
Fue construida sobre tierras que pertenecieron al general Eustoquio Díaz Vélez, protagonista en varias batallas de las Guerras de la Independencia; en 1881 pasó a formar parte del partido de Necochea
NECOCHEA.- En el corazón del parque Miguel Lillo, en la actual Villa Díaz Vélez de Necochea, un sendero de adoquines rodeado de farolas se abre paso hacia adentro, trazando un camino que al recorrerlo revela su destino: una antigua casona que recuerda la arquitectura de la época colonial. La sobriedad y altivez de sus formas se asoman tímidamente entre la vegetación, emulando un viejo casco de estancia sin galpones, que parece ser el refugio de largas estadías en medio de un lugar paradisíaco, a unos 500 metros del mar.
Esta pintoresca casa está construida en las tierras que pertenecieron a la familia Díaz Vélez, sobre terrenos que ahora forman parte del casco urbano de la ciudad de Necochea. Sus ambientes, que se abren alrededor de un pequeño patio con un aljibe en el centro, enmarcado por grandes ventanales que dejan filtrar la luz, guardan una historia casi tan extensa como los campos que poseyeron sus antiguos dueños, a partir de 1822. Sus paredes albergaron oficinas privadas y despachos de entes oficiales, recibieron a los descendientes de un general que luchó por una nación en los confines del Virreinato del Río de La Plata y hoy dan vida al Museo Histórico Regional Egisto Ratti, donde descansan objetos de un pasado que son testigos del presente de la zona.
Cuando las tierras del sudeste bonaerense todavía integraban la pampa indómita, el gobierno de Bernardino Rivadavia, mediante la ley de enfiteusis, comenzó a adjudicar los amplios territorios que se abrían hacia el sur. Eustoquio Díaz Vélez, un comerciante que con las Invasiones Inglesas dio inicio a una basta carrera militar que lo tuvo como protagonista en varias batallas de las Guerras de la Independencia, fue uno de los principales beneficiarios y se convirtió en un gran terrateniente de las zonas del Chapaleufú y del Quequén.
A orillas del océano Atlántico, campo adentro de las enormes y plácidas playas de Necochea, y sobre las márgenes del río Quequén Grande, con un cauce cargado de saltos y restos arqueológicos que descansaban en silencio, Díaz Vélez llegó a tener alrededor de 250 mil hectáreas de suelos vírgenes, asolados por malones.
Un nuevo partido
En 1865, cuando estas tierras ya pertenecían a los hijos de Díaz Velez, Estoquio y Carmen, se creó sobre ellas un nuevo partido y en 1881 el primogénito del general debió resignar una fracción de sus campos para dar lugar a la ciudad de Necochea, cuyo trazado llegaba hasta unos 500 metros mar arriba, quedando esa franja bajo la propiedad de su dueño primitivo.
Es allí donde se encuentra la casona de sencillas formas coloniales, con su estructura pintada de blanco y con una franja teñida de café con leche sobre cada uno de sus aberturas y a lo largo de su perímetro, en la parte inferior. En sus primeros años fue un austero edificio en forma de ele donde empleados de la familia Díaz Vélez recibían el cobro de los arrendamientos de los campos y realizaban otro tipo de tareas administrativas.
Recién en la década de 1920, Carlos Díaz Vélez -nieto del general- junto con su familia, deciden transformar aquella humilde casita despojada, con columnas de hierro, en una residencia cómoda y confortable, de estilo neocolonial, donde pasar algún que otro fin de semana y largas temporadas de veraneo, en las cercanías de una ciudad que ya desplegaba todo su esplendor para recibir a los turistas.
En 1948, el Ministerio de Asuntos Agrarios bonaerense impulsa la creación del Vivero y Estación Forestal de Necochea -hoy conocido como el Parque Miguel Lillo- para impedir que los indómitos médanos avanzaran sobre la ciudad. Se plantaron tamariscos sobre la arena y gran variedad de especies vegetales sobre la tierra firme, abriendo un importante pulmón verde de 600 hectáreas que nace en el parque de la casona de los Díaz Vélez y se extiende con dirección al mar.
El presidente Juan Domingo Perón expropia esta residencia y la convierte en la sede del Ministerio provincial.
En 1977 pasó a manos de la Municipalidad de Necochea y hasta 1980 funcionaron allí las dependencias de la división de parques. Desde ese año y a lo largo de un cuarto de siglo, las paredes de la vieja casona de dos plantas, con una habitación sin baño en la parte superior y ocho ambientes que se suman al estar amplio, la cocina, el depósito y demás dependencia del piso inferior, cobijan al Museo Histórico Regional Egisto Ratti, que despliega una importante cantidad de reliquias que narran el sacrificio y los logros obtenidos en el devenir de las sucesivas generaciones que habitaron la zona.
Testigos de la historia
En las afueras, se ve una impresora rotoplana que funcionó en el diario de esta ciudad durante 20 años. Además, dos anclas escoltan la amplia entrada principal que se destaca entre las pequeñas ventanas del frente.
Basta con atravesar el espacioso zaguán -donde posa un cañoncito utilizado en guerras lejanas- para recorrer cada una de sus salas donde un enorme abanico de objetos se luce al público: trajes que marcaron modas pasadas, fotos con la evolución de los colectivos de pasajeros, una bicicleta ferroviaria, muebles de época y un gran plano de 1864 que acapara hasta la mirada más distraída, ya que el polo sur aparece en el norte del planeta.
Las piezas que forman el Museo, al igual que el legado de la familia Díaz Vélez y el impulso de los fundadores de Necochea y sus primeros pobladores, son sólo algunos de los testigos de una historia que aún hoy se sigue escribiendo.