Si bien tiene el nombre de una de las primeras habitantes del lugar, su residencia y capilla fueron construidas por Mercedes Castellanos en honor a su hijo muerto
Al atractivo paisajístico del Partido de Tandil se suma la belleza de las grandes estancias que formaron las familias Santamarina, Anchorena y otras, cuyas preocupaciones estéticas se expresan en las notables casas que edificaron, los estilos de sus iglesias, la armonía de sus galpones, así como el encanto de sus parques y jardines. Una de esas renombradas estancias es La Azucena, prima hermana de la irrepetible Acelain, cuya vecindad serrana comparten y disfrutan.
El nombre La Azucena le viene de los años pioneros del poblamiento tandilense, cuando el francés José Buteler se instaló al sur del Fuerte Independencia, atendiendo la tercera posta camino hacia Bahía Blanca, allá por 1842. Seguramente los negocios le fueron rentables, ya que fue comprando campo y se transformó en estanciero.
José vivía en las sierras con tres hermanas solteras, Azucena, Juana y Nieves Buteler, cuyos nombres quedaron en la nomenclatura rural del partido. La Azucena es el nombre de la estancia, de la estación del ferrocarril y de todo el paraje; La Nieves, de uno de los puestos, y La Juanita, del cerro más alto del macizo que se eleva en la propiedad. Cuando a fines del siglo XIX falleció Buteler, sus hermanas vendieron la estancia a Mercedes Castellanos de Anchorena, una gran estanciera e hija de Aarón Castellanos.
Mercedes tenía muchos hijos y muchas estancias, pero no alcanzaban para dejar una a cada uno, por eso adquirió La Azucena en 1901, destinada a su hijo menor, Emilio.
Gran plantador de árboles, como todos los Anchorena, éste tenía veinticuatro años cuando empezó a dirigir su proyecto forestal en La Azucena. Emilio acampaba con sus ayudantes, durmiendo en carpas entre los peñascales, abriendo los pozos con dinamita en el granito más duro del mundo. Avanzando con el proyecto del paisajista Böttrich, la plantación que realizó fue muy extensa y variada.
La obra se vio truncada por la temprana muerte de Emilio, en 1916. Su madre, que ya había visto morir a siete de sus hijos, continuó la obra de Emilio y decidió rendirle un homenaje a su manera, levantando una capilla en la estancia. Sucede que Mercedes Castellanos era muy piadosa y durante su vida hizo construir muchas iglesias y altares (como por ejemplo, la basílica del Santísimo Sacramento, en Buenos Aires, donde está enterrada).
Para la gloria de Dios
Parece que a Mercedes le gustaba tratar con arquitectos y no se fijaba en gastos cuando se trataba de edificar para la gloria de Dios. Así fue como contrató los servicios del arquitecto Martín Noel, famoso por revalorizar los olvidados estilos hispano-criollos y le encargó la más hermosa capilla que pudiera diseñar para la memoria de su hijo. Para complacerla, Noel dibujó una capilla inspirado en las viejas iglesias coloniales, adicionando elementos típicos de la arquitectura virreinal altoperuana.
En medio de la estancia, emplazada en lo alto de una loma toscosa, aparece la imagen blanca de la capilla, con sus grandes proporciones y la belleza de sus líneas, accesible al goce de pocos ojos, dada la privacidad de la propiedad donde se levanta. Construida la capilla en 1918, faltaban diez años para levantar la casa principal de la estancia.
La muerte prematura de Emilio de Anchorena y otras desgracias de la familia atrasaron los sueños que aquél había compartido con su esposa, Leonor Uriburu, y el proyecto de la casa quedó postergado.
Así, en París, donde pasó muchos años educando a sus hijos, Leonor decidió volver y abocarse a la construcción de una casa en La Azucena, para lo que contrató al arquitecto Alejandro Bustillo, quien a su vez se trasladó a vivir a la estancia para diseñar la casa. Emilio había plantado el parque para enmarcar su casa, la que debía asentarse en una superficie irregular.
Así resultó que, tras largas consideraciones Bustillo se decidió por un terreno plano en la cima de un cerro, una meseta angosta con un declive profundo sobre uno de sus lados. Por eso dibujó una casa alargada, con varios niveles. Una calle a lo largo la separa del borde del bajo escalonado y pedregoso donde se extiende la parquización. Tras algunos años de construcción, la residencia de Azucena estuvo lista, resultando una recreación de paredes blancas y líneas rectas, propias de los estilos arquitectónicos meridionales.
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