La artista Mónica Millán recrea la dinámica belleza de su paisaje natal en dibujos y bordados cercanos a lo poético
De qué manera el arte contemporáneo se acerca a lo rural? ¿Con qué lenguajes recrea ese espacio geográfico y cultural? ¿Qué toma de las tradiciones que allí se mantienen, del silencio y la distancia, de la permanente tensión entre el hombre y la naturaleza, del misterio y de los peligros con que nos atrae y nos acecha?
Estas preguntas venían conmigo cuando meses atrás me vi frente al "Picnic a orillas del Paraná", una instalación de Mónica Millán, y casi con la alegría con que los chicos desenvuelven un caramelo, me dejé llevar por los sonidos que captó a orillas del río y por la exuberante belleza de flores y tallos tejidos con los que recreó la ribera.
Podría decirse que a Mónica Millán el monte misionero le brota de las manos. De las manos que cosen y bordan, que dibujan y pintan. De las manos de memoria verde, que recuperan lo visto y lo oído en el Litoral de su infancia y en el que reencuentra cuando vuelve a sus pagos. De las manos que fluyen entre hilos y lanas, como el Paraná, en su incesante rozar la orilla.
En uno de sus textos Mónica describe su registro como "el oído que ve" y comparte una crónica de su incursión en el aquél paisaje: "Me envuelve la humedad y la oscuridad del verde. Nada es silencio, todo se mueve, un crepitar antiguo y continuo, como un encrespamiento que crece desde la tierra hasta el cielo". Por ese camino Mónica Millán reconoce una convocatoria a su modo de interpretar y de contar.
Cuando dibuja y cuando borda reproduce las complejas formas del afuera y al mismo tiempo las propias, en una correspondencia íntima con el lugar. Casi toda su obra surge de distintas aproximaciones al paisaje (expediciones por el río, caminatas por el monte) y de su experimentación en tanto testigo del perpetuo nacer y morir que dinamiza la trama natural.
Sus recorridos provocan en el espectador un redescubrimiento de la fresca abundancia de ese contexto. "El Río Bord(e)ado", por ejemplo, nació de su inquietud por la desaparición de buena parte de la costa de Posadas (en Misiones) y de Encarnación (en Paraguay), con la futura puesta en funcionamiento de las turbinas de la represa hidroeléctrica de Yacyretá.
En 2002 define los itinerarios que hará en canoa "para recoger los sonidos del río", en un "movimiento desesperado e inútil". En 2004 concreta los viajes: "La mirada concentrada, el cuerpo más que alerta...". Describe el mapa sonoro por el que se mueve, en un estado de extrañamiento y de contemplación, de máxima cautela y de abandono en la corriente. Tiempo después, cose, borda, teje, reconstruye aquél fluir. Tules, canutillos, encajes dan relieve a pequeños fragmentos de ese espacio acuático y vegetal poblado de insectos.
En su propio repaso de trayectoria reconoce la influencia de su maestro Luis Felipe Noé. Al principio desarrolló "una pintura de detalle", a partir de fotos de flora, animales y dibujos de antiguos viajeros-botánicos y entomólogos. Más tarde buscaría otros lenguajes, como el tejido y el bordado, con los que logró darle cuerpo a las formas. En 2002, dio un nuevo giro sobre la marcha. Con el asesoramiento del crítico de arte Ticio Escobar, trabajó en un pueblo de tejedores de Paraguay (Yataity), donde intentó la recuperación, identificación y recreación de tejidos tradicionales. Tomó testimonios, admiró la tradición del tejido del encaje, se sintió próxima a la apacible vida local, y montó, junto con los tejedores, un museo del bordado, por un día: "Encajes-paisajes pensados por mí y hechos por ellos. Dibujos-retratos. Las guaridas, de tierra amasada, hogar de las termitas, reflejo del paisaje."
A su regreso, proyectó fotos en la pared y transformó en líneas el contraste de luz y sombras de manera que las tejedoras se confunden con el entorno: ellas mismas son "encajes que encajan en su paisaje".
En 2006 participó de una instalación textil en colaboración con el diseñador Martín Churba, cuyo título fue "Llueve. Es de siesta". Sus últimas instalaciones incluyen sonidos capturados en pleno monte y los que experimenta con su propia voz. Pero volvamos al principio, como si se tratara de Alicia en el país de las maravillas : "De chica caminaba por el monte y sentía que había algo allí, debajo de la tierra, misterioso, secreto. Crecí con eso", cuenta Mónica Millán. Una y otra vez ella resignifica tal impresión y se atreve a una narrativa poética que vale la pena disfrutar.
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