La historia de las sanciones económicas deja lecciones inquietantes
Son un arma más en la lucha por lograr imponer una decisión estratégica, pero pueden provocar efectos indeseados
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Apenas terminada la Primera Guerra Mundial y tras la disolución del Imperio Austrohúngaro, alguien notó que “desaparecieron todos los relojes de Praga: los fundieron por sus metales”. En Viena, otra persona advirtió que “los niños duermen envueltos en papel, a falta de sábanas y mantas”. En ese entonces, gran parte de Europa estaba bajo estrictas sanciones económicas, como un intento de las potencias occidentales por mantener la paz de posguerra y frenar el comunismo. Era la primera vez que se utilizaba esa “arma económica” —título del nuevo libro de Nicholas Mulder—, pero no sería la última, ni mucho menos: en la década de 2010, un tercio de la población mundial vivía bajo el peso de sanciones económicas. Y un lugar destacado entre los blancos de esa “arma” ya lo ocupaba Rusia, que tras haber invadido Ucrania enfrenta sanciones aún más duras.
El libro de Nicholas Mulder, académico de la Universidad Cornell, analiza la historia y efecto de las sanciones durante las tres décadas que siguieron a la Primera Guerra Mundial, y llega a inquietantes conclusiones…
La guerra económica contra los civiles es un fenómeno que tiene siglos de antigüedad. Durante la Guerra de los Cien Años, las tropas inglesas lanzaron incontables y brutales asedios contra las guarniciones francesas, hambreándolas hasta ponerlas de rodillas y obligarlas a rendirse. Los bloqueos comerciales también fueron una parte importante del arsenal de las guerras navales del siglo XVIII. Esos bloqueos y sanciones no solían ser de un solo país a otro, sino de grupos de naciones que se unían para castigar a los Estados díscolos. El nacimiento de la Liga de Naciones, en 1919-20, facilitó mucho la implementación de esas acciones coordinadas. Más que ser consideradas como un acto de guerra, estaban supuestamente destinadas a impedirla.
Las sanciones también fueron producto de la primera gran oleada de la globalización. Entre 1870 y 1914, los flujos comerciales pasaron de representar el 5% del PBI global hasta alcanzar un 14%, por entonces un récord absoluto. Con economías cada vez más integradas, los gobiernos ideológicamente afines tenían muchas formas de ejercer presión sobre los díscolos, ya fuese negándose a venderles materias primas cruciales o negándose a comprar sus productos.
El papel que juegan las finanzas realmente llegó para marcar la diferencia con las guerras económicas anteriores. En el periodo 1870-1914, los flujos de capital anuales promediaron el 4% del PIB mundial. Las potencias aliadas controlaban los principales centros financieros del mundo. Los economistas se sumaron a los militares tradicionales para diseñar las sanciones. Su objetivo era golpear a los Estados agresores allí donde más les dolía y eran más débiles: en sus necesidades de financiación.
El libro de Mulder está lleno de anécdotas de cómo funcionaban las sanciones en la práctica. En 1935, por ejemplo, y a medida que crecían las señales de una guerra inminente, el Banco de Inglaterra les negó financiamiento para sus necesidades de importación a empresas italianas como Pirelli (neumáticos), Fiat (automóviles) y Montecatini (productos químicos). En agosto de 1941, el Japón expansionista quedó aislado del resto de la economía mundial, tras quedarse sin el 90% de su suministro de petróleo importado y sin el 70% de sus ingresos comerciales por exportaciones. Pero en un mundo donde la ingeniería financiera era cada vez más compleja, hacer cumplir las sanciones exigía gran esfuerzo y creatividad.
A fines de la década de 1910, el Banco Holandés para la América del Sud, una subsidiaria abierta en Buenos Aires por un banco holandés, usó cinco nombres diferentes para realizar transacciones para varias filiales de los bancos alemanes en Latinoamérica.
William Arnold-Forster, un administrador británico, llegó a decir que las sanciones hasta podían lograr “que nuestros enemigos prefieran que sus hijos no nazcan”. De hecho, las sanciones podían tener efectos terribles. Según Mulder, de las tres principales armas dirigidas a civiles durante aquel período —poderío aéreo, guerra química y bloqueo económico—, el bloqueo fue por lejos la más mortífera. “Las lapiceras parecen instrumentos mucho más higiénicos que las bayonetas”, señalaba irónicamente Arnold-Forster.
¿Pero las sanciones cumplían su objetivo? Eso ya es otra cuestión…
Los países pequeños podían ser intimidados hasta doblegarlos, como en dos ocasiones en la década de 1920, cuando la amenaza de sanciones impidió que las escaramuzas en los Balcanes escalaran en una guerra más amplia. Pero las potencias y países más grandes eran huesos duros de roer. Y de ahí se desprende la primera lección del libro de Mulder: “la mayoría de las sanciones económicas nunca funcionaron”. Para empezar, no lograron impedir que Alemania eligiera el camino de la guerra.
En ocasiones, las sanciones fracasaban por falta de decisión política. En Estados Unidos prevaleció durante mucho tiempo la idea de que las sanciones eran en esencia y básicamente muy poco norteamericanas: una forma anacrónica de imperialismo al estilo europeo. En otros casos, la globalización financiera, en vez de ampliar el margen de maniobra de las sanciones, lo restringió. A mediados de la década de 1930, por ejemplo, Gran Bretaña se abstuvo de imponer un severo bloqueo financiero a la Alemania nazi, en parte porque los bancos británicos tenían cantidades de bonos de deuda alemana. Si le aplicaban sanciones, el Reich dejaría de pagar su deuda, y los financistas británicos temían que la City londinense enfrentara una grave crisis de liquidez.
La segunda lección del libro de Mulder es que las sanciones pueden tener consecuencias no deseadas. De la década de 1920 a la de 1930, la política y la economía globales cambiaron radicalmente. La Gran Depresión había empujado a muchos gobiernos al camino proteccionista. El comercio mundial iba cuesta abajo. El fascismo iniciaba su marcha.
Bucle fatal
Y las sanciones echaron más leña al fuego, según muestra Mulder en su libro. Los gobiernos que se creían vulnerables a las sanciones se alejaron aún más de la economía global para asegurar su independencia estratégica. En la década de 1930, Japón buscó desarrollar un “bloque del yen”, una zona económica que incluyera a Corea y Taiwán, para reducir la dependencia de las potencias aliadas. (Basta observar los esfuerzos de Rusia en los últimos años para desvincularse de las finanzas occidentales para constatar que en ese sentido nada ha cambiado.) A mediados de la década de 1930, Alemania apuntó a la “libertad de materias primas”, en parte a través de la construcción de gran infraestructura para la producción de combustible sintético. Pero no le alcanzó y tuvo que salir de conquista. “Necesito Ucrania”, dijo Adolf Hitler en 1939, “para que no nos vuelvan a matar de hambre como en la última guerra”.
Así fue que la búsqueda internacional de sanciones efectivas y la búsqueda ultranacionalista de la autarquía económica “quedaron trabadas en una espiral ascendente”. En un mundo en proceso de “desglobalización”, las sanciones no solo no funcionaron, sino que profundizaron la fractura y dejaron listo el terreno para la Segunda Guerra Mundial. Mulder es un historiador demasiado riguroso como para establecer paralelismos fáciles entre lo que sucedió en el período de entreguerras y la actualidad, cuando vemos que la geopolítica vuelve a ser facciosa y la globalización está en retroceso. Pero la historia es aleccionadora e invita a reflexionar antes de actuar.
(Traducción de Jaime Arrambide)
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