Carlos Leyba: "Se necesita crear trabajo, pero ¿van a ser todos repartidores en bicicleta?"
"Lo que sabemos, con la precariedad del conocimiento de la disciplina económica, es que los niveles de actividad van a permanecer muy planchados durante 2021 y 2022 y por lo tanto también lo harán los del comercio exterior", afirma Carlos Leyba, profesor emérito de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires. El estudioso destaca que lo que la pandemia puso en blanco y negro, como si hubiera usado un papel de calco, es la realidad global que estaba detrás: la concentración -incluso geográfica- de la producción y la riqueza, y la extensión de la pobreza.
En cuanto a la Argentina, el profesor considera que le urge industrializarse para lo cual necesita un plan que se diagrame desde el estado y da el ejemplo exitoso de la siembra de soja de la década del 70, cuando el gobierno fomentó este cultivo premiando con incentivos a los que se sumaron al proyecto.
P– ¿Qué cambios fundamentales se verifican en el comercio exterior?
R– Ya antes de la pandemia se registraban dos tendencias muy fuertes en el plano social. Por un lado, un proceso enorme de desigualdad social que se produjo en los últimos años en todo Occidente, con una cantidad de pobres que se acumulan, aún en los países donde uno supone que la pobreza es una enfermedad terminada. Por otro lado, su contracara, que es la gigantesca concentración; en efecto, nunca antes en la historia los ricos fueron tan escandalosamente ricos.
P–¿Y qué esgrimen?
R– Me impresionó mucho el discurso que pronunció Macron en marzo de este año, en el que reconoció hasta qué punto la desindustrialización que le acontece a Francia, donde el sector industrial moviliza sólo al 10 por ciento de su población a diferencia de Alemania -que mantuvo un porcentaje mayor-, perjudica a su país. De hecho, hoy hay mucha literatura gala que denuncia las consecuencias del proceso de desindustrialización.
Con el coronavirus, Macron tuvo que comprar hasta barbijos, y esto puso en evidencia cómo Francia había perdido no solamente la producción de las drogas –que es lo más importante- sino también la de los adminículos. A la Argentina también llegaron dos aviones de China cargados de elementos médicos y no se trataba de respiradores sino simplemente de ropa. ¿Cómo puede ser?
P– ¿Cómo ve la realidad en la Argentina?
R–Yo creo que nuestro país ha dejado de producir; el 80 por ciento de la gente de hecho trabaja en el sector de servicios. ¿Cómo le suena si le digo que el número de personas que trabajan en la industria manufacturera es el mismo que el del servicio doméstico? Además, 50 por ciento de las personas menores de 14 años han nacido y viven hoy en hogares pobres. Se necesita crear trabajo y ¿van a ser todos repartidores de distintos productos en bicicleta?
La Argentina tiene una enfermedad letal para su comercio exterior, que es la restricción externa. Cuando la economía argentina crece, las importaciones aumentan tres veces porque prácticamente todo lo que conforma a la industria es importado. Por ejemplo, en la fabricación de un auto se importa el ochenta por ciento. Por eso, cada vez que el país crece tiene que frenar luego porque le faltan dólares.
P– ¿Cuál sería una salida?
R– La Argentina tiene que pensarse como un país con industrias, y elegir el camino que quiera. Pero debe haber industrias. ¿Y cómo se define una industria? Es mucha gente trabajando en un lugar determinado con alta tecnología y abundante inversión. Y aquí me refiero a las industrias que no están, a las que hoy no tienen voz.
Industrializar la economía gigantesca con que el país cuenta en materia rural podría ser un comienzo. En lugar de vender granos, se podría vender carne, que es proteína animal en forma de vaca; y en lugar de vender carne, se podrían vender comidas preparadas. Pero este cambio requiere dinero, tecnología, conocimiento, mercados y marca.
Nosotros debemos aumentar el valor promedio de nuestra tonelada. No es lo mismo exportar toneladas de carne que de soja, no es igual en términos de trabajo, socialización, ocupación y población.
También tenemos mucho déficit en sectores vinculados a la farmacia o la química, que podríamos desarrollar, teniendo siempre en cuenta que todos necesitan una etapa de incentivos.
P– ¿Hay ejemplos exitosos en este sentido?
R– En 1973 el estado promovió un decreto llamado Plan Soja. Se trajeron semillas de soja de Estados Unidos en aviones de la Fuerza Aérea y se les garantizó a los que las sembraran, que se les neutralizarían los costos del transporte a Rosario como subsidio e incentivo a la producción. Esa política produjo nada más ni nada menos que lo que hoy da de comer.
El estado debería ocuparse ahora de diseñar una política pública para transformar ese grano en un producto con mucho más valor. Pero esto requiere antes cierto consenso político y ciertas definiciones; este juego argentino de estar reformulando las bases con cada nueva administración hace que nadie pueda pensar en el largo plazo.
Para darle otro ejemplo, Elon Musk tiene una planta de energía solar en Estados Unidos, que costó una inversión de 8000 millones de dólares; él puso la mitad y el estado, la otra mitad. En el sistema capitalista el estado reparte zanahorias para que el capital venga. El único lugar del planeta que hace treinta años que no tiene una ley de promoción de la inversión, un financiamiento a largo plazo de la inversión es el nuestro.
La Argentina de verdad no está pensada. Maneja con el espejo retrovisor; sus políticos se dedican a ver qué dicen las encuestas, que son el pasado. Tampoco tiene una oficina central de pensamiento estratégico y eso habla por sí solo. Si hubiera habido una, no habría permitido que se levante el ferrocarril. •
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