Les costó adaptarse y no fue por el idioma, sino por la inmensidad
Porque todo, absolutamente todo, se encuentra sujeto a transformaciones, el gaucho y lo que a él atiene son agentes, asimismo, de una constante evolución. Por ejemplo, de Martín Fierro a Segundo Sombra los cambios se muestran evidentes y el paso del tiempo va creando otros aún mayores y más manifiestos, sin perjuicio de que, a lo largo de ese proceso, pervivan esencias imprecisas de lo gauchesco en ciertos modos, costumbres y actitudes perfectamente reconocibles y que tenemos, a orgullo, como señas de la argentinidad.
Sabemos, también, que todo ser vivo debe adaptarse si no quiere perecer, y así les pasó a los holandeses llegados a nuestra campaña, lo que implicó que, con el transcurso de cuatro o cinco generaciones, se agaucharan, lo que al menos justifica la legitimidad del título de esta nota.
Fue en 1889 cuando un grupo de inmigrantes, provenientes del norte de Holanda y de la región de los pólderes (tierras ganadas al mar) se instaló en Tres Arroyos, población fundada tres años antes por el gobernador Dardo Rocha, en las nacientes de los arroyos Orellano, del Medio y Seco, circunstancia responsable del nombre de la localidad: se trata de tres cauces que cruzan el ejido de la actual ciudad para reunirse aguas abajo y formar el arroyo Claromecó, que desagua en el Atlántico.
Zona asolada por malones, en 1848 Rosas dispuso vigilarla y de su cometido fue ejecutor el coronel Benito Machado, quien estableció un fortín justo en la misma confluencia de esos tres cursos de agua. Activo jefe militar en la lucha contra el indio y en los numerosos enfrentamientos intestinos de esa época, Machado se avecindó en el lugar y, en 1865, gestionó la creación de un pueblo con el propuesto nombre de Campamento de los Tres Arroyos; no prosperó la iniciativa, pero poco después se dispuso la creación de 27 nuevos partidos en la "campaña exterior del río Salado", y uno de ellos fue Tres Arroyos, que en 1869 contaba con 560 habitantes, incrementados a 6595 para 1881, expansión que volvió indispensable contar con una sede fija para la autoridad local.
En tal estado encontraron las cosas esos holandeses recién llegados; ya no eran los días de chuzas y de matreros, pero igual había mucho por hacer, y eso era tanto más difícil para esos extranjeros exóticos. Verdad es que en Tres Arroyos había casa municipal, telégrafo, banco y ferrocarril -a la sazón, ahí estaba la punta de rieles-; lo mismo, la soledad que los rodeaba era sobrecogedora y a muchos los ganó el desánimo. Algunos desistieron; a los que quedaron se les debe la más importante comunidad holandesa que haya existido en la Argentina.
Los comienzos fueron duros y les costó horrores adaptarse, y no sólo por culpa del idioma. Habituados a pequeños rebaños y a trabajar la tierra en dimensiones reducidas, se encontraron de pronto ante la inmensidad desmesurada, hallaron pastos duros y la trampa de las vizcacheras, ovejas -chúcaras y huidizas- y escasas vacas flacas. Extrañaban su clima y sus cabañas, y asqueados rechazaban nuestra forma de asar la carne, a la que preferían hervir; una suma, en conjunto, de dificultades que los empujó a encerrarse y a bregar, intensamente, por mantener su identidad, sus costumbres, su lengua, sus creencias y hasta su peculiar gastronomía, conservada en parte.
Dedicado a sembrar trigo y a la producción tambera, el grupo prosperó y hacia su tercera generación argentina admitió romper el cerco e incorporar porciones de la cultura local, al punto que hasta llegó a darle al tan nuestro dulce de leche un toque especial que lo distingue. Pero, entretanto, desaparecieron el colegio y la predicación en holandés. Así, a la satisfacción se superponía la nostalgia; todavía, hace una docena de años, una señora anciana se ufanaba de poseer "210 vacas", lo que no le impedía profetizar que, dentro de muy poco, "de todo aquello sólo quedarán los ojos azules y los cabellos rubios de algunos niños". Bueno, quedarán, además, la sólida industria láctea y ciertos sentimientos entreverados.
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