Judicial que está creado para resolver controversias, cuando las hay. Si hubiese diálogo, no habría sentencia.
La Corte tampoco puede decir que su fallo está exento de críticas. Y más allá de las miradas trasnochadas del Gobierno, los jueces optaron por una solución que admite, al menos, una mirada distinta.
El máximo tribunal deja claro en sus páginas que efectivamente hubo un traslado de funciones o servicios y que eso debe ser compensado. Pero vale detenerse en esta palabra: compensación. Lo que el fallo hace y dice es que la policía tenía un determinado costo en 2016, cuando se trasladó, y que entonces representaba el 1,55% de la masa coparticipable. De ahí que llega al 2,95%. En algún punto, iguala los términos costo y porcentaje.
Ahora bien, desde entonces hasta ahora nada se ha quedado quieto. Algunos pactos modificaron esa masa de dinero que se distribuye a las provincias y nada indica que los costos de la policía haya subido en forma estrictamente igual que la recaudación de impuestos. Según quienes miran estos números con detalle de relojero, los diferentes cambios en materia impositiva terminaron por hacer de aquel porcentaje de entonces (1,55%) uno más pequeño (1,09% aproximadamente). Pero claro, la Corte tomó los datos de 2016.
Esta cuestión de fondo es la que no se resolvió. De ahí es que el Gobierno no fue tan derrotado como dice, sino que consiguió que no se modifique el régimen coparticipable y, además, podrá probar en el juicio ordinario que ahora no es necesario compensar con ese tamaño de la torta.
La solución
Finalmente, la solución. Acá sí que hay una derrota de los tres, incluida la Corte. Por un lado, el Gobierno dijo que ese porcentaje extra lo pagará con bonos soberanos. Se trata de una clara derrota, sobre todo después de aquel viernes que armó una trinchera con los gobernadores del sí fácil. La mayoría de los que vinieron usaron los jets que disponen y que se pagan con fondos públicos y peregrinaron a la Casa Rosada para la foto de ceño fruncido contra Larreta y su billetera.
Unas horas después, quedaron como marionetas sin hilos y se convirtieron en testigos del Alberto Fernández pagador. Eso sí, con bonos.
Esos bonos, que no se debieran usar para pagar un flujo, aunque sí podría darse el caso -de hecho se da- de cancelar deudas, le generaron derrotas a la Corte y a Larreta. La primera, porque su sentencia no tendrá la ejecutoriedad que pretendían; al alcalde, porque no recibirá los fondos frescos.
Todos podrían mostrarse ganadores o perdedores después de este fallo. Sin embargo, más allá de la coyuntura, lo que expresa esta situación es la enorme inoperancia de la democracia argentina. La primera ley de coparticipación (número 20.221) es del 21 de marzo de 1973, durante el gobierno de Alejandro Agustín Lanusse.
Finalmente, en 1988, en la presidencia de Raúl Alfonsín, se estableció la tabla que se utiliza actualmente mediante la sanción de la ley 23.548.
Lo que vino después fue la provincialización de Tierra del Fuego y la Ciudad de Buenos Aires, ambos, territorios nacionales. La autonomía es obra de la Constitución de 1994, que estableció que en los dos años subsiguientes, es decir hasta 1996, se sancione una nueva ley de coparticipación. Hasta ese momento, y en forma excepcional, a la Ciudad se le transferirá dinero que le corresponde a la Nación y no a las provincias.
La política argentina jamás avanzó en una solución sobre el asunto. Se hicieron pactos y acuerdos provisorios que se tornaron inamovibles. Aquella imposición constitucional se convirtió en algo de cumplimiento imposible. Por más federal que sea la organización del país, ningún gobernador cederá algo de su porción.
Habrá que establecer que siempre será la Nación la que ceda esa parte a la provincia más nueva de la Argentina. Pero el diálogo parece un imposible. Entonces, surgen los verdaderos perdedores: los demócratas que apuestan siempre por un país en el que se consagre el diálogo y la palabra como medio institucional y no la mezquindad, el enfrentamiento y la controversia como forma de discutir el futuro de cada uno.
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