La toponimia pampeana remite a sorprendentes historias que circulaban por Europa en el siglo VI
Una de las más extrañas curiosidades de la toponimia pampeana es la de bahía de Samborombón, denominación con aire aniñado aparecida muy tempranamente en los mapas de la época colonial y que corresponde, sin que nadie lo contradiga, a una deformación de "San Borondón", por la mítica isla de San Brandán, de antemano deformado su nombre en la tradición popular de las Canarias.
Congruente con la planicie deprimida adyacente, desde Punta Piedras hasta el extremo norte del cabo San Antonio, la costa del río sigue una traza de singular regularidad, más o menos semejante al medio contorno de una pera. En su parte norte desembocan en el estuario los ríos Samborombón y Salado, y hacia el Sur se encuentran vastos cangrejales y pantanos que en parte son ahora reserva natural, interrumpidos por algunos canales y por las pequeñas muescas de los puertos del Tuyú o General Lavalle y de San Clemente.
Se comprende que todo lugar ha de tener su apelativo, ¿pero por qué ése? ¿De dónde viene eso de San Borondón o San Brandán? ¿Y quién era este santo, desterrado hace un par de siglos del santoral, convencida la Iglesia de que el poético y conmovedor relato de sus aventuras evangelizadoras era mera fábula? Aunque el personaje tuvo existencia real: fue un monje irlandés del siglo VI al que se le atribuyen extraordinarios viajes misioneros. Habrá estado en Islandia o en Terranova, o en las Feroe, pero, sobre todo, habría arribado a una isla en la que se encuentra, deshabitado, el Paraíso. En el trayecto, se dice, llegó a otra en la que desembarcó con sus compañeros y en la que ofició misa antes de advertir que era, en realidad, el lomo de una ballena.
Este hecho sería el desencadenante de la leyenda de la isla de San Brandán, que no es un cetáceo especialmente tranquilo sino una isla verdadera, con playas y tierras, pero que aparece y desaparece, que se desplaza y a la que se avista a veces, para enseguida diluirse convertida en espejismo. Relato muy difundido en las Canarias, hasta el siglo XVII, cada tanto alguna tripulación afirmaba haberla divisado y hubo no pocas expediciones formales hechas para tratar de fijar su ubicación. Su nombre pasó a ser el de "isla Perdida" y hasta hubo, a fines de 1400, un tratado entre Castilla y Portugal que establecía que, de encontrársela, habría de considerársela perteneciente al archipiélago canario, y sería, por lo tanto, propiedad de la primera de esas coronas.
Aquí entramos nosotros. Se cuenta que los marineros de Magallanes, o antes, los que acompañaron a Vespucio en su impreciso viaje, se asombraron de la perfección geométrica de nuestra bahía y pensaron que sólo podía deberse a un especial designio divino, puesto a separar de la tierra una porción que se largó a navegar y sería, justamente, esa isla errante. Pero esto se cuenta y no pasa de eso: nada figura en Pigafetta ni en ninguna otra de aquellas narraciones ingenuas y fantasiosas, siendo igualmente enigmático que la peregrina explicación cada tanto reaparezca, cuando no hay testimonio ni siquiera mitológico que la acredite.
La mitología… ¿Por qué no? Los viejos sueños europeos a veces echaron raíces en América y así hubo una California por la reina Califia, una Florida con su "fuente de Juvencia", el río de las Amazonas, Eldorados varios, acaso Patagonia, ésta también bautizada por Magallanes y, asimismo, nuestro modesto Samborombón, según vino a quedar en los labios criollos, alteración fraguada quién sabe hace cuanto.
Ahí está la bahía, chata y barrosa, mar sonzote en muchos aspectos e irreconocible río en otros tantos. Bordea una tierra que fue de matreros y ahora es de turistas; no acuden ya a esas costas los restos diezmados de los "Libres del Sur" ni sus sudorosos perseguidores federales, sino automotores que recorren monótonamente la cinta asfáltica. Pero el insólito nombre persiste.
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