Comercio. Los 10 puntos a trabajar para que la Argentina recupere protagonismo
Hace 50 años, en 1978, las exportaciones de América Latina y el Caribe eran de US$73.500 millones y la Argentina generaba el 10% de ellas (US$7500 millones). Más cerca en el tiempo, hace 10 años, en 2008, las exportaciones regionales fueron US$1,1 billones y las argentinas, US$81.000 millones (7%).
Pero en el último decenio esa relación se debilitó y el año pasado las exportaciones latinoamericanas fueron de US$1,4 billones y las argentinas, de US$75.000 millones, lo que representa 5% del total. Esto ocurre pese a que la Argentina genera el 8% del PBI regional. Dicho de otro modo, en cincuenta años redujimos a la mitad nuestra participación regional.
Como ha dicho el escritor uruguayo Eduardo Galeano, "el pasado dice cosas que interesan al futuro". Los hechos nos brindan extraordinarios insumos para llegar a conclusiones. Hoy, la Argentina es el 48º país por sus exportaciones en el mundo, pero está mucho mejor posicionada en relación con su PBI: es el 30º país del planeta por su producción, lo que muestra la infraparticipación argentina en el comercio mundial.
Varios países tienen menor PBI que la Argentina, pero exportan más. La lista está conformada por Grecia, Chile, Kuwait, Filipinas, Eslovaquia, Irak, Rumania, Qatar, Portugal, Sudáfrica, Israel, Hungría, Luxemburgo, República Checa, Malasia, Irlanda, Singapur y Hong Kong.
Lo descripto lleva a asumir diversas conclusiones. La debilidad externa no es coyuntural. Muchos actores económicos acostumbrados a un entorno cerrado no son ahora propensos a la apertura. Al mismo tiempo, la política muestra escasez de experiencia en apertura sistémica y la cerrazón ha permitido licuar los efectos de los errores de políticas internas y las oportunidades perdidas son mayúsculas.
Por otro lado, la Argentina tiene una economía que crece menos que la de sus vecinos; la cantidad de empresas internacionalizadas es muy escasa comparada con las de la región, y la dificultad para generar más valor agregado es un efecto de la cerrazón y no una contraindicación para abrirse.
Puede agregarse algo que engloba lo anterior: el problema es más profundo de lo que muchos creen. Por ende, no puede decirse que se obtendrán soluciones demasiado rápido ni que se llegará a ellas con el abordaje de la cuestión desde una sola disciplina. La desvinculación del mundo es sistémica.
¿Como cambiar esta realidad? Hay varias disciplinas a atacar. Puede (solo como ejercicio) esbozarse un decálogo. Por un lado, hay que corregir la macroeconomía, porque con desequilibrios descomunales no se puede planificar a largo plazo. Pero también es preciso mejorar el sistema institucional y político, porque son más productivos los regímenes constitucionales con limitación del poder sobre la base del orden institucional y prevalencia del largo plazo. Además, se debe ir mejorando el soporte físico: infraestructura, servicios públicos y el funcionamiento de la administración estatal.
Luego, hay que generar competitividad en todos los actores del ecosistema productivo. La educación es critica también: no se es competitivo si no se sabe serlo. La cultura cotidiana también cuenta: las sociedades conflictivas, desconfiadas y temerosas son menos competentes que las interactivas y ambiciosas. Puede completarse lo anterior con la necesidad de contar con valores predominantes que premien la creación de valor y no abjuren del éxito.
La calidad del sistema jurídico debe añadirse: las leyes que premian la iniciativa y la independencia son mejores que las que sobrerregulan y obstruyen. Luego entra el ámbito internacional: los acuerdos de apertura recíproca y confluencia y la mejor promoción comercial externa son críticos. Y, por supuesto, en este ámbito deben aparecer mejores estrategias competitivas de las empresas que se internacionalizan, que deben desarrollar atributos virtuosos para ganar espacios en mercados. No se conquistan países sino mercados y no se lo hace por productos sino desde empresas.
Los malos resultados expuestos nos han privado del dinamismo de quienes, al integrarse a la economía mundial, redujeron la pobreza, progresan, producen más, crean empleo de más calidad, mejoran la calidad de vida de sus habitantes y conviven con la tecnología beneficiosa. Pero para cambiar la cerrazón que tenemos deberá ocurrir una coincidencia metaeconómica entre muchos, que no se trata de un pacto escrito, sino de un conjunto de creencias funcionales de soporte social sobre el que se construya el resto.
Cuando los resultados son tan contundentes (por lo pobres) y perviven en la misma mala calidad por tanto tiempo, es un error creer que ello se corrige con una sola disciplina o que lo corrige un solo actor. Hace unos años leí al economista Michael Porter decir que los países que tienen éxito son aquellos que logran hacer cambios, no los que simplemente hablan y escriben sobre ellos, y que lo logran si son capaces de establecer un consenso amplio sobre la necesidad de ese cambio para después ejecutarlo