Catamarca: las impactantes fotos del ministro asesinado pusieron en jaque al poder en la provincia
Los hijos del ministro Juan Carlos Rojas denunciaron una red de encubrimiento y mostraron pruebas que hay en el expediente donde se aprecia al padre mutilado; a las 17.30 convocaron a una marcha
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San Fernando del Valle de Catamarca (Enviado Especial).- Tres de los hijos de Juan Carlos Rojas, el ministro de Desarrollo Social del gobernador Raúl Jalil y secretario general del gremio de gastronómicos que maneja Luis Barrionuevo, asesinado hace cuatro meses, se sentaron en una mesa de un hotel céntrico de esta ciudad. Habían llamado una conferencia de prensa ayer a las 12 del mediodía.
“A la familia, la Justicia nos mintió, como le mintió al pueblo catamarqueño. A la familia se le dijo que murió de una caída, que murió solo, que no había violencia en las cosas, que no faltaba nada. Que se había ido en paz. Al pueblo se le dijo que al ministro la muerte lo visitó pacífica, que lo sucedido es parte de la vida. Que se fue solo y nos entregaron un cajón cerrado. Nos impusieron el secreto de sumario, nos escondieron la verdad, pero todo sale a la luz”, dijo la hija, Natalia, la menor de los tres presentes, encargada de leer un texto que habían preparado.
Hartos, llenos de impunidad, cansados de una red de complicidades que ya casi logró ocultar la verdad, impotentes, enojados, doloridos, tristes y valientes. Todo se juntó para que aquellos tres hijos, que ven que la Justicia por la muerte de su padre se escurre, decidan pegar un puñetazo en la mesa y pedirle a la sociedad que reaccione.
“Hemos convocado a la prensa para poner en evidencia, la maniobra pérfida que pretendió ocultar la verdad sobre la muerte de nuestro padre. Ahora sabemos que papá no se cayó, no sufrió un infarto, no sufrió una descompensación -siguió Natalia con la voz quebrada-. Papá fue brutalmente golpeado, lo tuvieron de rodillas y lo golpearon, le reventaron el rostro, la boca. Le reventaron un ojo, lo tuvieron de rodillas y así lo ultimaron rompiéndole la base del cráneo, con una fractura que se abrió camino de extremo a extremo. Lo arrastraron y lo tiraron en el patio. Los que lo asesinaron modificaron la escena. Lo rompieron todo y lo dejaron tirado”
Entonces, mientras ella leía con cuidado cada una de las palabras que habían preparado, Fernando, el hermano, un técnico informático que fue quien encontró a su papá muerto, tomó una de las fotos ampliadas que tenía sobre la mesa y la levantó. “¡Esto fue lo que encontraron! Y dijeron que estaban ante una muerte natural, ¡mentiras! Vergüenza debería darles, mentirle a la familia así. ¡Encubridores, cómplices, mentirosos!”, dijo en medio de un llanto que apenas contenía. Era estruendoso el silencio de dolor.
Entonces, mientras ella se mantenía con la voz que podía, él levantaba una a una las imágenes del horror. Su padre, quien fuera mano derecha durante al menos dos décadas de Barrionuevo y que era un integrante de peso del gobierno de Raúl Jalil, aparecía tirado en el patio apenas con un calzoncillo, con su cara destrozada y con signos de golpes por todos lados. “Ahora se sabe que a papá lo tuvieron de rodillas, de rodillas lo golpearon y de rodillas lo asesinaron, nadie escuchó nada, nadie vio nada, pero el cuerpo de papá grita por justicia. Estas son las pruebas del encubrimiento. Ahora entendemos por qué tanta desprolijidad, porque tanto apuro en darnos el cuerpo, porque hicieron todo tan mal. Queremos que la Justicia rinda cuentas de semejante maniobra, queremos que los involucrados estén presos. Si la Justicia los va a encubrir y proteger, no nos importa, nosotros no nos vamos a quedar callados. El pueblo tiene que saber y en Catamarca tiene que haber Justicia”, dijo con el envión de voz que le quedaba antes de lanzarse sobre los pañuelos de papel a dejar que el llanto se apodere de la escena.
Fue, quizás, el impacto más grande que ha tenido la opinión pública de Catamarca desde aquellos días en que la muerte de María Soledad Morales erosionó los cimientos del poder de la familia Saadi. El abogado, a su lado, Ivan Marquís, tomó la palabra y respondió las preguntas. “Si esto le pasó a Rojitas, imaginen lo que nos puede pasar a nosotros. Hemos cambiado la estrategia. Estamos lejos de saber quién fue el o los asesinos. La familia esperó cuatro meses, pero no hubo avances. Ahora iremos por esta red de complicidades que pretendió que el hecho pasara como una muerte natural. Ustedes vieron las fotos. A nadie se le puede ocurrir que semejantes lesiones se pueden hacer con un desvanecimiento y una caída como se intentó hacerlo figurar”, dijo a LA NACION.
Los hechos
El sábado 3 de diciembre del año pasado, en la mañana o sobre el mediodía, nadie lo sabe con certeza, mataron a Juan Carlos Rojas. El domingo 4 lo encontraron tirado en el patio de su casa, en un charco de sangre. Ese día lo velaron a cajón cerrado y la sociedad acercó sus condolencias. Un infarto masivo, se dijo, había terminado con su vida. En la noche de ese domingo, los hijos fueron invitados a pasar a un salón en el sindicato, en el primer piso. Jalil y Barrionuevo eran los anfitriones. En ese momento, y con poca información, se les deslizó que podría tratarse de un asesinato. Como se dijo, lo dejaron planteado. Inmediatamente, después de un cruce de miradas, Barrionuevo dijo que se iba a tomar una pastilla, que no se sentía bien. Había llegado desde Buenos Aires en un avión no comercial. El sindicalista se paró, y detrás de él, se encolumnó todo el poder. Fin de la reunión cuando se va el “uno” del lugar. Nunca más, desde entonces, los dos dueños del poder provincial volvieron a comunicarse con los hijos. El vacío que la política y sus allegados le hicieron a la familia desde entonces casi que se puede palpar en cada una de las palabras de los hijos.
