Subordinados a las divisas
La razón de los nuevos controles, lejos de una política de sustitución de importaciones
La decisión del Gobierno de no modificar la política cambiaria ni combatir la inflación ante la aguda escasez de dólares por la que atravesamos ha subordinado la política comercial al objetivo de asegurar las divisas necesarias para que el Gobierno cumpla con sus compromisos externos.
Los controles adoptados no tienen nada que ver con una estrategia mínimamente elaborada de sustitución de importaciones orientada a generar empleo y promover ciertos sectores juzgados estratégicos. De lo contrario no tendrían sentido regímenes rentísticos como el de Tierra del Fuego, donde el mero ensamblado local de partes importadas jamás se transformará en capacidad de innovación y producción de electrodomésticos o productos electrónicos.
La introducción de controles cambiarios respondió a la aceleración de la fuga de capitales durante la segunda mitad del año pasado, gatillada por el combo constituido por el agravamiento de la crisis en la Unión Europea, la devaluación del real brasileño y la caída de los precios de las commodities .
Para no perder drásticamente reservas sin devaluar ni recurrir al endeudamiento, la alternativa fue restringir bruscamente la venta de dólares, sea para ahorro de las familias, como para el pago de importaciones o el envío de dividendos al exterior por parte de las empresas. Por el momento la corrida cambiaria se frenó, las reservas volvieron a subir (aunque mínimamente), el dólar paralelo bajó levemente y las tasas de interés en pesos, que habían llegado a niveles en torno al 25% volvieron a ubicarse alrededor de 10 puntos por debajo de ese pico. Pero estamos lejos de haber visto el final de la película.
El escenario es muy diferente al que enfrentábamos en 2009, cuando superada la crisis internacional también cayeron las tasas de interés, se estabilizó el tipo de cambio, mejoraron las cuentas externas y volvimos a crecer conservando el superávit en cuenta corriente.
Hoy ya no tenemos un tipo de cambio fuertemente depreciado, ni generamos un superávit corriente que nos permita seguir acumulando reservas. Tampoco podemos estimular la demanda agregada aumentando despreocupadamente el gasto público porque no tenemos cómo financiarlo. Además, es poco y nada lo que puede esperarse de la inversión extranjera cuando el mercado espera que se mantengan las restricciones a las remesas de dividendos, o más en general de la inversión a secas, nacional o foránea, si la incertidumbre sobre la disponibilidad futura de insumos básicos es tan elevada.
Va de suyo que con la utilización de capacidad instalada a tope, niveles de inversión declinantes y excesos de demanda que se van generalizando en diferentes mercados, las tentativas de seguir "cebando la bomba" del consumo tendrán cada vez menos efectos sobre los niveles de producto y un impacto cada vez mayor sobre la inflación.
Como el bajísimo nivel de intermediación financiera hace improbable una crisis financiera, es probable que la política actual pueda prolongarse por cierto tiempo. De este modo, el deterioro económico que provocarán la escasez de insumos, el "atraso" cambiario y la desaceleración de la inversión asociados a esta política será gradual.
Sin embargo, sus costos serán significativos. No sólo desde el punto de vista del ciclo de actividad, sino desde el de las perspectivas de desarrollo a más largo plazo. En un mundo donde la internacionalización de las cadenas productivas es un fenómeno irreversible, el aislamiento no es deseable ni posible. Por eso, es crucial que nuestras exportaciones sigan creciendo y, además, se diversifiquen. El control de importaciones atenta directamente contra ese objetivo.
Pero además, e igualmente importante, esa política (aunque intente administrarse con excepciones ad hoc) profundizará las dificultades de relación que ya tenemos con nuestros socios del Mercosur y con Brasil en particular, cuando esta relación debería ser una de las prioridades estratégicas de nuestra política de internacionalización productiva.
El autor es economista, profesor UBA y Unsam e investigador deL Conicet