Claves del management y de la economía para el nuevo boom del básquet argentino
Si se le pregunta a cualquier persona del planeta qué es lo primero que se le viene a la cabeza al relacionar "Argentina" con "deporte", probablemente las referencias inmediatas mencionadas serían "Messi" o "Maradona" (o "Distéfano", si el consultado es más adulto). Tener tres jugadores de fútbol entre los cinco o diez mejores de la historia probablemente bastaría para cerrar cualquier discusión sobre el mayor éxito y deporte a nivel local.
Para muchos observadores y analistas del sector, sin embargo, el mayor logro de la historia del deporte argentino no tuvo que ver con el juego más popular, sino con la medalla dorada obtenida en básquet en los Juegos Olímpicos de Atenas en 2004. "Fue, sin dudas, el mayor logro deportivo que tuvimos. Ser campeón olímpico y ganarle en semis a Estados Unidos con todos los jugadores de la NBA fue algo extraordinario", cuenta el periodista Juan Pablo Varsky. Como consecuencia de su derrota, la superpotencia planetaria del básquet revisó todos sus planteos tácticos y estratégicos e incorporó varias novedades que trajo el equipo de Manu Ginóbili.
De los cuatro países que alguna vez ganaron la medalla dorada en los juegos olímpicos, hay dos que no existen más como tales: la Unión Soviética y Yugoslavia. Solo Estados Unidos y la Argentina integran ese selectísimo club. Y allí nos colocó la Generación Dorada del básquet.
El fenómeno tiene mil explicaciones. Si tiene que resumir las claves de "management" de este éxito del básquet argentino que en los últimos días se reeditó en el Mundial de China, Varsky elige cinco elementos salientes. Primero, una "política de Estado" que arrancó con la formación de la Liga Nacional en 1984, en la cual León Najnudel tuvo la visión "modelo NBA". Segundo, la "tormenta perfecta" de la Generación Dorada: un grupo de jugadores talentosos e inteligentes, con personalidades complementarias, que se unieron en el lugar indicado y en el momento indicado (2001, Pre Mundial de Neuquén). Tercero, la eficacia en la transmisión del legado, con jóvenes inspirados en la generación anterior y con Luis Scola como nexo. A eso se le suma la estabilidad del liderazgo (solo tres entrenadores en 21 años: Lamas, Magnano y Hernández, que incluso trabajaron juntos) y el disfrute: "Les gusta jugar juntos, están convencidos de la idea y de la ejecución; tienen un espíritu competitivo fabuloso, que les permite tomar las decisiones correctas bajo mucha presión", plantea Varsky.
Esa toma de decisiones es el núcleo de la muy nutrida autopista de doble vía que se instaló desde ya hace más de diez años entre el básquet y la economía del comportamiento, la rama de esta disciplina que toma enseñanzas de la psicología.
Este camino de ida y vuelta con las ciencias de datos y del comportamiento sirvió para que este deporte se adaptara más rápido que ningún otro al nuevo consumo de entretenimientos, con tensión hasta el último instante: las posesiones de pelota bajaron en promedio a 8 segundos y un partido se puede dar vuelta en medio minuto, explica Pepe Sánchez, el primer argentino que debutó en la NBA, considerado "el cerebro" de la GD.
Sánchez (por estos días en China, acompañando al equipo argentino) obtuvo los títulos de las carreras de Historia y de Filosofía mientras jugaba en alta competencia, y se devora cuanto libro de no ficción aparece. "La teoría de la decisión está muy presente en el básquet, porque hay muchas instancias que permiten corroborar sesgos, en tiempo real y con situaciones en las que hay mucho en juego. Entramos a la cancha prácticamente desnudos y la exposición es total: se nota todo al 100% hasta en lo gestual y, por supuesto, en las decisiones que se toman", sostiene.