El lunes 5 de diciembre, a la mañana, todo estaba preparado para retirar el féretro y cremar el cuerpo. Pero cuando las coronas ya se habían colocado arriba del auto que las transportaría al cementerio, hubo un anuncio al lado del cajón. Barrionuevo reunió a todos en el velorio y habló: aquella muerte era ni más ni menos que un asesinato.
La conmoción en el lugar fue inmediata. Poco después se supo que la causa del deceso había sido un “traumatismo de cráneo-encefálico y un hematoma subdural” provocado por un elemento no filoso. Con esa información diseminada, las palmas bajaron del coche mortuorio. La Justicia se llevó luego el cajón y se realizó una segunda autopsia.
Cuatro meses después, los hijos decidieron jugar su última carta antes de convivir con la frustración de la impunidad. En medio de un dolor que solo ellos podrían describir, decidieron mostrar las fotos de su padre destrozado a golpes para gritar a la sociedad que aquel crimen atroz no puede olvidarse.
El proceso
Rojas era un hombre de extrema confianza de Barrionuevo. De hecho, la seccional catamarqueña de la Uthgra es la cabecera de playa que usa el sindicalista para hacer política en el territorio en el que intentó ser gobernador. Justamente, es desde hace años quien maneja de hecho el Ministerio de Desarrollo Social provincial. Tan cercano le es el cargo que después del asesinato de Rojas, asumió Gonzalo Mascheroni, sobrino de Luis Barrionuevo, hijo de una de sus hermanas. Todo quedó en familia. Desde aquel día, Barrionuevo prácticamente se mantuvo en silencio y jamás volvió a hablar del asunto. Tampoco se lo ha visto por su terruño, donde llega cada vez que puede en aviones no comerciales.
Desde aquel 3 de diciembre, en San Fernando del Valle de Catamarca se empezaron a sentir aires de impunidad y complicidades. Una secuencia de errores garrafales judiciales y policiales -cuanto menos, errores- difuminaron toda investigación. Nunca se investigó el móvil del crimen, al punto que prácticamente no se avanzó con líneas de trabajo en el Ministerio ni en el gremio. La escena del crimen se liberó unas pocas horas después y ni siquiera con el cuerpo del entonces ministro muerto en el patio, se valló el lugar. Ninguno de los dos despachos, en la gobernación ni en el sindicato, se allanó ni se preservó. De hecho, ni siquiera está en la causa un registro fílmico que muestra que algunas noches posteriores al crimen, tres personas ingresaron con linternas a aquella oficina. Semejante irregularidad no está en manos del fiscal Hugo Costilla, un bombero del Ministerio Público que nombraron como ayudante del inexperto Laureano Palacios, el fiscal de origen que cometió todos los errores posibles al inicio de la investigación.
Catamarca se sumió, desde aquel hallazgo, en la desconfianza, los rumores y el miedo mientras el poder desplegó toda una potente red de complicidades. Solo ahora, con la elocuencia de las fotos, podría deshilacharse ese tejido generado para salvaguardar la impunidad.
El poder empieza a estar amenazado por un crimen que jamás se investigó como político. De hecho, tan desganada fue la investigación que con algunos votos de diputados del oficialismo que maneja la dupla Jalil y Barrionuevo, se abrió un jury de enjuiciamiento al fiscal Laureano Palacios. El puñetazo sobre la mesa de la familia tiene que ver con eso: por estas horas, el fiscal que lo acusa, Miguel Mauvecín hizo pública su postura de no acusar a Palacios por su desempeño en la primera parte de la instrucción del crimen de Rojas. Además, presionó para que el procedimiento avance aún sin la acusación. Con las fotos sobre la mesa, aquella falta de carácter podría modificarse.
Solo una de las irregularidades que no llamaron la atención de los acusadores. Desde el inicio, los fiscales intentaron encontrar pruebas para detener a una empleada del sindicato que alguna vez ayudó con las tareas de la casa al fallecido funcionario. Reconocen que también tuvieron una relación sentimental esporádica. Ella, Silvina Nieva, estuvo detenida una semana mediante un escrito que ni siquiera estaba firmado. Sí, este cronista no se equivocó: ni el fiscal ni nadie firmó la orden de detención, estaba en blanco. Reparado el grosero error, la mujer fue liberada. Torpeza o injusticia; por ahora, no se sabe, pero vale sospechar. “Yo no lo maté. Me acusan porque necesitan una perejil, pero yo no maté a nadie. Me allanaron, me llevaron la ropa, mía y de mi hija. Me tuvieron una noche sentada en la comisaría y no me dejaban ir al baño y después, me pasaron a una cárcel de mujeres 8 días. Y yo lo maté a nadie”, dijo a LA NACION a poco de salir, después de que repararon que el escrito con el pedido de detención no tenía ninguna firma al pie.
Al poder provincial jamás se le ocurrió que la sociedad adormecida podría despertar con las fotos de un ministro mutilado. Cómplices de un encubrimiento, como dice la familia; perfectos investigadores, como se autopercibe la propia Justicia, que no acusó en el jury a un fiscal. Todo caminaba al letargo con la ayuda de muchos. Pero algo cambió cuando la desesperación sacudió a la sociedad con las fotos de un padre mutilado. No es fácil para los actores de poder prever hasta dónde puede llegar el amor de los hijos.
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