Clientes que comparten plato, empleados sin preparación y rentabilidad dispar: el reverso del boom gastronómico
La recuperación del consumo en restaurantes después de la cuarentena no es completa ni uniforme; los dueños de los locales dicen que depende en gran medida del barrio y de la afluencia de turistas, que la tendencia se da con los tickets por persona más bajos de la historia y que tienen grandes dificultades para conseguir personal capacitado
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Parrillero al fin, Hugo Echevarrieta se estremece un poco al contar que algunos clientes se sientan y piden asado…, con agua. “Esperan una hora y después comparten la porción: me quiero matar”, agrega, y cuenta que nunca vendió tan poco vino como en estos tiempos. Dueño del restaurante La Brigada, famoso porque los mozos cortan ahí, a modo de demostración, el ojo de bife o el bife de chorizo con cuchara, admite que le cuesta habituarse a estos nuevos patrones de conducta: sus clientes han vuelto a ser numerosos, pero, por la inflación, el ticket por persona está entre los más bajos de la historia.
El boom de la gastronomía en la Argentina, algo que llama la atención de muchos economistas porque se da en un contexto de altísima inflación y desencadenó hace dos semanas un reportaje en The New York Times, tiene su explicación y su reverso, y para algunos empresarios del rubro se acerca bastante a un mito. Depende en realidad de la zona y de la afluencia de extranjeros, pero siempre hasta ahí porque, en general, como el país está barato, el turista que viene no es necesariamente de altos ingresos, y eso también cuenta. Lo concreto, dicen quienes están en la cocina del asunto en todo sentido, es que el sector nunca terminó de recuperarse numéricamente de la pandemia a pesar de cierto repunte por lo que ya se sabe: los consumidores salieron de aquel encierro menos propensos que antes al ahorro y, por lo tanto, urgidos por gastar en una pizzería con el descuento de tarjeta de crédito.
Lo que siguió al infierno de la cuarentena trajo cierto alivio. Pero durante y después de aquellos largos dos años cerraron en la ciudad de Buenos Aires el 40% de los restaurantes. Aunque algunos consiguieron resistir, nunca se volvió al nivel previo a 2020. El microcentro, de hecho, cambió para siempre de fisonomía: ya no hay tantas oficinas y, por ende, tanta demanda gastronómica. Algo que no pasó, en cambio, en Puerto Madero, donde la actividad laboral se recuperó mejor. Martín Borgmann, dueño del Croque Madame de ese barrio, lo atribuye a que las empresas mantienen todavía parcialmente la modalidad home office: “El que se traía el Tupper todos los días, ahora viene dos o tres veces por semana y entonces aprovecha para comer afuera”. Dueño también de Trufa, un exclusivo local de Pilar que hace gala de la vista desde su terraza y de sus platos y cócteles de autor, cuenta que el encierro por el Covid sirvió también para bancarizar un poco más los pagos. “El 60% de la gente paga con tarjeta, y el 40%, en efectivo, que quedó más relegado. Antes de la pandemia era al revés”, detalla.
Todo depende en realidad del barrio. Gastón Riveira, dueño de La Cabrera, otro reducto top de carnes, dice que no es lo mismo La Cabrera Palermo que La Cabrera Pilar. “El de Palermo está siempre lleno y hay que esperar. Pero hacés 30, 40 kilómetros y no pasa lo mismo. El de Pilar se llena el fin de semana, y principalmente de clientes que van también al hotel Ibis, a pocos metros”, explica. En este punto vuelve a contribuir la afluencia de extranjeros, también según la zona. Tampoco es lo mismo Palermo, Puerto Madero, San Telmo o Recoleta que el resto. En La Cabrera Palermo, por ejemplo, el 70% de los clientes es turista. Una suerte para un cultor del punto jugoso como Riveira. “Más vale pecar por crudo: siempre se puede corregir”, asegura. Aunque el cambio de clientela haya afectado inevitablemente el consumo de achuras, una preferencia más que nada argentina. Echevarrieta, especialista en mollejas, admite que el turista es bastante más desconfiado de ese plato. “Ellos le dicen interior’ y no lo piden tanto. La molleja tiene que ser de corazón y se hace lento”, apunta.
Parte de lo que se ha llamado boom de la gastronomía es un fenómeno macroeconómico: no podría darse nunca sin inflación. Al ver que el ingreso se le escurre, el consumidor decide destinarlo a bienes cada vez menos durables. La comida es, en ese sentido, el símbolo de lo fugaz. Al principio, y como en la borrachera, decía Milton Friedman, la inflación muestra sus efectos agradables. La contracara del proceso es que cae el ahorro, vital para la inversión. “La gente no quiere guardarse la plata y gasta más”, dice Borgmann, que, como la mayoría de sus pares, cree que lo que está repleto son los clásicos y que, para los restaurantes del conurbano, parte de la demanda depende de las promociones que se hagan. Música en vivo, descuentos.
Son todas variables que cuentan a la hora de hacer números y analizar si conviene tener este negocio sobre el que nadie duda de que requiere una atención enfermiza. Cuando se los consulta si es rentable, lo primero que contestan los empresarios es que depende en buena medida de los recursos humanos. Es una coincidencia abrumadora: desde hace tiempo, la mayor dificultad que tienen los restaurantes es contratar mano de obra calificada. Un mozo puede cobrar 200.000 pesos por mes netos más lo que recibe de propinas, casi el doble, pero parece más arduo encontrar empleados dispuestos a trabajar en blanco y bien en otras áreas. “Algunos no quieren dejar el plan y nos piden trabajar en negro. Jamás: lo más complicado en la Argentina es la ley laboral, hasta que no se cambie vamos a tener muchos problemas. Yo ya tengo seis stents”, dice Echevarrieta. Borgmann coincide en que el personal dura poco, y a veces también por la propia mecánica de la inflación: les ofrecen un salario más alto en el bar de enfrente y se van, pero, como con la dispersión de precios no se sabe cuánto valen las cosas y siguen perdiendo poder adquisitivo, vuelven diciendo que se equivocaron en la decisión, que quieren volver con nosotros”.
Riviera incluso da ejemplos de mala praxis. Recuerda, por caso, algo que le pasa con frecuencia: suena el teléfono que usan para atender reservas de clientes, nadie se digna a atenderlo o, peor, ni se da cuenta de que no funciona y debería pedir la reparación, y el pedido nunca llega a concretarse. “Esto funciona si es con un gran equipo armado”, concluye. Echevarrieta lo resume de un modo similar: “Nunca trabajé tanto, pero mucho ruido y pocas nueces”. ¿Es también lo que dejó el Covid? Tal vez. Formar a un buen empleado gastronómico lleva tiempo y, desde la cuarentena, muchos de ellos han decidido dedicarse a otra cosa.
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