No por nada el básquet es el deporte más citado en estudios de economía del comportamiento. De hecho, en su best sellerDesahaciendo errores, Michael Lewis cuenta la historia de la relación entre los psicólogos y Premios Nobel de Economía Daniel Kahneman y Amos Tverzky (un hecho que cambió para siempre la forma de entender cómo funciona nuestra mente) y dedica un capítulo entero a la revolución de los datos y del aprendizaje de sesgos que se dio en la NBA a mediados de la década pasada. La historia arranca en 2006, cuando los Houston Rockets contrataron a Daryl Morey, un nerd que venía de hacer consultoría en negocios, para que empezara a elegir jugadores sobre la base de ecuaciones y datos duros. Hasta ese entonces, ese tipo de decisiones se tomaban sobre la base de la "intuición" de los técnicos, que luego -con el éxito de los Rockets- se revelaron erradas.
El abordaje matemático demostró que la cooperación y la complementariedad de los jugadores vale mucho más que las individualidades, algo que suele remarcar el economista Tyler Cowen. Las estrellas que se esforzaban poco en defensa empezaron, a partir del nuevo paradigma, a bajar de precio.
El segundo sesgo más estudiado en la economía del comportamiento, el de la aversión a la pérdida (el primero es el exceso de la autoconfianza) también tuvo su demostración definitiva -más allá de las muestras con pocos casos tomadas con estudiantes universitarios- gracias al "experimento natural" del básquet de alta competición.
Imagínese la siguiente situación: quedan tres segundos de juego y un equipo, en posesión del balón, está perdiendo por dos puntos. Debe decidir si tira un doble (con 50% de chances de encestar) o un triple (40%). ¿Cuál es la decisión correcta? Si se encesta el doble, se va al tiempo suplementario, y si se asume que los dos equipos son muy parejos, la probabilidad de ganar pasa a ser 0,5 x 0,5= 0,25. Conviene, por lo tanto, apostar al triple directo. Hasta antes de la revolución cognitiva, la mayor parte de los equipos tomaba el camino incorrecto, porque prefería "no perder" ante todo, aunque esa no fuera la mejor opción. El sesgo de aversión a la pérdida indica que el impacto psicológico de una derrota es mucho más grande que el de una victoria, con signo cambiado.
Otras situaciones de juego permitieron refinar y estilizar sesgos que en las ecuaciones de los economistas decían algo y luego, en la vida real, se topaban con una situación distinta. Tversky investigó mucho tiempo la "falacia del apostador": hay quienes, por ejemplo, van al casino y confían en el método de apostar al rojo luego de que varias veces seguidas salieron números blancos. Las chances siguen siendo de 50% y 50%, porque las probabilidades no suben o bajan en función de la trayectoria previa. Los datos y la bola de la ruleta no tienen memoria.
El paralelo con esta situación es la teoría de la "mano caliente" en básquet: cuando un jugador viene "en racha", conviene pasarle la pelota. Según el análisis de Tversky, esto no tendría sentido porque sus chances no dependen de la seguidilla previa.
Consultado tiempo atrás al respecto para una columna de economía no tradicional, Luis Scola me contó que hay un "efecto confianza" que anula o al menos modera la hipótesis más fría del modelo matemático: "Existe la mano caliente", explicó el ala pivote, "no como una intervención divina que te hace meter todos los tiros, sino como una situación de confianza creciente que hace que el jugador suba su nivel. Hay que imaginarse a alguien que mete tres tiros seguidos y en su cabeza piensa: 'Tengo margen, puedo errar, puedo arriesgar', y así las cosas van saliendo mejor. En cambio, si erra los primeros tres, piensa que lo van a sacar si se equivoca, se generan dudas y es ahí cuando peor rinde".
El seguimiento de la agenda de ciencia de cresta de la ola es tan puntilloso que varios jugadores de la actual selección usan el anillo Oura, un "trackeador" de sueño que adoptó Manu Ginóbili para dormir mejor y que le recomendó a varios seleccionados. El libro de no ficción favorito del mejor jugador argentino de todos los tiempos en 2018 fue Why We Sleep, del neurocientífico Mathew Walker. En el legado de la Generación Dorada a la nueva camada se incluye la convicción de que se pueden alcanzar los sueños. Pero, para eso, primero hay que dormir bien.
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